OPINIÓN
El viejo ‘Rocinante’ en el que viajó el escritor Gonzalo Mallarino
El autor bogotano recuerda las carreteras y caminos que recorrió en su juventud, al lado de su familia, en los carros de su padre. Autos que tenían nombres propios, como ‘Rocinante’ o ‘Berraquín’.
Cuando era niño, mi papá tenía un Studebaker gris al que llamaba Rocinante, como el jamelgo de Don Quijote. Los domingos íbamos a Yumbo a comer pandebonos, mi mamá adelante con una de mis hermanas y los otros cuatro, en la banca de atrás. Cantábamos canciones familiares, hacíamos adivinanzas o él, desde el volante, narraba historias que se inventaba. Todo en aquel Studebaker, todo en ese involvidable Rocinante.
Antes de caer la tarde, íbamos al convento a visitar a Lulú, la tía monja que medía solo metro y medio, por lo que la llamábamos la ‘minimonja’. Ya de noche volvíamos a Cali algo inquietos, en medio de ríos de camiones y tractomulas, pues al otro día había colegio.
Y así pasó la niñez. Se acabó la tierra caliente y decidimos venirnos a vivir a Bogotá. El Studebaker ya no estaba. En su lugar, mi papá había comprado un auto nuevo más pequeño, marca Austin. En ese carro viajamos 12 horas sin parar hasta la capital. Respondió todo el camino muy a pesar del alto de La Línea. Por esa razón, mi viejo le puso ‘Berraquín’.
Este cumplió su tarea y dio paso a nuestro primer carro nuevo, un Renault 4 anaranjado. Mucho trajinamos con el Renolito, hasta que una vez bajando a Sasaima mis papás tuvieron un accidente y se volcaron. Pequeño y todo, el carro los protegió. Lo increíble es que mi papá volvió a la casa con él. Lo desvolcaron, mi papá lo volvió a prender y regresaron. Recuerdo cuando llegaron: callados, asustados y con el techo espichado, pero el Renolito los salvó.
Entonces las cosas mejoraron y mi papá se dio el gusto de comprarse una camioneta nueva, de las mejores que había entonces en el mercado, marca International. Era amarilla y la llamábamos, naturalmente, el ‘Submarino Amarillo’, como la canción de los Beatles. Una mañana, una empleada que teníamos, algo pasadita de kilos, decidió lavarla, se subió al techo a limpiarlo con un trapo húmedo y lo sumió.
Así quedó para siempre, no hubo manera de repararlo y mi papá lloró, pero esa es otra historia que espero contar cuando me toque estar detrás del volante.
*Escritor