Crítica de cine
'Había una vez… en Hollywood' o el doblez de la fantasía
Al final, la estructura de historias paralelas de la novena película de Quentin Tarantino y su reflexión sobre la fantasía como potencia latente de la realidad confluyen en una ensoñación concreta: la venganza a través de la ficción de una realidad trágica.
En una escena cerca del final de Había una vez… en Hollywood, el noveno film de Quentin Tarantino, sus dos personajes principales, Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) y Cliff Booth (Brad Pitt), se reúnen para ver uno de los programas de televisión protagonizados por Dalton. Como dos niños que comparten una tarde de juego, Dalton se emociona al verse a sí mismo en la pantalla chica mientras que Booth elogia uno de sus saltos en una escena de acción. Este pequeño acto —narcisista, apasionado, autoindulgente y vano— podría resumir la esencia de la más reciente película de Tarantino. Están aquí en diálogo muchas de sus marcas, de sus obsesiones: el cine mismo como objeto para ser homenajeado y parodiado; el juego fantasioso que otorga la venganza y, más recientemente, su interés por la reescritura de la Historia a través de la imaginación de un destino paralelo.
Había una vez… en Hollywood tiene en su estructura dos historias paralelas que se encuentran hacia el final: por un lado, el actor Rick Dalton y su doble de acción Cliff Booth navegan la cotidianidad de un día de febrero de 1969. Vemos sus rutinas, sus horas de trabajo, las jornadas de repetición y grabación, las ensoñaciones y los recuerdos que arrojan a estos dos hombres a vivir y trabajar en una época cambiante y fracturada. Paralelo a ellos, la realidad: Sharon Tate (Margot Robbie) regresa a Los Ángeles con su pareja, el director polaco Roman Polanski, para vivir la fantasía que ofrece la ciudad de las ficciones. Su cotidianidad es la ensoñación hecha realidad: cruzar las colinas de Hollywood en carros deportivos a alta velocidad, el pelo que revolotea en el aire, las fiestas en la mansión de Playboy, los fotógrafos que acechan, la música que resalta la alegría de saberse en la cumbre.
Es en esta estructura —la de la fantasía que tiene su doble o la de la realidad que se desdobla hacia la ensoñación— donde surge la idea más potente de la película: el doble como frontera entre la realidad y la ficción. Sus tres personajes principales —desde lo más literal que significa ser un doble de acción hasta la complejidad que significa interpretar un personaje histórico— de alguna manera nos señalan que cada acto de realidad esconde en su potencia un acto fantasioso. Un actor —tanto Dalton, inventado, como Tate, “real”— no es más que un cuerpo al servicio de una ficción. Y una parodia, el recurso recurrente de la película, es a su vez el doble de un texto previo pasado por la ironía: en Había una vez… en Hollywood hay programas de televisión falsos, secuencias de películas falsas, detrás de cámaras falsos y publicidad falsa. La parodia, incluso, también vuelve sobre la misma obra de Tarantino. Aquí hay homenajes a Death Proof, Jackie Brown, Ingloriuous Basterds y The Hateful 8, por no señalar su filmografía entera. Sin embargo, muchas veces el uso de estas parodias se vuelve tan repetitivo en su juego que no parece existir alguna idea particularmente nueva más allá de la parodia como fetiche. En este mundo, que no es más que la visión de su director, su propensión al fetiche termina por igualar los pies de una mujer con la parodia de un comercial de cigarrillos falso. La parodia —y el uso constante de material falso en esta película— hace pensar en otras formas (quizás el falso documental) y en otros usos más irónicos y significativos de la nostalgia por el pasado y la escritura de la Historia, como en Zelig, de Woody Allen, o la misma Inglorious Basterds, de Tarantino.
Al final, la estructura de historias paralelas y su reflexión sobre la fantasía como potencia latente de la realidad confluyen en una ensoñación concreta: la venganza a través de la ficción de una realidad trágica. El brutal asesinato de Sharon Tate tiene una redención a través de la parodia del final feliz que Hollywood ha sabido construir con destreza. El homenaje a ella podría no ser únicamente salvarla de la muerte sino retratarla en una sala de cine en un momento de cotidianidad enternecedor: la actriz Margot Robbie, interpretando a Sharon Tate, ve a la Tate real en la pantalla grande. Aquí se adivina un gesto que sale del narcisismo y que podría leerse como un homenaje potente y sincero. Sin embargo, la indulgencia de Tarantino sobrepasa como nunca ese breve gesto y resulta difícil no cuestionar o pensar con detenimiento en la propensión de Había una vez… en Hollywood en ver el mundo como un “todo tiempo pasado fue mejor”. Por esto mismo Rick Dalton podría leerse también como un alter ego de Tarantino: aterrado por los tiempos que cambian y por la posibilidad de ser una gloria del pasado, Dalton mira con desdén a las nuevas generaciones. Su pasión por el cine, su juego de dobles, su amor por el pasado y por hacer de él un fetiche lo llevan a doblarse sobre sí mismo y a ver el mundo que tiene —o que tenía— en su propio ombligo.