Crónica
Testigo de las llamas en Notre Dame de París
Alberto Bejarano, escritor e investigador del Instituto Caro y Cuervo, narra para ARCADIA desde París cómo vivió el incendio de Notre Dame. Una breve mirada a la tragedia a través de las imágenes que de la catedral ha construido la historia del arte y la literatura.
El 15 de abril de 2019, lunes santo, a las cinco de la tarde, hora francesa, se inició el devastador incendio que arrasó casi por completo setecientos años de historia de uno de los íconos más representativos de la historia de Francia y de Europa. La catedral de Notre Dame sobrevivió a las cruzadas, a las guerras de Religión, a las incontables batallas europeas, a las guerras civiles, a los imperios, a la Comuna de París, a dos guerras mundiales e incluso a la locura incendiaria de Hitler. Sin embargo, parte de ella se ha esfumado como un reflejo en el agua de los impresionistas.
En el año 1163, bajo el reinado de Luis VII, se inició la construcción de la catedral gótica de Notre Dame de París —época que puede seguirse de cerca en la novela de Umberto Eco, Baudolino (2000)—. Se asentó en la Isla de la Cité en las ruinas de un antiguo santuario druida y de un templo romano para Júpiter. Tomó más de dos siglos terminarla y, a partir de entonces, su leyenda (religiosa, política, cultura y ante todo artística) fue creciendo bajo la mirada vigilante y directa de sus gárgolas. Una de las obras literarias que más ahondó en sus misterios y proyectó un impacto perdurable en el imaginario de millones de personas que acaso nunca peregrinaron hasta ella fue Nuestra Señora de París (1831), la novela de Victor Hugo, tan monumental como la misma catedral. Ahora, al leerla o releerla, resonará más profunda esta imagen en medio de sus ruinas:
El propio Zoroastro lo enseñaba, el sol nace del fuego, la luna del sol. El fuego es el alma del gran todo. Sus átomos elementales se expanden y fluyen incesantemente por el mundo en corrientes infinitas. La luz se produce en los puntos de intersección de esas corrientes en el cielo, si esa intersección de corrientes se realiza en la tierra, entonces se desprende oro. La luz y el oro son una misma cosa: fuego en estado concreto; la diferencia entre lo visible y lo palpable, del fluido al sólido para la misma sustancia, del vapor de agua al hielo; eso es todo. No son sueños, es la ley general de la naturaleza...
Ahora el fuego ha consumido parte de Notre Dame. Recuerdo que hace siete meses ocurrió el incendio del Museo Nacional de Brasil en Río de Janeiro. En ese momento mi atención se había centrado en Lucy, en los restos de la primera mujer americana que vivía como inquilina extraña en forma de momia en el Museo y que desapareció calcinada para siempre. Decía yo en aquella ocasión que quien más lloraba su pérdida era el antropólogo brasileño Walter Neves, quien había descubierto a Lucy. El destino me puso de nuevo cerca de las llamas, esta vez en París, frente a una nueva histórica conflagración de la cultura universal. En París, la que no se acaba nunca, pero que en los últimos años ha sido golpeada tantas veces por las trompetas del Apocalipsis, al principio no supe en qué pensar. Esta vez siento que el gran doliente de la catedral es Olivier Latry, el organista de Notre Dame, quien hace apenas unos días grabó en solitario un concierto de Bach en la sagrada iglesia. Lo busqué en vano entre la multitud…
La catedral de Notre Dame era el lugar más visitado de París, incluso más que la Torre Eiffel y el museo del Louvre. Era el monumento más visitado de Francia. No acostumbraba yo a visitarla en los cinco años vividos en París años atrás, pero la cruzaba una y otra vez cuando me dirigía a los cines del Boulevard Saint Michel. Hoy iba yo a ver en el pequeño cine Christine la película ya clásica de David Lynch Terciopelo azul (la historia de un voyerista). La función fue suspendida. Me detuvieron las esquirlas del dolor: la neblina, las sirenas, los gritos, las lágrimas, los sollozos confundidos. Nadie sabía qué estaba ocurriendo: si era un atentado, si era un espectáculo de juegos pirotécnicos o si se trataba de una especie de alucinación colectiva. Algunos turistas estadounidenses hablaban del 11 de septiembre y de la caída de las Torres Gemelas y, aunque comprendí su comparación, sentí que era en verdad incomparable valorar (culturalmente) lo que Notre Dame significa(ba), a pesar de que en este incendio, al parecer producido por un accidente, no hubo pérdida de vidas.
Henri Matisse, A Glimpse of Notre Dame in the Late Afternoon, 1902 @AlbrightKnox. pic.twitter.com/PKc8HMiZjp
— Tyler Green (@TylerGreenBooks) April 15, 2019
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Al ver de lejos las llamas y captar, desde la torre de Montparnasse, cómo oscurecían el temprano cielo primaveral de mediados de abril, en el inicio de la Semana Santa, tantos recuerdos se precipitaron sobre mí, propios y ajenos. La gente lloraba en la calle y nadie atinaba a preguntarse siquiera cómo y de qué manera había iniciado el fuego. El humo lo convertía todo en atmósfera impresionista, pero yo pensaba en un cuadro “menor” de Matisse, de su primera etapa, cercana a Cézanne, en la que la catedral era una silueta casi solitaria, como una especie de esfinge en ruinas, una extraña visión de descomposición de formas y dimensiones. Entonces recordé también un poema de Gérard de Nerval en el que presagiaba este lúgubre y mórbido día. Les corresponde a los poetas ser mensajeros del pasado y del futuro; a los grandes poetas suele ocurrirles que sus profecías se cumplen y entonces volvemos a sus versos y escuchamos asombrados sus premoniciones, extraños visionarios de ojos abiertos. Sentí entonces que ahora tendremos que acostumbrarnos a visitar indefinidamente sus ruinas como en el poema de Nerval y a ser los fantasmas sombríos del cuadro de Matisse:
Aunque Nuestra Señora es muy vieja, es posible
que algún día sepulte a ese mismo París
que ella ha visto nacer; pero cuando transcurran
más o menos mil años, podrá el tiempo abatirla,
como un lobo derriba hasta a un buey, y torcer
esos nervios de hierro, y roer con sus dientes
tristemente su antigua osamenta de roca.
Para entonces vendrán gentes de todo el mundo
para así contemplar esas ruinas austeras,
releyendo abstraídas la novela de Víctor...
Y la antigua basílica creerán estar viendo,
poderosa y magnífica, como fue tiempo atrás
que se yergue cual sombra de una muerta a sus ojos.Gerard de Nerval
Poetas como Baudelaire y filósofos como Walter Benjamin, grandes paseantes de París, nos dejaron palpitantes imágenes sobre sus calles, personajes y monumentos como Notre Dame. En uno de ellos recordaba Benjamin: “el historiador Friedrich von Raumer ya comentaba en 1830: ‘Ayer vi desde la torre de Notre Dame la monstruosa ciudad; ¿quién construyó el primer edificio?, ¿cuándo se caerá el último, para que el suelo de París se vea como el de Tebas y Babilonia?’”.
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¿Serán cada vez más París y Europa como Babilonia y las ruinas griegas y romanas? Me detengo en la foto lateral de Notre Dame tomada por Man Ray en 1930 y me hago esta aterradora pregunta, una y otra vez, mientras las nubes se van juntando con las últimas llamas a la media noche y sé que al despertar, Notre Dame se verá como las catedrales alemanas después de la segunda guerra mundial. Mientras tanto suenan las campanas de las iglesias en París y se dice, por toda Francia. Recién el sábado pasado se transmitía por la televisión francesa el concierto de Bach, interpretado por el nuevo Walter Neves, en el órgano de la catedral, cuyo eco se fundirá ahora con las llamas como un grito inmortal.
Tomó dos años construir la Torre Eiffel. Ojalá en poco tiempo puede alzarse de nuevo Notre Dame, aunque las reliquias, vitrales, imágenes religiosas y sobre todo el gran órgano (del siglo XII) son irrecuperables.