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Lea aquí un adelanto de ‘El legado de la bruja’, el nuevo libro de Mario Villalobos

SEMANA reproduce el aparte ‘Ocho mil razones para cuidarlo’ de la obra del periodista colombiano, un relato que le tomó veinte años de crónicas periodísticas y visitas a La Bruja.

5 de mayo de 2025, 4:42 p. m.
Libro 'El legado de la bruja', de Mario Villalobos.
Libro 'El legado de la bruja', de Mario Villalobos. | Foto: Cortesía

—Aprovechemos la conmemoración de la partida del jefe para vernos; ya me avisaron que habrá una ceremonia linda y me gustaría que estuvieras ahí para recordar esa época bonita. ¡Nojoda, si dimos lora! Por desgracia nos perdimos del mejor presidente que hubiera tenido este país —le dijo Cayetano del Güercio a Sofía, su hermana, durante una videollamada.

—Allá nos vemos, sin falta; aunque ya no esté, la vida de ese hombre la voy a celebrar hasta el último de mis días —dijo Sofía, con una nostalgia que florecía en su rostro.

Cayetano se ganó el afecto de miles de personas por la vía más rápida: diciendo y haciendo; entendió que la política no era más que un instrumento para que la gente viviera mejor, lejos de las amenazas, en una región que, como Santander, vivía convulsa por tantos señores de la guerra.

Con una devoción sin par, recorría veredas y caminos, pueblos y ciudades llevando un mensaje de esperanza, de empoderamiento ciudadano, inyectándole a cada campesino el virus incurable de la defensa de sus derechos y el amor por el servicio al prójimo.

El tiempo permitió que recogiera los frutos de ese trabajo arduo en el que a punta de una testarudez a toda prueba lograba lo que quería; su ascendencia en la comunidad lo convirtió no solo en un líder destacado, que llegó incluso a ser presidente del Concejo, sino que con el correr de los años se transformó en el alfil de ese hombre a quien se refería Sofía y que para ella y muchos de sus paisanos partió la historia política de Colombia en dos.

Sofía y su hermano, Cayetano, conocieron a ese caudillo compartiendo juegos callejeros porque no solo eran de la misma generación, sino vecinos, y se convirtieron con el correr de las décadas en amigos cercanos y copartidarios.

Para esa época, luego de una carrera fulgurante que lo llevó a las máximas dignidades del Estado, el antiguo vecino de Sofía ya era reconocido como la gran promesa de la política nacional, aquella que sería capaz de zarandear las viejas mañas de los caciques y manzanillos para convertir al ciudadano de a pie en feliz dueño del destino del país.

Con un discurso esperanzador penetró en el alma de miles de obreros, de gente pobre, marginada y a la vez cansada de promesas de los mismos de siempre y que encontraron en él un hombre como ellos: con los pies llenos de barro, pero con las manos limpias.

Al menos así lo percibía Cayetano, quien, con un empeño admirable, convirtió nuestra región en el fortín político de esa estrella ascendiente; y Sofía, tan pendiente de las actividades de su hermano, terminó por desarrollar por él una admiración que limitaba con el amor desmedido, pues, según decía, encarnaba todo lo que un líder debía tener.

En ese entonces, mi esposo viajaba mucho a Venezuela a traer mercancía, de manera que yo frecuentaba la casa de mi suegra y con el tiempo me vi metida en las campañas políticas de ese hombre admirable.

Jovial, auténtico, cálido, gran padre y esposo, devoto a morir, de buenas maneras y con una cercanía tan estrecha con la gente que muchos veían en él una verdadera esperanza para salvar el país de las garras de los corruptos y los violentos que convirtieron el erario en su botín favorito.

Mi suegra, Cayetano y yo nos enamoramos no solo de su pensamiento político sino de su don de gentes. Era la misma persona cuando se sentaba a manteles con el presidente de la época y con los senadores, que cuando visitaba nuestra comarca y se comía un tamal de esos que yo madrugaba a preparar y vender con Sofía para financiar sus campañas.

Era puro talante y talento, solía decir Cayetano, su fiel lugarteniente, quien lo mantenía detalladamente informado de lo que pasaba en una zona del país que, tristemente, se convirtió en el teatro del terror por culpa de los violentos.

La inminencia de las elecciones de turno exacerbaba ese amor de Sofía por su caudillo, al punto que no disimulaba su cariño y admiración en los programas de radio y televisión local en los que leía el tarot y ofrecía servicios esotéricos.

Yo, obnubilada, creía a pie juntillas que ese hombre, más que un político sería el redentor de un país desangrado a costa del enfrentamiento fratricida y a muerte entre la guerrilla, los paramilitares y los narcos, un conflicto en el que los de a pie como nosotros vivíamos con el alma en vilo.

—Recuerdo con claridad que yo le decía a Cayetano que si nuestro líder político precisara de mi ayuda espiritual no dudaría en ponerme a disposición; pero en el fondo sabía que no sería necesario, no solo porque él, un hombre de fe y devoto no lo permitiría, sino, especialmente, porque sentíamos que nadie detendría su camino hacia la presidencia —acotó Sofía.

Con el correr de los años, ese amigo y líder estaba escalando uno de los últimos peldaños hacia ese sueño dorado de ser presidente de la república; para entonces ya había sido inclusive hasta arquitecto de la nueva constitución del país, inspirado en esa vocación auténtica de servicio al prójimo en que se convirtió su vida pública y privada.

Pero los nubarrones de la desgracia se interpusieron y un episodio puso en jaque su sueño; para entonces era ministro de un gobierno acusado de presuntamente financiar su campaña electoral con dineros provenientes del narcotráfico. El escándalo creció como espuma y nuestro líder se enfrentó con fiereza a esa camisa de once varas que tenía maniatado al presidente: una cosa era lidiar y batallar con politiqueros para vencerlos en franca lid con astucia y valores, y otra este lío del tamaño de un elefante.

—Puse, pongo y pondré mis manos al fuego por ese hombre sinigual; siempre tuve clarísimo que jamás estuvo contaminado con ese tipo de dineros, en especial porque su carisma y su vida fueron ejemplo de decencia; pero, ajá, tú sabes que los caminos de Dios son impredecibles, y lo sometió a una prueba que lo puso al límite de su aguante —comentó mi suegra, mientras apuraba una cerveza para aplacar la sed.

Y la verdad es que juntas fuimos testigos de cómo ese episodio, que mantuvo en tela de juicio la gobernabilidad del mandatario al punto de que le exigieron su renuncia, puso en calzas prietas a nuestro hombre que jamás agachó la cabeza porque su mirada estaba fija en un norte absoluto que solo él con su grandeza distinguía en medio de las tinieblas.

Probo como pocos, tenía además una virtud tan escasa como valiosa: la lealtad; Cayetano, Sofía y todos quienes hicieron parte de sus bases políticas tenían claro que su líder no se había untado las manos, pero no podían asegurar lo mismo de su jefe, el presidente.

Por eso, cuando se apersonó de la situación, cuando con una gallardía a toda prueba lo defendió a capa y espada, dio una cátedra de decencia porque entendió, con esa convicción de quienes están hechos de una sola pieza, que lo que estaba en juego era la democracia; los presidentes vienen y van, pero la estabilidad del país no.

Incluso cuando algunos de sus colaboradores más cercanos le insinuaban la posibilidad de abandonar el barco ante la contundencia de las pruebas que demostraban que sí habría dineros calientes en la campaña, levantaba el dedo índice con una severidad única para descartar de plano cualquier flaqueza.

El episodio se convirtió en una papa caliente que hacía tambalear el Gobierno, pero capoteó el vendaval con maestría; sin embargo, Cayetano tenía claro que era cuestión de tiempo para que fustigaran a su jefe político.

Por eso, en diversas ocasiones, especialmente en los momentos más álgidos del proceso judicial, le pidió a Sofía que interviniera a favor de su caudillo, porque, según decía en ese momento, el palo no estaba para cucharas.

—Jamás te lo conté, Rochi, y Cayetano bien lo sabe: Ni el jefe, ni su familia ni sus asesores jamás se acercaron a pedirme ayuda esotérica, pero nosotros decidimos hacer cosas por nuestra cuenta para protegerlo; eso sí, sin dañar a nadie, porque la meta era cuidarlo—reveló Sofía con tono de misterio.

Por esa época, mi suegra era la bruja de cabecera de tantos y tantos malandrines que me era casi imposible aceptar esa confesión de que había ayudado al hombre que admiraba sin necesidad de algún ritual oscuro.

—¿Cómo así, Sofi? ¿Y entonces qué hiciste? —pregunté intrigada.

—Mija linda, Nicanor Ochoa, el espíritu que toma mi materia para hacer sanación y protección, me hizo saber que había una obligación moral de estar pendiente de él porque había sombras que se cernían sobre su vida; por eso, la mayoría de las veces, inclusive sin necesidad de que Cayetano me insistiera, hice de todo para proteger al jefe —explicó con un suspiro nostálgico.

Esa revelación me dejó boquiabierta porque en aquellos días el amor por el dinero gobernaba su vida y no había espacio para favores si no había plata de por medio; si Sofía se movía primero tenía que palpar los fajos de billetes, de manera que oírla decir que hizo algo por puro y físico cariño era más que desconcertante.

Por eso, cuando regresamos al hotel y ella se retiraba a dormir, me colé a su habitación para rogarle que me contara porque, de otra forma, estaría en vela toda la noche; como respuesta recibí una carcajada y un relato que se interrumpió con varios cafés cargados, hasta que el sol nos acarició a la madrugada siguiente.

No fue una sola vez, fue toda una estrategia que yo desarrollé para protegerlo porque sentía que era mi deber, porque me nacía desde el fondo de mi corazón; aunque no lo crean, las brujitas, incluso la malvada que era yo en esa época, tenemos nuestros afectos- explicó con detalle mientras contaba todas las minuciosas del proceso.

La primera vez fue cuando comenzó todo ese escándalo de la supuesta plata de los narcos; la espuma creció tanto como los ánimos caldeados y cuando el abogado del presidente sobrevivió milagrosamente a un atentado, en septiembre de 1995, Cayetano, muerto del susto, me pidió que intercediera ante Nicanor y protegiera al jefe porque era cuestión de tiempo para que intentaran algo en su contra.

Me negué en principio porque sabía que él, un católico de raca mandaca, no estaría de acuerdo, pero mi hermano, totalmente abatido por lo que se veía venir, me dijo que nadie tenía por qué enterarse y que lo cuidara a costa de lo que fuera.

Esa tarde, invoqué a Nicanor con todas mis fuerzas para pedirle claridad sobre lo que estaba pasando con nuestro hombre y en una visión angustiosa lo distinguí caminando bajo la lluvia con un nubarrón enorme encima que amenazaba con aplastarlo de tal forma que tambaleaba al avanzar; llevaba un cirio verde encendido que estaba punto de apagarse, pero que protegía con su mano izquierda haciendo un esfuerzo sobrehumano.

Interpreté esa ensoñación casi como una orden tácita para protegerlo; a sabiendas de su gran fe entendí que, aun teniendo mis recursos oscuros no sería cosa de Dios cuidarlo de esa forma, de modo que recurrí a un ritual con los espíritus de luz alta que me son benéficos.

Se trata de un conjuro de protección física y espiritual no solo para que escapara de cualquier riesgo corporal como un atentado, sino para que su fe no se resquebrajara en medio de la tormenta que enfrentaba con abnegación y que apenas comenzaba.

Tomé albahaca morada, un manojo de salvia y otro de romero; agua de colonia 70, agua de Florida, un trozo de alcanfor, un cuarto de botella de ron blanco y una vela grande de color blanco.

Puse las yerbas en una palangana y las maceré con mis manos, agregué poco a poco los dos líquidos mientras batía rápidamente con la mano derecha y comencé la primera parte de mi rezo, dedicado a proteger su integridad física e impedir que se doblegara.

En el nombre del Padre Creador, pido la fuerza para hacer esta invocación al hermano Don José Nicanor Ochoa Pinto Morillo, brujo entre los brujos de Nirgua; Santo varón de cementerio, con tus rezos y oraciones espanta al enemigo oculto, ayúdame a combatir el poder del maligno que se cierne sobre este hombre probo, mi amigo, mi caudillo y nuestra esperanza.

Posteriormente me arrodillé, puse el ron blanco a los pies de la estatua de Nicanor, encendí la vela, la sostuve con mi mano derecha tan alto como pude y completé la segunda parte, destinada a protegerlo de cualquier influencia maléfica porque tenía la sensación –y el tiempo me habría de dar la razón– de que sus enemigos querían acabarlo a través de pactos oscuros y soterrados con el más allá.

Ave María Purísima, con Dios delante de mí y Santa María en mi cabeza yo revoco toda clase de hechizo, brujerías, trabajos tácitos y compuestos, rituales solemnes y toda clase de daño que venga hacia el cuerpo de este hombre o a su espíritu.

Invoco a las Santas Ánimas Benditas del Purgatorio para que custodien sus caminos, por la luz del Altísimo y la ayuda de Don Juan del Tabaco y la intercesión del hermano Don Nicanor Ochoa Pinto Morillo, reviento toda clase de mal que fluyó o esté fluyendo en su contra. Amen.

A juzgar por lo que sucedió en las siguientes semanas, en parte gracias a ese talento innato para la política y en parte porque obtuvimos el permiso celestial gracias a mis rezos y conjuros, el caudillo logró darle manejo a ese huracán desbordado que amenazaba con acabar el gobierno de turno.

Pero estaba escrito que sus contradictores y malquerientes, aquellos que querían verlo arrastrado en ese lodazal maloliente en que se convirtió la política –esos mismos que sufrieron su contundencia para recibir improperios que catalizaba con su legendario «¡mamola!»–, no se iban a quedar quietos.

Advertida por Cayetano, y pendiente como nunca de las noticias en la prensa, la radio y la televisión, vimos cómo le estrecharon el cerco hasta que organizaron en su contra una moción de censura, que amenazaba con amargarle la Navidad en 1996.

Una vez confirmamos que nuestro caudillo no asistiría a la sesión convocada para votar en su contra y sacarlo de su cargo como ministro puse manos a la obra. Era necesario organizar dos tipos de rituales para dominar la voluntad de quienes querían acabar con su carrera y sembrar la confusión entre los que más lo adversaban.

Primero hice un conjuro para amansar, que buscaba que el espíritu belicoso de quienes lo atacaban se apaciguara, de manera que su oratoria y su poder de convicción fueran menos efectivos de lo normal.

Aun sabiendo que habría podido adelantar rituales muy tenebrosos para protegerlo, algo me decía que debía ser una obra blanca; tomé un tazón nuevo de vidrio transparente, sal gruesa, pimienta negra y siete limones recién nacidos, es decir, los primeros que surgieran de un árbol en cosecha.

En la primera noche de luna en cuarto creciente, tomé un trozo de pergamino, con tinta blanca, escribí su nombre completo con su fecha de nacimiento y procedí a ponerlo en fondo del tazón, mientras hacía la primera parte del rezo; se trata de la invocación a un espíritu de luz alta que tiene la potestad de controlar a cualquier enemigo.

En humilde oración, recurro a ti San Marcos de León, valiente evangelista y símbolo de la fuerza divina. Imploro tu intercesión para que, con el poder concedido por Dios, amanses y domines al enemigo que acecha en las sombras la vida de este, mi amigo y caudillo, hombre justo y de tus huestes. Con la gracia divina que fluye a través de tus escritos sagrados, te ruego que lo asistas en momentos difíciles, iluminando su camino con la luz de la fe y la esperanza.

Tomé luego la sal gruesa y la pimienta, y eché alternadamente tres puñados de cada sustancia mientras proseguí con mi oración.

Te suplico, ¡oh!, San Marcos, que desates tu fuerza milagrosa para superar lo aparentemente imposible, para transformar lo inalcanzable en realidad. Concede la paz al corazón de este hombre noble y justo y la solución a sus aflicciones. En tu bondad, oh glorioso protector, escucha mi súplica y guía sus pasos hacia la victoria sobre las adversidades. Amén.

Finalicé mi ruego derramando el jugo de los limones y encendí la vela, orando con toda la fuerza de que dispuse, invocando la asistencia de mis benéficos e implorando la ayuda divina, muy a sabiendas de que mis obras de esa época terrible no eran dignas de su benevolencia.

En el nombre de Jesús Todopoderoso, Jesucristo sea conmigo y yo con Él. Detente fuerza feroz e inclina tu barba en tierra porque cuando naciste Cristo ya había nacido; Bravo, bravo estás como un tigre; bravo, bravo estás como un león, pero manso has de ponerte a sus pies como llego Nuestro Señor el Viernes Santo al pie de su estación.

Tres días después hice el segundo ritual, el de confusión; se trata también de un sortilegio blanco en el que quienes son conjurados se distraen y olvidan sus cometidos importantes y –en el más extremo de los casos– sienten pereza o desánimo.

El procedimiento indica que se debe adelantar de manera individual, es decir, que si se le quiere aplicar a más de una persona debe repetirse tantas veces como sea necesario; consciente de que el tiempo jugaba en mi contra y de que no conocía ni los nombres ni las intenciones de los congresistas que amenazaban a quien yo quería proteger, me la jugué con una solución ingeniosa que, en cualquier caso, era un riesgo pues al no hacerse de manera ortodoxa podría fracasar.

Gracias a mis contactos en los periódicos regionales conseguí una fotografía grande y en plano abierto del recinto donde se llevaría cabo la moción de censura; era una sesión plenaria en la que aparecía gran parte de los parlamentarios que estaban convocados para votar.

La corté en pequeños trozos con unas tijeras nuevas, que permanecieron la noche anterior en un fuego de carbón vegetal; tomé siete velas blancas y las derretí en una olla nueva de hierro colado en la que vertí precipitado rojo, siete onzas de vinagre blanco, polvo y aceite de dominio, canela en pequeñas astas, miel y una onza de mi perfume personal.

Cuando todos los ingredientes hirvieron le agregué la fotografía en pedazos y luego deposité todo en un molde de una figura humana, al que luego de una hora, cuando ya cuajó, le incrusté un pabilo formando un nuevo velón.

Lo puse encima de una mesa en mi consultorio, amarré sus pies con una cinta roja ancha, y tapé sus ojos con otra del mismo color, para tomar el control de sus mentes y sus movimientos; prendí tres varas de incienso y esparcí el humo que despedían sobre el velón, de abajo hacia arriba en círculos concéntricos, mientras rezaba el salmo 55.

¡Oh!, Elohim, ¡sálvame por tu Nombre, y hazme justicia con tu poder! ¡Oh,Elohim, ¡escucha mi oración! Presta oído a los dichos de mi boca porque extraños se han levantado contra mí, y hombres violentos buscan mi vida, No han puesto a Elohim delante de sí. Selah. He aquí Elohim es el que me ayuda, Adonay está con los que sostienen mi alma.

¡Devuelve el mal a mis enemigos y córtalos en tu verdad! Con ofrenda voluntaria te ofreceré sacrificios; ¡Oh, Yavéh, daré gracias a Tu nombre, porque es bueno, porque me ha librado de toda angustia y mi ojo ha visto por encima de ms enemigos!

A juzgar por los resultados, mi petición fue acogida y salvamos de un trance desafiante a ese hombre admirable; las crónicas periodísticas que detallaron la sesión en la que se votó la moción de censura relataron cómo la bancada de Gobierno defendió a muerte a nuestro caudillo delante de sus rivales políticos, que parecían como mansos corderos Al final, la moción de censura fue rechazada en el Senado con 67 votos a favor y 18 en contra, mientras que en la Cámara de Representantes fue de 102 contra 23.

Pero lo más satisfactorio fue saber que, tal como lo relataron los reporteros de la época, la gran mayoría de parlamentarios no permaneció en el recinto sino en los pasillos charlando, mientras adentro reinaba un desorden inusual.

—Carajo, Sofi, y ¿ustedes le hicieron saber al jefe que lo habían cuidado de esa manera? —le pregunté totalmente boquiabierta.

—Nunca, nunca, jamás, Rochi, ni él ni su familia supieron; de hecho, es la primera vez que se lo cuento a alguien porque, aunque Cayetano me pedía ayuda en medio de su angustia, vivía tan ocupado en sus cosas que no encontré el momento para decírselo —respondió con un dejo inatajable de satisfacción, argumentando que eso nunca tuvo que ver con su gloria sino con la de nuestro caudillo.

—¿Y jamás estuviste tentada de contárselo personalmente cuando él vino a la región ni le pediste una cita? —repuse intrigada.

—¡Qué va, nena! yo volví a verlo solo a lo lejos cuando trajo a mi tierra natal al mismísimo presidente que tanto defendió a capa y espada. Nuestro amigo era leal: ese día, a finales de diciembre de 1997, le cumplió a pie juntillas la palabra a Cayetano –y a sus bases en la región que desde siempre le dieron su respaldo– e inauguraron el hospital y revisaron el avance de las obras de un puente que sería clave para la movilidad. Incluso recuerdo que ese día la gente trajo a colación el episodio en el que le dijo ‘gringo maluco’ a un embajador que se la tenía al rojo vivo al presidente.

En ese momento, absorta y totalmente sorprendida, entendí que mi suegra nunca había sido ese monstruo inescrupuloso que todos creímos en algún momento, vigorosamente cruel, que se conmovía solo por dinero para calmar su sed de poder. No. Sofía Del Güercio, la misma que por amor decidió ayudarme a criar a mis tres hijos, también demostró que ese, el más hermoso de los sentimientos humanos, podía trasladarse a un amigo del alma, como ese político por el que abogó en el más allá.

Nos interrumpió una llamada de Fairuz, mi hija, que estaba organizando el viaje para que Sofía asistiera a la conmemoración a la que invitó Cayetano a su hermana.

—Sofi, vuelas el 31 de octubre, justo para el aniversario de la muerte del jefe. Aterrizas y tienes apenas el tiempo para ir al homenaje y luego volver; recuerda que ese día es pesado y hay mucho trabajo —le advertí.

—Mira las ironías de la vida. Un titán como él, un elegido de Dios, devoto como ninguno, que jamás sospechó que lo cuidé a escondidas, ¡venir a morirse un día de las brujas! —me contestó con una de esas risotadas que hacen época.

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