CINE
Toy Story 4: un gozo que trae su desgaste
Aunque esta película mantiene la dinámica narrativa y los logros visuales de la serie, también demuestra la crisis que conlleva el exceso de secuelas.
País: Estados Unidos
Año: 2019
Director: Josh Cooley
Guion: Andrew Stanton y Stephany Folsom
Actores (voces en la versión en inglés): Tom Hanks, Tim Allen, Annie Potts
Duración: 100 min
Calificación: 3 estrellas
Repasando los resultados de taquilla mundiales, uno puede soñar con que los veranos de secuelas se terminarán en un futuro próximo. A la nueva X-Men le fue regular, a la nueva Men in Black le fue mal, y esta entrega, supuestamente final de la saga de muñecos que cobran vida cuando los humanos no los miran, sumó un recaudo inesperadamente bajo en su primera semana (ganó 118 millones de dólares, y el estudio había pronosticado 140).
Y aunque acá está, como en todas sus películas, la cuidada ingeniería narrativa de Pixar, que intercala diestramente una variedad de emociones que van de la tristeza a la exaltación, y de la ternura a la risa, hay algo que no funciona. No tanto por el filme en sí como por su situación en la saga de la que hace parte.
Porque, hay que decirlo, se trata de una franquicia extraordinaria. La película original, estrenada en 1995, fue el primer largometraje animado en computador y se convirtió en un éxito mundial más allá de la novedad técnica. También marcó por contar una historia cuya bandera era un humanismo esperanzado –así sus personajes fueran muñecos– que subrayaba la importancia de la amistad y el sacrificio, ideas que se mantuvieron en todas las partes y que, en esta, aparecen debilitadas.
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Estas ideas resultaban especialmente notables por ir a contracorriente de una filosofía de vida que se proyecta con frecuencia en la mayoría de películas de Hollywood, y que, en su celebración de una libertad etérea, termina por reforzar el individualismo y por hacer imposible la idea de la comunidad.
La historia en esta cinta comienza donde terminó Toy Story 3: la pandilla de juguetes sigue junta, ahora en manos de Bonnie, una niña tímida de ojos muy grandes, que los cuida y que está a punto de comenzar a ir al jardín infantil.
Tras su primer día allí, Bonnie regresa con Sporky, un juguete improvisado con un cubierto de plástico mitad cuchara y mitad tenedor, ojos saltarines y un alambre como brazo. Y cuando se hace muñeco, cobra vida sin poder entender qué pasó, con el choque que implica recibir el peso de una conciencia sin estar preparado. Eventualmente, Bonnie y sus padres se van de viaje, Sporky intenta huir y los demás van a buscarlo.
La tensión que existe para los juguetes entre las relaciones horizontales, de amistad y solidaridad, con sus colegas y las verticales, de entrega y sacrificio, con sus propietarios siguen siendo centrales, y acá terminan arrasadas por el terremoto individualista que caracteriza nuestro presente.
Hay un par de chistes muy buenos, y el reconocimiento, oscuramente cómico, de que hay algo perturbador en la premisa de estos muñecos que cobran vida cuando los humanos no están viendo. Pero, a pesar de la pericia técnica y narrativa, esta cuarta entrega se siente no solo como una coda innecesaria a una trilogía que ya se había cerrado, sino como algo más triste aún: una negación de las ideas de amistad, heroísmo y sacrificio con las que se construyó la franquicia.
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CARTELERA
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