Literatura
“Rosario Tijeras sigue más vigente que nunca”: el escritor Jorge Franco cuenta en SEMANA cómo se ha transformado su novela más conocida
El escritor regresa al ruedo editorial con ‘El vacío en el que flotas’, una historia que da cuenta de que Colombia ha sido un país de víctimas. SEMANA conversó con el autor invitado al Hay Festival, cuya novela cardinal, Rosario Tijeras, cumple 25 años.
Jorge franco es uno de los grandes invitados a la edición de 2024 del Hay Festival, en el que presentará su más reciente trabajo, El vacío en el que flotas (Alfaguara), una novela que demuestra que Colombia ha sido siempre un país de víctimas. SEMANA conversó con el autor antioqueño, radicado desde hace varios años en Washington, antes de su arribo al importante certamen literario, que se inicia en Cartagena este 25 de enero.
SEMANA: En esta edición del Hay Festival tendrá varios espacios con sus lectores. ¿Qué tanto disfruta de esos encuentros?
Jorge Franco: Para mí siempre ha sido de suma importancia tener contacto con los lectores. Escribir es un trabajo solitario y visceral, y el momento de la verdad es cuando el libro llega a manos de un lector. Y a los lectores muchas veces les interesa saber cómo se cocinan las historias, cómo es un escritor en su cotidianidad y a veces ellos hacen visiones interesantes de los libros que uno como autor nunca hubiera imaginado. Incluso, la lectura cambia dependiendo del lugar donde esté el lector. No es lo mismo el que te lee en Antioquia, por ejemplo, al que te lee en otro país del mundo.
SEMANA: Entre su libro anterior y este pasaron cinco años. Fue un largo silencio editorial.
J.F.: Yo escribo más bien lento, siempre pasan varios años entre mis publicaciones. Y esta vez me demoré un poco más, en parte por la pandemia. Porque mientras para muchos el encierro representó un tiempo de autodisciplina y de concentración en el trabajo, en mí tuvo un efecto distinto, debido a la incertidumbre de esa enfermedad de la que no sabíamos nada. Eso me frenó, me desconcertó, me desesperanzó incluso. Estaba muerto de miedo. Yo pasé la pandemia entre Bogotá y Washington, a donde me mudé porque justo por esos días mi hija, que es una bailarina de ballet muy talentosa, fue becada en una academia muy prestigiosa de Estados Unidos. Entonces vivimos juntos ese periodo en el que el mundo se hizo tan difícil.
SEMANA: El detonante de esta nueva novela fue presenciar la demolición del edificio Mónaco, de Pablo Escobar. ¿Por qué lo impactó tanto?
J.F.: Sí, eso me marcó. Durante años me pregunté por qué se hacían esos narcotours y se visitaban lugares como ese, como si nos sintiéramos orgullosos. Por qué no cambiábamos la narrativa más bien hacia las víctimas que ha dejado la violencia del narcotráfico y sentía que la desaparición de ese edificio era un paso adelante en ese cambio como sociedad. Yo me había aproximado al tema en mi anterior novela, El cielo a tiros, en la que evidenciaba que si bien Medellín intentaba dejar atrás ese pasado, aún había manifestaciones en las que se veneraba la violencia y la cultura del narco. Y yo sentía que en realidad los protagonistas de las historias debían ser las víctimas, miles de ellas anónimas, que se vieron afectadas por el narcoterrorismo en Medellín.
SEMANA: Justamente, esta novela arranca con un atentado terrorista en un centro comercial en el que un niño desaparece...
J.F.: Quise tejer las historias de cuatro personas a partir de ese hecho, mostrar cómo el terrorismo les cambió la vida en un segundo. Todos experimentando cosas diferentes, pero con la necesidad de seguir pedaleando en la vida a pesar del dolor que llevan por dentro, lidiando con muchos sentimientos encontrados, con la rabia y con la frustración.
SEMANA: ¿De qué se alimentó para recrear estas historias?
J.F.: Todos en Medellín tuvimos pérdidas de amigos y familiares, o conocimos a personas que perdieron partes del cuerpo después de una explosión o sus negocios. Y llegó un momento en el que incluso lo normalizamos en la ciudad. Y en esta novela, en particular, quise ir más allá y plantear lo que representa la desaparición de un hijo. Como padre, he creído que ese puede ser el mayor dolor que un padre puede vivir, incluso por encima de la muerte. Porque es vivir siempre en una incertidumbre dolorosa. Traté de meterme en la piel de padres que han pasado por ese dolor inimaginable, que manifiestan que incluso prefieren saber que su hijo está muerto porque al menos así pueden elaborar mejor el dolor.
SEMANA: Después de un éxito como Rosario Tijeras, ¿se sintió presionado a seguir explorando el tema del narcotráfico?
J.F.: Sucedió que después de la acogida tan inesperada que tuvo Rosario Tijeras, muchos lectores se imaginaban que yo iba a seguir por esa misma línea del narcotráfico. Pero en realidad ha sido un tema que solo he tocado en Rosario Tijeras y El cielo a tiros. En otras novelas lo menciono porque hablo de un Medellín reciente en donde, nos guste o no, hay que tocar ese tema.
SEMANA: Justamente, han pasado 25 años desde la publicación de Rosario Tijeras. Con la distancia del tiempo, ¿cómo ve hoy esa novela?
J.F.: Es una historia con la que tengo inmensa gratitud. Me cambió la vida como escritor, como persona, me ayudó a salir del anonimato, que me permitió conocer muchos países. Ha tenido una adaptación a otras artes: una canción, obras de teatro, novelas, cine. Se sigue publicando y leyendo. Es asombroso cómo, en el caso mexicano, la serie de televisión va para una cuarta temporada, con un personaje que ya nada tiene que ver con la historia original. Rosario Tijeras ya tiene una hija adolescente, que está siguiendo los pasos de su mamá. Como escritor, no la he releído, pero a veces, cuando me toca leer fragmentos con los lectores en algunos eventos, siento que le podría hacer algunos ajustes ahora que soy un escritor más maduro y sólido del que fui a finales de los años noventa, cuando publiqué la novela. Pero me alegra que 25 años después Rosario Tijeras siga siendo un referente literario, y que siga siendo leída por los jóvenes en colegios y universidades, en parte porque, y esto lo digo con tristeza, sigue siendo una historia vigente en los países latinoamericanos, sigue siendo más vigente que nunca.
SEMANA: Justamente, existe una vieja discusión en el sentido de que los colombianos deberíamos dejar de narrar la violencia. ¿Cuál es su postura frente a eso?
J.F.: Siempre he defendido el derecho que tiene cada país, cada cultura, de contarse a sí misma. Desde que la literatura existe, lo que ha hecho es contar la violencia. Eso que nos mantiene estancados como condición humana. La literatura siempre ha contado las guerras y las fisuras que eso ha generado en los seres humanos. Entonces, si uno de los pasajes más oscuros de Colombia tiene que ver con el narcotráfico y su violencia, y lo sigue siendo, tenemos todo el derecho del mundo a seguir contando esta problemática. Desde el siglo pasado lo hemos hecho con la violencia política, de la que surgieron grandes novelas. Y hay que tener en cuenta que tenemos muchos tipos de violencia, la del narcotráfico, pero también la de las guerrillas y el paramilitarismo. Entonces, ¿por qué tendríamos que dejar de contarnos como sociedad y como país y todo lo que nos aflige? Entonces sí defiendo la idea de que estamos llamados a seguirlo narrando. Obviamente con tacto y sensibilidad, evitando caer en la apología y tratar de mostrar la fotografía de lo que ocurre.
SEMANA: Medellín, directa o indirectamente, ha sido protagonista de muchos de sus libros. ¿Cómo es su relación hoy con su ciudad natal?
J.F.: Es una relación de odios y amores. Queremos las ciudades en las que nacimos y nos criamos porque a ellas les debemos todo lo importante que aprendimos sobre la vida. Pero también nos generan sentimientos encontrados. En mi caso, hay muchas cosas que me dan rabia de Medellín: en el ADN del paisa están el amor por la tierra y el trabajo, lo solidario, el apego a la familia, pero también siguen muy arraigados la cultura mafiosa, la ley del más vivo, la búsqueda de atajos para conseguir lo que queremos, donde se pierde mucho el respeto por los demás. Es una cultura que además le rinde mucha pleitesía al ruido. Y, sobre todo, ese interés sin límites por el dinero. Tener ciertas ambiciones y afán de progreso están bien, claro, pero estamos en una cultura que lleva ese deseo más allá de los límites y principios.