Homenaje
Homenaje a Raúl García, el hombre orquesta, el creador de la agrupación sinfónica más importante de Colombia
Cometió la osadía de desafiar al establecimiento cultural para demostrar que democratizar la cultura no solo era posible, sino necesario. Por Emilio Sanmiguel.
El 28 de diciembre falleció en Bogotá Raúl García, líder absoluto en la creación de la que, hoy por hoy, es la primera agrupación sinfónica del país y una de las más relevantes de América Latina.
Su deceso fue la ocasión para que todos los medios recordaran al músico talentosísimo, nacido en Bogotá el 22 de marzo de 1939, que tuvo la idea de crear de la nada una orquesta que, con los años, se convirtió en un fenómeno de multitudes y, de unos años para acá, en un sistema orquestal que lleva la música clásica a todos los rincones de la capital de la república.
Como si las cosas hubieran sido tan sencillas.
Cuando la verdad es que la Filarmónica, antes que una orquesta, fue una audacia cultural, perseguida sin tregua durante décadas. Haber desafiado al sistema le iba costando, en 1985, su propia libertad cuando arbitrariamente se lo involucró con el escándalo del “matrimonio de la hija del alcalde”, ocurrido estando fuera del país.
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La Filarmónica, antes que una orquesta, fue una audacia cultural, perseguida sin tregua durante décadas
Egresado del Conservatorio de la Universidad Nacional, la pianista Teresa Gómez lo recordó para SEMANA en estos términos: “Conocí a Raúl muy joven, de 15 años, en el conservatorio; tocaba muy bien el clarinete, era reservado, cálido, muy receptivo. Es tanto lo que le tenemos que agradecer… Era generoso, me ayudó mucho en tiempos cuando mis hijos estaban pequeños, porque me dio oportunidades de trabajo. Como decía Hemingway, ‘No preguntéis por quién doblan las campanas’. Nos deja un vacío”.
Buen punto para iniciar este artículo. Porque tirios y troyanos, admiradores y adversarios, tuvieron que convenir en su momento, cuando se desempeñaba como primer clarinete de la Sinfónica de Colombia, que era un músico de primer orden. El disenso se dio en la manera como captó el pulso de los tiempos. Corrían los sesenta y los ecos del inconformismo se cernían amenazantes sobre el medio cultural; se manifestaba en la aparición de una nueva literatura, pintores y escultores rompían con las reglas académicas, y los grupos de teatro contestatario aparecían por todas partes para asombro de los espectadores. La música clásica no podía ser la excepción.
La Filarmónica de Bogotá no nació como una agresión a la Sinfónica y mucho menos a su director de la época, el estonio Olav Roots. Pero así fue interpretado ese gesto de rebeldía.
Nació porque Raúl García y quienes lo acompañaron en esa aventura –Jaime Guillén, Frank Preuss y Mario Posada, entre otros– creían firmemente en la necesidad de hacer de la música clásica algo más que un entretenimiento destinado a las élites que los viernes en la noche llenaban el Teatro Colón.
Pensaban, primero, que la música no podía ser ajena a los procesos sociales y culturales que experimentaba el mundo y, segundo, que se trataba de un bien cultural al cual no solo podrían sino deberían tener acceso todos los habitantes de Bogotá.
Paradójicamente, el primer concierto filarmónico ocurrió justo en el Teatro Colón, sede de la Sinfónica, pero, enseguida, 1966, hizo del Teatro Municipal Jorge Eliécer Gaitán su sede. Una sede inadecuada, dadas las lamentables condiciones acústicas del recinto con mayor capacidad de público de Bogotá.
Las cosas cambiaron radicalmente en 1973 cuando la Universidad Nacional inauguró su Auditorio León de Greiff, que, sin pretenderlo inicialmente, se convirtió en su sede eternamente provisional. El auditorio tenía las características acústicas ideales, una arquitectura moderna y atractiva, todas las facilidades espaciales posibles y una ubicación que metafóricamente respondía a los ideales democráticos de llevar la música a toda la ciudad.
Allá pudo Raúl García materializar el sueño de democratizar la música. La faena le tomó años. Pero, con la sagacidad que lo caracterizaba, sabía que contaba con la garantía de una base sólida de público joven de nivel cultural importante en los estudiantes de la Nacional. Por años y con paciencia, la orquesta se dio a la tarea de enseñarle al público los secretos fundamentales del arte musical y la manera más sencilla de abordarla y disfrutarla.
Por definición, la Filarmónica de Bogotá es una orquesta rebelde y contestataria, como corresponde a un fruto de los convulsionados sesenta
Seguro de sí mismo, consciente exactamente de lo que estaba haciendo dentro de un proceso cultural, con la garantía que significaba la condición de entidad cultural del orden descentralizado del Distrito Especial de Bogotá y, por qué no decirlo, con el respaldo de un ala del espectro político de la época, cuando artísticamente se dieron las condiciones, se dio el gran salto a finales de la década del setenta cuando la planta orquestal se vio reforzada con la llegada de músicos de primera línea de países del este de Europa.
García midió la temperatura musical de Bogotá cuando ofreció al público el ciclo de las sinfonías de Johannes Brahms. La respuesta del público, pese al vacío de la gran prensa, que venía desde la fundación, fue multitudinaria, las colas para ingresar al auditorio fueron de cuadras y los espectadores terminaban ocupando hasta el último rincón de las escaleras del León.
Así se fueron sucediendo las sinfonías de Tchaikovski, Schumann, Beethoven, casi todas las de Mahler. Cuando se tocaron las de Shostakovich, la prensa denunció a la Filarmónica y a su director por haberse convertido en un foco del comunismo soviético. Al público el asunto le importó poco o nada una denuncia tan absurda y arbitraria, porque, sin que esa fuera la intención inicial, la Filarmónica se convirtió, de hecho, en la primera orquesta del país.
Cuando el episodio del “matrimonio de la hija del alcalde”, la prensa, ahora sí, hizo de la orquesta y de su fundador tema central de sus titulares. Con hábiles artimañas consiguieron ligarlo al proceso hasta conseguir su renuncia.
Sus sucesores en la dirección de la orquesta se dieron al empeño, sin éxito, de borrar su memoria de los anales filarmónicos. Una directora hasta ordenó desaparecer todos los registros fotográficos del fundador. Otra se empeñó en hacer de ella una mala copia de la antigua Sinfónica de Colombia.
Vana empresa, porque lo importante de la Filarmónica es que se erigió sobre una base tan sólida como una sinfonía de Mozart o Beethoven.
En los últimos años, bajo la dirección de David García, hijo de Raúl, que llegó al cargo por méritos propios, la Filarmónica se convirtió en un sistema orquestal que llega absolutamente a todos los barrios de Bogotá. El siguiente paso es lograr que, luego de 55 años de vida, por fin la primera orquesta del país tenga una sede permanente. Si Bogotá tiene en su patrimonio cultural a la Orquesta Filarmónica, se debe a la entereza de Raúl García.