Estreno
Adelanto: “Las siete dinastías” de Matteo Strukul, el maestro del thriller histórico
Compartimos la genealogía de familias en disputa y el prólogo de esta novela sobre la lucha despiadada por el poder que marcó el Renacimiento.
Desde lo alto del castillo, como el águila desde su nido ensangrentado, el salvaje señor dominaba a su alrededor todo el espacio donde pie humano podía posarse, y nunca veía a nadie por encima de él, ni más arriba.
Alessandro Manzoni, “Los novios”
El cálculo frío y exacto de todos los medios, que ningún príncipe fuera de Italia conocía entonces, unido al poder casi absoluto dentro de los límites del Estado, hizo surgir hombres y turbas políticas nada especiales.
Jacob Burckhardt, “La cultura del Renacimiento en Italia”
Tendencias
Prólogo
Ducado de Milán, castillo de Binasco, 1418
Quería subir a lo alto de la torre. Sabía que tardaría una eternidad, pero se juró que lo lograría. Había fulminado con la mirada a un soldado que se había ofrecido a ayudarlo.
Empujaba con los bastones contra cada peldaño. Hacía fuerza con los brazos. No era ninguna novedad. Sus piernas delgadas, raquíticas, subían despacio, con dificultad. Avanzaba con paso inseguro, renegando y mascullando maldiciones contra sí mismo y aún más contra sus padres, que lo habían relegado a ese infierno de dolor y de inutilidad desde su más tierna infancia.
Cuando finalmente superó el último escalón, estaba empapado en sudor. Casi le temblaban los brazos por el esfuerzo sobrehumano. Se apoyó en las almenas de la muralla, las abrazó y dejó caer al suelo los bastones.
La torre se erguía contra el cielo, alta y maciza. Se alzaba en la esquina del castillo, dominando la vista. El aire empezaba a cambiar de dirección, soplaba hacia el rojo de la aurora. El viento frío del invierno le levantó la capa y la dejó caer hasta que otra ráfaga la hizo revoletear de nuevo. Filippo Maria se arrebujó con ella; el cuello de piel de lobo le rozó las mejillas como una caricia suave.
Binasco. Estaba casi a mitad de camino entre Milán y Pavía. ¿No era ese el lugar perfecto para llevar a cabo su plan? ¿Acaso no había sacrificado toda su vida por esas dos ciudades?
Miró abajo. Vio el foso profundo que se abría a sus pies. Al otro lado, árboles de ramas desnudas y retorcidas, casi yertos por el frío. Más allá, casuchas en ruinas, casas de labranza. Se dio la vuelta y dirigió la vista al patio del castillo, allí donde el patíbulo recibiría a la víctima. Vio destellar las llamas de las antorchas en el aire rosado de la mañana.
Odiaba a Beatrice en lo más profundo de su alma. Se había casado con ella porque Facino Cane lo había obligado. Facino Cane quería ponerla a salvo, protegerla. Lo había susurrado con la boca llena de flema y sangre en su lecho de muerte: «¡Cuidad de Beatrice!». ¡Por supuesto! Y él la había soportado durante seis años. ¡Seis largos años! Había consentido que lo tratara como a un criado, un inferior, un mocoso. ¡A él, que tenía veinte años menos que ella y era el único heredero legítimo al ducado de Milán! Había estado a sus órdenes, había soportado sus caprichos, las muchas humillaciones que le había infligido. Había escuchado pacientemente, sonriendo, las reglas que imponía, dócil como un cachorro de feria, mientras alimentaba la ira que albergaba. A despecho de los moralistas de la corte, que estaban convencidos de que lo hacía para mantener la estabilidad, por amor a la patria y respeto a los muertos. Beatrice, como la perra que era, hizo honor a su apellido y le sirvió: aportó como dote cuatrocientos mil ducados y los territorios de Alessandria, Tortona, Casale, Novara, Vigevano, Biandrate, Varese y toda la Brianza. Había actuado por interés y oportunismo. Y así, en una sola jugada, había recogido para el ducado, su ducado, tierras, hombres y bienes.
Pero ni por un momento se le pasó por la cabeza vivir con ella. Cierto era que a pesar de haber cumplido los cuarenta todavía era hermosa y sabía cómo complacer a un hombre, incluso demasiado, pero él no era el objeto de su atención. Jamás lo fue. Siempre supo que lo engañaba, pero nunca había podido demostrarlo. La muy puta era astuta, por eso le repugnaba. Pero en la sombra, contando los días, tragando hiel, había esperado el momento oportuno. Había crecido durante esos seis años. Y aunque no se hubiera puesto más fuerte, a pesar de que sus piernas inútiles no se hubieran curado, de que le hubiera salido barriga y ahora fuese un hombre feo y tullido, había conseguido lo único que contaba, lo que borraba de un plumazo la invalidez, las bromas de la naturaleza: se había convertido en el duque de Milán. Y hacía honor a su cargo. Había conocido a sus enemigos, los declarados y los más peligrosos que urdían conjuras contra él mientras le sonreían y le hablaban con voz aflautada. Había aprendido a desconfiar de todos y reprimir el resentimiento, fingiendo ser un joven juicioso, sumiso y obediente que aceptaba de buen grado las decisiones del Consejo de los Sabios y ponía en práctica los consejos de los políticos de la corte, cuales lecciones de vida. Mientras tanto, la desconfianza y la ira echaban raíces en su corazón negro, duro como la roca oscura de las montañas.
Mientras todos seguían tratándolo con condescendencia y paternalismo, subestimando su rabia, él había afilado las armas poco a poco durante esos seis años.
Además, la situación había cambiado: había conocido a la dama de compañía de Beatrice. Era mucho más hermosa que ella. Se llamaba Agnese del Maino. Tenía el cabello largo y rubio y los ojos azules como el cielo que ahora había cambiado de color y se había liberado de las últimas llamas de la aurora. ¿Cómo iba a renunciar a la criatura fogosa y apasionada que era Agnese? ¿Él, que cuando la miraba sentía hervir la sangre en las venas? Cuando comprendió que Agnese sabía ver más allá de las apariencias, que era ambiciosa y estaba dispuesta a formar parte de su vida para reinar con él algún día, le ofreció todo lo que poseía. Ella lo estrechó entre sus muslos firmes y fuertes y lo amó con locura. Y en las noches de sexo y frenesí, de placer y tormento, cuando la poseía y por fin se sentía un hombre, ella le hablaba al oído y le susurraba frases que, poco a poco, maduraron un plan ingenioso y perverso.
Y al final lo ejecutaron juntos.
Acusó a Beatrice de fornicar con un criado llamado Michele Orombelli. Ella negó y él la llamó perjura y adúltera. La culpó de mostrarse indiferente a la descendencia de su duque y la condenó sin vacilar. Mandó torturar a Orombelli y, tras un juicio farsa, los guardias lo descuartizaron delante de Beatrice. Después arrojó sus restos a los perros. Por último, ordenó que condujeran a Beatrice al castillo de Binasco a la espera de ser ejecutada.
Y allí estaban ahora.
Observó el horizonte. Después, miró con contrariedad la escalera y se decidió a afrontarla. Hizo un gran esfuerzo para agacharse a recoger los bastones. Escupió. Y se enfrentó al tormento de la bajada.
*
Cuando sacaron a Beatrice reinaba un silencio absoluto. No había ninguna multitud esperando, solo el patio vacío, salpicado de nieve sucia y barro. Sus soldados habían construido un tablado de madera pequeño que hacía las veces de patíbulo. El verdugo esperaba empuñando un hacha enorme. Francesco Bussone, conocido como el Carmagnola, capitán del ejército milanés, controlaba que todo procediera sin contratiempos.
Era alto, de largos cabellos castaños y bigote fino. Un hombre despiadado y fiel que estaba dispuesto a todo con tal de reconquistar las tierras que el ducado había perdido.
Filippo Maria vio a Beatrice igual que siempre: arrogante, incluso en el instante supremo de la muerte, con aquella mirada altanera, orgullosa, dura como el acero. Buscó sus ojos y sintió satisfacción al sostenerle la mirada. Sonrió. Ella no se dignó a dirigirle la palabra. No trató de forcejear, ni siquiera intentó protestar cuando los dos soldados que la sujetaban por los brazos la arrojaron a los pies del verdugo.
Este la aferró sin miramientos y le empujó la cabeza contra un barril. Después la sujetó a él con dos vueltas de cuerda. El sol hirió las nubes.
Los débiles rayos invernales difundieron una luz lechosa en el patio. Beatrice seguía mirando a su esposo, sin decir palabra, pero sin apartar sus ojos de los de él, es más, encadenándolos a los suyos.
El verdugo levantó el hacha gigantesca sobre su cabeza.
Ni siquiera le había concedido el honor de ser ejecutada con la espada. Filippo Maria había ordenado al verdugo que usara la hoja de un hacha, reservada a los cerdos y a las perras como ella.
El duque de Milán se agarró a sus bastones de fresno y los clavó en la tierra del patio. Observó la escena con voluptuosidad.
Había esperado tanto ese momento que ahora no tenía ninguna intención de perderse un solo instante de la ejecución.
El verdugo bajó el hacha y la hoja cortó el cuello de un golpe. Un chorro de sangre oscura estalló en una lluvia roja. La cabeza, separada del tronco, casi salió disparada; rodó sobre las tablas del patíbulo, cayó abajo y se detuvo entre la nieve sucia y el barro que cubrían el patio.
Filippo Maria se acercó a la cabeza cortada de Beatrice. Vio los ojos fuera de las órbitas y la lengua violácea entre los labios. Tiró al suelo uno de sus bastones y con la mano libre agarró por el pelo la cabeza sanguinolenta. Se dirigió a la pocilga dejando un rastro escarlata tras de sí.