Opinión
Lecciones del Campamento Esperanza
33 mineros de Chile protagonizaron una hazaña de supervivencia que emocionó al planeta. Pensaron que aquella epopeya humana cambiaría sus vidas de carencias, pero diez años después, la pobreza ha resultado ser un destino inapelable.
De cuando en cuando, un tapete de flores de color rosa intenso cubre el desierto de Atacama convirtiendo sus paisajes, de belleza abrumadora, en una escena surrealista. En Chile llaman desierto florido aquel escaso fenómeno natural. Y estaba florido más que nunca aquella primavera austral de 2010, cuando cruzamos sus entrañas en busca de la mina San José.
¡Fuerza mineros!, decía el letrero a la entrada al Campamento Esperanza. Bajo ese nombre de buen augurio que a comienzos de agosto solo reunía a unas cuantas familias pobres y angustiadas que se fueron a vivir en carpas y a esperar en vela el rescate de sus seres queridos, el asentamiento se había convertido en un hervidero de ingenieros y operarios, ministros, funcionarios, una Babel de medios de comunicación de todo el mundo.
Pasamos días de calor intenso y noches de frío que calaba los huesos. Tan pronto se ocultaba el sol, la temperatura se descolgaba en aquel enorme descampado. Tomando té alrededor de las fogatas nos fueron abriendo sus vidas y revelando sus dramas. Hasta que el amanecer del 13 de octubre, en una proeza humana y técnica, la cápsula Fénix llegó a 623 metros de profundidad y empezó a extraer, uno por uno, a los ya célebres 33.
Tal como los aturdió la luz en la superficie, los abrumó la fama súbita. No querían dar entrevistas, pensando que cobrarían millones por las exclusivas. Soñaron que se harían ricos con los derechos de su historia, que terminaron cediendo a intermediarios con un mal contrato que los dejó sin nada. El gobierno los pensionó con algo más de un salario mínimo. Poco, si hay que vivir de eso. Les ha costado conseguir trabajo y algunos ya están demasiado enfermos o cansados para hacerlo.
Tendencias
Engañados y desengañados, ya no aspiran a un cambio radical en su fortuna. Como máximo, a la indemnización de una demanda que entablaron contra el Estado chileno por falta de controles a la mina donde ocurrió el accidente. La justicia les dio la razón en 2018 pero el Estado apeló, apostando tal vez a que los desventurados mineros sigan envejeciendo. Ya cansados de esperar, buscan por lo menos un destino mejor para sus descendientes.
Les quedan los buenos recuerdos, los traumas y las pesadillas, la amistad que construyeron y que algunos aún conservan, y cierto grado de celebridad que no les sirve para mucho. También, la gratitud por los viajes de los primeros días y sobre todo por la oportunidad de la vida.
A otros les queda todavía el buen humor que les ayudó a resistir lo peor. Apostados en la entrada de su casa, un grupo de periodistas presenciamos la llegada de Claudio Acuña a su hogar después de 69 días de odisea bajo tierra y una noche más bajo supervisión médica. Entre un enredo de frases y de cables de micrófono, se oyó a alguien preguntar: Claudio, ¿qué te gustaría comer? No respondió machas, locos o navajas, ni mote, ni empanadas. Él dijo, sincero y simple: a mi mujer.
*Directora de información internacional de Caracol Televisión.