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Un avance de ‘A fuego lento’ de Paula Hawkins
Llega a Colombia la nueva novela de la autora de ‘La chica del tren’, el thriller internacional más vendido de los últimos diez años. Compartimos el frenético tercer capítulo de la obra.
—¿Necesita sentarse, señora Myerson? Así, muy bien. Limítese a respirar. ¿Quiere que llamemos a alguien?
Carla se sentó en el sofá y, doblándose por la cintura, pegó la frente a las rodillas. Se dio cuenta de que estaba gimoteando como un perro.
—Theo —consiguió decir—. Llamen a Theo, por favor. Mi marido. Exmarido. Su número está en mi móvil.
—Levantó la mirada y echó un vistazo alrededor del salón en busca del aparato—. No sé dónde está, no sé dónde lo he...
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—Lo tiene en la mano, señora Myerson —la avisó la detective en tono amable—. Tiene el móvil en la mano. Carla bajó la mirada y comprobó que, efectivamente, estaba agarrando con fuerza el aparato con su trémula mano. Negó con la cabeza y se lo dio a la mujer policía.
—Estoy volviéndome loca —dijo.
La mujer esbozó una leve sonrisa con los labios apretados y, tras colocar momentáneamente una mano sobre el hombro de Carla, salió fuera con el móvil para hacer la llamada.
El otro policía, el detective inspector Barker, se aclaró la garganta.
—Tengo entendido que la madre de Daniel ya ha fallecido, ¿es así?
Carla asintió.
—Murió hace seis..., no, hace ocho semanas —respondió, y vio cómo las cejas del inspector se alzaban hasta el punto en el que antaño le nacía el cabello—. Mi hermana se cayó —prosiguió Carla—. En casa. No fue... Se trató de un accidente.
—¿Y tiene usted los datos de contacto del padre? Carla negó con la cabeza.
—Me temo que no. Vive en Estados Unidos desde hace mucho. Nunca ha estado involucrado en la vida de Daniel. Eran solo... —Se le quebró la voz. Respiró hondo y exhaló despacio—. Eran solo Angela y Daniel. Y yo.
Barker asintió y permaneció en silencio frente a la chimenea a la espera de que Carla se recompusiera.
—Hace poco que vive aquí, ¿verdad? —preguntó tras lo que Carla supuso que él consideraba una pausa respetuosa. Ella levantó la mirada hacia él, desconcertada. El inspector señaló con un largo dedo índice las cajas que había en el suelo del comedor y los cuadros apoyados contra la pared.
Carla se sonó la nariz ruidosamente.
—Hace seis años que quiero colgar esos cuadros. Algún día conseguiré comprar los clavos para hacerlo. En las cajas hay cosas de casa de mi hermana. Cartas, foto- grafías, ya sabe... Cosas que no quiero tirar.
Barker asintió. Se cruzó de brazos, cambió el peso de una pierna a la otra y estaba abriendo la boca para decir algo cuando el estruendo de la puerta de entrada lo interrumpió. Carla se sobresaltó. La detective Chalmers entró en el salón inclinando la cabeza en señal de disculpa.
—El señor Myerson está de camino. Ha dicho que no tardará.
—Vive a cinco minutos de aquí —explicó Carla—. En Noel Road. ¿Conocen la calle? Joe Orton vivió ahí en los sesenta. El dramaturgo, ¿saben? Fue donde lo asesinaron, creo que apaleado. ¿O fue apuñalado? —Los inspectores se quedaron pasmados mirando a la mujer—. Ya, no es... relevante —dijo Carla. Durante un horrible momento pensó que iba a echarse a reír. ¿Por qué habría contado eso? ¿Por qué se había puesto a hablar de Joe Orton y apaleamientos? Sin duda estaba volviéndose loca. Los inspectores no parecían darse cuenta o no les importaba. Puede que todo el mundo se comportara como un lunático cuando recibía la noticia de que un miembro de su familia había sido asesinado.
—¿Cuándo vio por última vez a su sobrino, señora Myerson? —le preguntó Barker.
Carla se quedó con la mente en blanco un instante.
—Yo... ¡Uf! Lo vi... en casa de Angela. En casa de mi
hermana. No está lejos, a unos veinte minutos a pie, al otro lado del canal, en Hayward’s Place. Las últimas se- manas he ido por ahí, para recoger sus pertenencias, y Daniel vino un día a buscar algunas de sus cosas. Hacía siglos que no vivía en esa casa, pero todavía guardaba algunas cosas en su antiguo dormitorio. Cuadernos de bocetos, casi todo. Era un artista con mucho talento. Dibujaba cómics, ¿saben? Novelas gráficas. —Se encogió de hombros de manera involuntaria—. Eso fue hace... ¿una semana?, ¿dos? Dios mío, soy incapaz de recordar- lo, tengo la cabeza embotada, yo... —Hundió los dedos en su corto pelo y se rascó el cuero cabelludo.
—Es completamente normal, señora Myerson —la tranquilizó Chalmers—. Ya repasaremos los detalles más tarde.
—Y ¿cuánto hacía que vivía Daniel en el canal? —le preguntó Barker—. ¿Sabe desde cuándo...?
La aldaba sonó con fuerza y Carla volvió a sobresaltarse.
—Theo —murmuró, ya de pie—. Gracias a Dios. Chalmers se adelantó para abrir la puerta e hizo entrar a Theo, que tenía el rostro enrojecido y sudado.
—Por el amor de Dios, Cee —dijo, atrayéndola hacia sí y abrazándola con fuerza—. ¿Qué diantre ha pasado?
Los policías volvieron a relatar lo ocurrido: el sobrino de Carla, Daniel Sutherland, había sido hallado muerto esa
misma mañana en una barcaza amarrada en el Regent’s Canal, cerca de De Beauvoir Road. Lo habían apuña- lado múltiples veces. Probablemente había muerto entre veinticuatro y treinta y seis horas antes de que lo encontraran. Lo determinarían con más certeza a su debido tiempo. Luego hicieron algunas preguntas más sobre el trabajo y los amigos de Daniel: ¿sabían ellos dos si tenía problemas de dinero?, ¿si tomaba drogas?
No lo sabían.
—¿No tenían una relación estrecha? —quiso saber Chalmers.
—Apenas lo conocía —respondió Theo. Estaba sentado junto a Carla y se frotaba la parte superior de la cabeza con el dedo índice, tal y como solía hacer cuando estaba inquieto por algo.
—¿Señora Myerson?
—No demasiado, la verdad. No... mucho. Lo cierto es que mi hermana y yo nos veíamos poco...
—¿A pesar de que vivía justo al otro lado del canal?
—intervino Chalmers.
—No. —Carla negó con la cabeza—. Yo... hacía mu- cho tiempo que no trataba con Daniel. En realidad, des- de que era niño. Como ya les he contado, volví a verle cuando mi hermana murió. Había pasado una temporada en el extranjero. En España, creo.
—¿Y cuándo se trasladó a la barcaza? —preguntó Barker.
Carla apretó los labios y negó con la cabeza.
—La verdad, no lo sé —dijo.
—No teníamos ni idea de que estaba viviendo ahí
—añadió Theo.
Barker lo miró inquisitivamente.
—La barcaza estaba muy cerca de su casa. Vive usted en Noel Road, ¿verdad? ¿Eso no está a un par de kilómetros del lugar en el que estaba amarrada?
Theo se encogió de hombros y se frotó la frente con más insistencia, enrojeciéndose la piel a la altura del nacimiento del pelo. Parecía que hubiera estado tomando el sol.
—Puede, pero no tenía ni idea de que Daniel estaba viviendo ahí.
Los inspectores intercambiaron una mirada.
—¿Señora Myerson? —Barker la miró. Carla negó con la cabeza.
—Ni idea —respondió en voz baja.
Entonces los inspectores se quedaron en silencio durante un largo rato. Debían de estar esperando a que dijera algo más, supuso Carla, a que ella o Theo hablaran.
Finalmente lo hizo él.
—Han dicho... veinticuatro horas, ¿no? ¿De veinticuatro a treinta y seis horas?
Chalmers asintió.
—Estimamos que murió en algún momento entre las ocho de la tarde del viernes y las ocho de la mañana del sábado.
—¡Oh! —Theo volvió a frotarse la frente al tiempo que echaba un vistazo por la ventana.
—¿Ha recordado algo, señor Myerson?
—Vi a una chica —respondió Theo—. El sábado por la mañana. Debía de ser pronto, ¿tal vez las seis? Iba por el camino de sirga y pasó por delante de mi casa. Yo estaba de pie en mi estudio y la vi. La recuerdo porque tenía sangre. En la cara. Y en la ropa, creo. No estaba empapa- da ni nada de eso, pero... estaba ahí.
Carla se lo quedó mirando con la boca abierta, sin dar crédito.
—¿Qué estás diciendo? ¿Por qué no me lo contaste?
—Tú dormías —le respondió Theo—. Me levanté para hacer café y fui un momento a mi estudio a por ci- garrillos. La vi por la ventana. Iba por el camino de sirga. Cojeando. O quizá haciendo eses. Pensé que estaba borracha. Yo... no le di demasiada importancia, la verdad. A fin de cuentas, Londres está lleno de gente rara y borracha, ¿no? A esas horas suelen verse personas de regreso a casa...
—¿Ensangrentadas? —preguntó Barker.
—Bueno, eso quizá no. Tal vez sin sangre. Esa es la razón por la que la recuerdo. Pensé que se habría caído o que se habría metido en alguna pelea. Yo...
—Pero ¿por qué no dijiste nada? —insistió Carla.
—Estabas dormida, Cee. No creí que...
—¿La señora Myerson estaba durmiendo en su casa?
—preguntó Chalmers con el ceño fruncido, interrumpiéndolo—. ¿Es así? ¿Pasó usted la noche en casa del señor Myerson?
Carla asintió lentamente. En su rostro era perceptible una expresión de absoluto desconcierto.
—El viernes cenamos juntos y me quedé a dormir...
—Aunque estamos separados, todavía tenemos relación y, a veces...
—Eso no es relevante, Theo —lo cortó Carla con brusquedad, provocando que Theo se encogiera. Luego ella se llevó un pañuelo de papel a la nariz—. Lo siento. Lo siento. Pero eso no es importante, ¿no?
—Nunca sabemos qué es lo que va a terminar siendo importante —dijo Barker en un tono enigmático, y comenzó a dirigirse hacia el vestíbulo. Una vez ahí les tendió a ambos sendas tarjetas de visita y le dijo a Theo algo sobre una identificación formal, sobre el agente de en- lace familiar y le pidió que se mantuviera en contacto. Él asintió, se guardó la tarjeta de visita en el bolsillo y le estrechó la mano al inspector.
—¿Cómo se han enterado? —soltó Carla de repente—. Es decir, ¿quién les ha informado del...? ¿Quién lo ha encontrado?
Chalmers se volvió hacia su jefe y luego otra vez hacia Carla.
—Lo encontró una mujer —contestó.
—¿Una mujer? —quiso saber Theo—. ¿Su novia?
¿Era joven? ¿Delgada? Puede que fuera la chica que vi, la de la sangre. Quizá ella...
Chalmers negó con la cabeza.
—Se trata de una mujer que vive en otra de esas bar- cazas estrechas del canal. De mediana edad, diría. Se dio cuenta de que la de Daniel hacía días que no se movía y fue a ver cómo estaba.
—Entonces ¿no vio nada? —preguntó Theo.
—Lo cierto es que ha sido de mucha ayuda —respondió Barker—. Se trata de una mujer muy observadora.
—Bien. —Theo se frotó de nuevo la parte superior de la cabeza—. Muy bien.
—Lewis, se llama —añadió Barker—. La señora Lewis.
—Señorita —lo corrigió Chalmers.
—Eso es. La señorita Miriam Lewis —dijo él. Carla reparó en que el rostro de Theo palidecía de golpe.