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Todo sobre “Trigo Limpio”: Premio Biblioteca Breve 2021
El escritor español Juan Manuel Gil se llevó el premio entregado por la editorial Seix Barral entre casi 1.000 novelas aspirantes. Compartimos sinopsis, una entrevista con su autor y un avance del relato.
Sobre el autor
Nació en Almería, en 1979. Es escritor y profesor. Formó parte de la primera promoción de residentes de la Fundación Antonio Gala. Con su primer libro, Guía inútil de un naufragio (2004), obtuvo el Premio Andalucía Joven de Poesía. Desde entonces se ha centrado en la novela: Inopia (2008), Las islas vertebradas (2017) y Un hombre bajo el agua (2019). Es autor, además, de dos volúmenes de difícil clasificación: Mi padre y yo. Un western (2012), que le valió el Premio Argaria, e Hipstamatic 100, una recopilación de textos en los que mezcló vida y actualidad.
La sinopsis del trabajo
El narrador de esta historia se encuentra jugando un partido de fútbol cuando salta una verja y rompe a correr por la pista de un aeropuerto, justo en el momento en que un avión se dispone a aterrizar. Sucede un verano, a las puertas de su adolescencia, y persigue desesperadamente un balón que el viento de levante quiere arrebatarle para siempre mientras sus amigos le jalean. Mucho tiempo después de aquel frenético incidente que cambiará sus vidas, cuando aquellos hechos parecen ya doblados y ordenados en algún lugar de la memoria más lejana, el narrador recibe un inesperado y desconcertante mensaje. Simón, uno de sus mejores amigos en aquellos días, y del que no sabe nada desde hace más de veinticinco años, le envía un correo electrónico para hacerle una propuesta: ¿Por qué no escribes sobre nosotros? En un mensaje posterior Simón se arrepiente de su encargo. A partir de ese momento, el narrador, empujado por la obsesión de hallar la semilla de su próximo libro, se empecina en seguir el rastro de Simón y descubrir por qué ya no quiere que escriba su historia.
¿De dónde nace la novela? ¿Recibiste, como el narrador, un correo electrónico de un viejo amigo invitándote a escribir sobre vuestra adolescencia?
El origen de la novela está, por un lado, en un intenso deseo y, por otro, en una escena recurrente. El deseo era el de escribir un libro sobre la fascinación que siempre ha despertado la literatura en mí; siempre me ha seducido el poder de la palabra colocada en el orden y en el momento adecuados. Creo que desde niño fui consciente de que la fabulación era una especie de máquina que hacía posible la emoción en cualquier momento y en cualquier lugar. Para mí era lo mismo que hablar de magia. En cuanto a la escena recurrente que no era capaz de sacar de mi cabeza, constituye precisamente el inicio de la novela: yo corriendo desesperada - mente detrás de un balón por el medio de una pista de aterrizaje. Cuando hice colisionar aquel deseo con esta escena, comencé a escribir la historia.
Tendencias
Las similitudes entre Juan Manuel Gil y el narrador son abundantes, pero esta no es una novela de autoficción. ¿A qué necesidades responde este juego entre realidad y ficción?
Toda historia, bien construida, independientemente de que sea pura ficción o pura realidad, acaba siendo una única cosa para el lector: un lugar en el que hospedarse durante y después de la lectura. Y ese juego entre realidad y ficción hace de la historia un lugar más confortable, una experiencia más divertida y un poderoso motor para la curiosidad, que es, como dice Alice Munro, la felicidad constante. Y es un juego que está en el genoma de nuestra literatura: “Esto que quiero compartir contigo es verdad, me ocurrió a mí; si te quedas conmigo, te lo cuento”.
El narrador se ve a sí mismo como un contador de historias de barrio, capaz de congregar a chavales con la magia de las palabras. ¿Tiene algo que ver con cómo te ves como escritor?
Sin duda. Siendo apenas un niño me di cuenta de la admiración que despertaban en mi barrio aquellas personas que sabían contar historias. No había muchas, pero las que sabían cómo hacerlo concentraban un poder impresionante. Al menos, a ojos y oídos de un chaval. Conocían el arte del silencio. También poseían la destreza de volver atrás, acelerar, detenerse en cualquier detalle y concluir en el momento justo. Conseguían que a los oyentes se les desbocara el corazón. Siempre he albergado el deseo de ser como esas personas. De ser leído o escuchado. Quizá, como dice el narrador de esta historia: de ser amado y protegido.
«La nostalgia, esa peligrosa jalea real que lo suele pringar todo», dice el narrador en las primeras páginas. ¿Cómo de difícil ha sido no caer en las postales propias de los veranos de la infancia?
Es que no recuerdo mi infancia o mi pubertad con un exceso de nostalgia. Si pudiera volver a ella, no lo haría. Y lo digo sin dramatismo. Creo que en aquella época de mi vida había diversión, descubrimiento y fascinación, pero también violencia, crueldad y un rigor que, a veces, era implacable. Eso me ha hecho más fácil ponerme a salvo de la nostalgia mientras escribía esta historia
Con el humor, sin embargo, pareces especialmente cómodo. ¿Te sientes parte de una tradición literaria española que ha hecho de él un antídoto contra la solemnidad?
Decir que me siento parte de esa tradición ya me resulta solemne. Con eso lo digo todo. Desde que tomé las primeras anotaciones de lo que iba a ser esta historia, tuve claro que el humor sería un ingrediente irrenunciable. Fundamentalmente por dos razones. La primera: la literatura española no se puede entender sin el humor y esta novela iba a dar cobijo a algunos libros de esa tradición literaria. Era mi particular homenaje a aquellas historias que comenzaron a afinarme la mirada como lector al entrar en el instituto. La segunda: sentí que solo podía asumir el juego de identificar autor y narrador si lo acometía desde cierta perspectiva paródica. No me llevo bien con la solemnidad, mucho menos cuando recae sobre uno mismo. Me cuesta emocionarme con ella. El humor, en cambio, se ofrece como refugio, impulso, dolor, euforia, intensidad, catarsis, esperpento, posibilidad, coraza y desnudez. Y podría seguir enumerando sustantivos. Es probable que el humor sea la madre de todas las ciencias. Y eso ya es una paradoja, porque suena muy solemne.
También es una novela deliberadamente antiépica: las aventuras del narrador no culminan en una muerte atroz, en un descubrimiento que lo ponga todo patas arriba, en un primer amor. Todo es bastante ordinario en la vida de estos chavales. ¿Responde esto a algún tipo de militancia?
Supongo que a la militancia de los nacidos a finales de los setenta, curtidos en barrios de lo que suele llamarse la periferia, con madres que te reclamaban a gritos para que volvieras a merendar, que articulaban sus propios callejeros uniendo descampados, coches abandonados y casas en ruinas, que sabían cuál era la calle que trazaba la frontera ante la que había que detenerse y aun así la atravesaban. Lo extraordinario estaba en la manera de mirar de esos niños. Y hay pocas cosas más literarias que el punto de vista, ¿verdad?
Otra advertencia que el lector encuentra en las primeras páginas: aunque la novela describe las consecuencias de las políticas inmobiliarias de los años noventa, esta tampoco es una novela social ni de denuncia.
No me interesaba profundizar en esa denuncia, aunque resultaba ciertamente tentador. Lo que quería expresar era cómo esos desmanes políticos y económicos son capaces de generar cambios muy potentes y, en ocasiones, insospechados. Yo sostengo desde las primeras páginas de la novela, por ejemplo, que la ampliación del aeropuerto de Almería condicionó de un modo irreversible la vida en este barrio. Por supuesto, negativamente. Nadie quiere tener las turbinas de los aviones y el olor a queroseno ambientándole las siestas de verano. Pero también se convirtió entre los adolescentes en aquel lugar capaz de generar las historias y aventuras más fascinantes que cualquiera pudiera imaginar.
¿Dirías que es una novela de periferia, tanto por la importancia del barrio del Alquián como por estar ambientada en una ciudad de provincias?
El barrio posee más elementos en común con un pueblo que con un barrio en la periferia de una ciudad. Y tiene su explicación: está ubicado a nueve kilómetros de la ciudad de la que depende administrativamente y sufre el olvido, la dejadez y, a veces, el desprecio de muchos de los equipos de gobierno que han pasado por el ayuntamiento. Creo que en el barrio se instaló hace tiempo una especie de desencanto y eso lo ha llevado a la desconexión con respecto a la ciudad de la que se supone que forma parte. En ese espacio es donde se mueven los personajes de esta historia. Estos chicos parecen haber escrito sus propias normas. Algo así como las leyes de los descampados.
Háblanos de Huáscar, un personaje misterioso y escurridizo, que entra y sale de la historia, con un pasado digno de una telenovela y un auténtico enamorado de los libros, capaz de memorizarlos para hacerlos suyos.
Su papel en la historia es fundamental. E incluso me atrevería a decir que estelar. Atraviesa buena parte de la novela como un hilo de cobre que le da cohesión. Y lo hace gracias al poder de la palabra hablada, a la fascinación por los libros y a la obsesión por armar adecuadamente cualquier relato. Considera que saber narrar te puede sacar de cualquier apuro. Y creo que no anda muy equivocado. Huáscar es uno de los enigmas de esta novela. Lo sigue siendo para mí, incluso después de haberla escrito. No me canso de escuchar todo aquello que este personaje quiere compartir con nosotros.
Frente al resto del tono «verídico» de la novela, hay algunos momentos en que pareces desatarte en episodios más “novelescos”, como el increíble episodio de Simón convertido en gurú motivacional.
Lo curioso es que los periódicos están llenos de episodios «novelescos» que, obviamente, son también «verídicos». De hecho, ese episodio de Simón al que aludes, y que resulta ser determinante en la novela, está inspirado libremente en unos acontecimientos que tuvieron lugar en Estados Unidos y que han llenado páginas de periódicos. Se hizo incluso un documental. Todos sabemos que cuando un disparate termina en desastre puede resultar muy novelesco, pero eso no le quita ni una pizca de tragedia. La combinación de esos dos polos, disparate y tragedia, me resulta muy estimulante a la hora de escribir. Proyecta la historia hacia delante.
Otra función inesperada del libro es su uso como manual para escribir una novela. ¿Recomendarías usarla así para todo aquel que quiera escribir una?
Yo mismo he impartido clases de escritura creativa. No sé qué resultado les habrá dado a los asistentes, pero yo me lo pasaba genial. Obviamente, como no podía ser de otro modo, hay parodia en ese intento de que la novela se ofrezca como un manual sobre cómo escribir novelas. De hecho, en esa línea argumental creo que es donde más humor hay. O, al menos, con la que más me reí mientras la escribía. Pero eso no quita que las orientaciones formales que se dan en el libro posean un fundamento teórico importante: la palabra predicada por quienes saben de estas cosas. Estamos rodeados de ellos.
“Todos tenemos ocho libros dentro”, se puede leer en la novela. Háblanos de los tuyos.
Seguramente tengamos más de ocho libros. En mi caso, hay bastantes que se me quedaron dentro y que vuelan de manera más o menos evidente sobre la mesa donde acostumbro a escribir. Me atrevo a decir ocho, aunque son muchos más: Fabulosas narraciones por historias, de Antonio Orejudo; Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas; La mancha humana, de Philip Roth; Ruido de fondo, de Don DeLillo; El Lazarillo de Tormes; Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca; Brooklyn Follies, de Paul Auster; y todos y cada uno de los relatos de Raymond Carver.
La última pregunta es casi necesaria, ¿existió Simón? ¿Y Huáscar? Confiesa: ¿de pequeño paraste el tráfico aéreo del aeropuerto?
Te juro que en mi memoria está todo eso. Simón, Huáscar y el aeropuerto. Y mucho más. Lo que no tengo claro es si nos podremos fiar de ella. Supongo que el lector sacará sus propias conclusiones en este sentido.
Avance del escrito
LA MÁQUINA DE RAYOS EQUIS
Este comienzo no es el principio, pero puede que sea una buena manera de empezar. En la primera mitad de los años noventa, el aeropuerto de Almería vivió una de sus transformaciones más importantes. Como suele ocurrir con estos asuntos, el ministerio decidió ampliar la pista de despegue y aterrizaje sin tener en cuenta a los vecinos de los barrios aledaños. Eso se tradujo en protestas y manifestaciones que, aunque no llevaron a ningún lado, trajeron de cabeza a los políticos locales y regionales de aquellos años. Como mi barrio era el más afectado por aquella descomunal obra pública, los vecinos salieron a la calle a llevarse por delante a quien fuera necesario. Yo mismo, siendo un niño de apenas nueve o diez años, me recuerdo sentado en mitad de la carretera nacional 340, o intentando acceder a la terminal de salidas —que era la misma que la de llegadas— con el rostro cubierto por la camiseta, o apedreando los camiones que movían perezosamente la tierra de un lado a otro o llamando hijos de puta a los periodistas de Televisión Española, sin siquiera saber por qué. La típica historia de David contra Goliat. El clásico partido de primera ronda de Copa del Rey entre el Real Madrid y el equipo en el que juega tu cuñado los martes al salir del trabajo. Fueron años de compromiso, lucha y protesta vecinal que, como todos imaginarán, se resolvieron con una pista de tres mil doscientos metros que nos estacaron en el mismísimo culo.
Esta historia no va sobre aquellos días de proclamas y violencia. Aunque eso no quita, claro, que en este relato el aeropuerto funcione como la máquina de rayos equis de un viejo hospital soviético: ocurre que es útil para la comunidad, no hay modo de negarlo, pero a quienes pasan mucho tiempo cerca de ella, se les acaban deshojando las pestañas y las uñas, porque resulta imposible que esa radiación no te cambie el curso de los días. Podría aprovechar para hablar del ensordecedor ruido de los aviones, del insoportable olor a queroseno ya quemado, de la irreparable fractura del paisaje y de la catástrofe económica que supuso aquella ampliación, pero lo que en realidad pretendo decir es que el aeropuerto cambió nuestro modo de mirar la vida, por razones que aún hoy no sé explicar con la claridad que merece el asunto.
Aunque narrativamente sea pronto para apuntarlo —puede que también algo pretencioso—, creo que mi forma de contar cualquier historia siempre ha estado marcada por la niñez y la adolescencia que viví allí, a la sombra alargada del aeropuerto, en la calle Jarrera, número tres, a escasos ciento cincuenta metros del punto en el que viraban los aviones para iniciar el despegue. No tardé en aprender que si quería ser escuchado en el barrio —y ser escuchado significaba ser respetado, protegido y amado— tenía que imponer mi relato sobre el de los demás. Y para eso lo que debía hacer era mirar cualquier suceso desde un ángulo que huyera de lo predecible. Ser un mago del reencuadre, vamos. Esa era una exigencia que a la gente del barrio, tarde o temprano, le terminaba por golpear en la cara. «¡El punto de vista, chaval, el maldito punto de vista!», habríamos gritado los zagales en más de una ocasión, de haber descubierto que eso tenía un nombre tan sencillo. Pero como todo el mundo sabe, con la mirada —aunque indispensable— nunca es suficiente si lo que se desea es que las historias se cobijen para siempre en la memoria. Necesitas ese cromo que nadie tiene. Necesitas el único sello con esa diminuta anomalía en la ilustración o en la disposición de las grafías. Necesitas el melocotón más sabroso del verano. Y nosotros, por suerte o por desgracia, lo teníamos a nuestro alcance porque unos desconocidos nos lo habían impuesto desde algún despacho de vete tú a saber dónde. En cualquier relato, a esa singularidad se le denomina «espacio nuclear», es decir, ese lugar magnético donde, de forma espontánea e inexorable, la acción se origina, transcurre y desemboca, en un bucle, si no infinito, casi infinito. Y nosotros, que creíamos que el mundo había sido nombrado por vez primera en el barrio, a ese espacio lo llamábamos de otro modo, siendo, no obstante, una misma cosa: «El aeropuerto». Así. A secas. Intuyendo, pero sin saber. Con eso nos bastaba para no dejar de hablar, para seguir contando lo que tuviéramos que contar, convencidos de que atraparíamos la atención de cualquiera hasta el mismísimo final.
UNO
Una de las muchas consecuencias que tuvo la ampliación del aeropuerto fue la construcción de un colegio nuevo. La pista circular de despegue y aterrizaje, una vez terminada, quedaba a no más de cincuenta metros del patio donde los alumnos nos dejábamos los últimos dientes de leche. Las alas de los aviones pasaban tan cerca, que los niños estirábamos los brazos a través de la valla, convencidos de que podríamos acariciarles el plumaje. No obstante, no era higiénico para nosotros —ni estético para ellos— que nos siguiéramos comiendo allí el bocadillo de media mañana, al rebufo del queroseno y la goma quemada. Así que en las vacaciones de la Navidad del año 1992, hicimos el tránsito al nuevo centro. Yo, que lo mismo me apuntaba a destrozar bailes folclóricos que me daba por aprender el método Caballero de mecanografía, fui uno de los muchos que ayudaron a desembalar y colocar mesas, sillas, pizarras, armarios y estanterías en el nuevo colegio. Recuerdo de qué manera el director y su mujer nos dirigían cual enjambre de tontos: desplegaos con rapidez, empujad con fuerza, sujetad con brío. Vivimos aquellos días de mudanza con un júbilo más propio de un rebaño de catequesis que de un grupo de escuela pública. Así nos va ahora.
El cambio de instalaciones no supuso la demolición del antiguo colegio. Al menos no al principio. Durante unos cuantos años, allí quedó ese enorme edificio de tres plantas, rodeado de un patio que albergaba una pista de futbol sala, otra de baloncesto, un invernadero de medio arco, un palomar de mezcla y bovedillas, un gran aparcamiento, tres o cuatro fuentes secas y un caótico y hermoso bosque de mimosas, pinos y eucaliptos. Podría emplearme en describir aquel patio durante páginas y páginas, porque, siempre que lo evoco, la nostalgia, esa peligrosa jalea real que lo suele pringar todo, me acude al cielo de la boca. Pero en este caso lo relevante no radicaba en cómo era, sino más bien en qué ocurría allí. A pesar de que el viejo colegio había sido precintado por la Administración pertinente, la gente seguía entrando, quizá con más naturalidad que antes, por una puerta que alguien había improvisado a fuerza de patadas y empellones, no muy lejos de la principal. Y según la edad, la hora y las ganas, se practicaban deportes, se paseaba bucólicamente entre los árboles y la maleza, se bebía alcohol y se fumaban los primeros cigarrillos, se organizaban peleas por cuestiones de honor y, si sabías de qué iba eso del amor en los noventa, podías llegar a perder la virginidad sin demasiados remordimientos.
Es aquí, quizá, en este punto, desde donde debería haber arrancado, desde donde debería haber empezado a relatar esta historia. Me doy cuenta ahora. Ya no es el comienzo, obviamente, pero puede que siga siendo el principio de todo lo que vino después. La escena en la que pienso es la que sigue.
Jugábamos un partido de fútbol sala que se enmarcaba en un campeonato despiadado y salvaje en la pista del viejo colegio. A esto lo llamábamos «Jugarse una Casera», porque el trofeo era una refresco de esa marca que nos bebíamos mientras dedicábamos canciones procaces al equipo perdedor. En un momento determinado del partido, próximo a acabar, el balón, porque así lo quiso la diosa Fortuna o porque a mi primo siempre le sobró el talento para el regate intuitivo y la asistencia generosa, cayó botando a mis pies con la lentitud y la elegancia de un globo de helio. Yo, que nunca fui muy dado ni a la filigrana ni al requiebro, lo tuve clarísimo al instante y puse en funcionamiento toda la maquinaria articular: le di tal punterazo al balón que sobrevoló la portería, la valla del colegio y, para mayor dramatismo, la del aeropuerto. Lo escribo tal como lo recuerdo y lo recuerdo tal como lo estoy viendo ahora que cierro los ojos unos segundos. En aquella tarde de mi temprana adolescencia, un levante de mil demonios afeitaba el asfalto de la pista de aterrizaje. Así que el balón, después de botar cinco, seis o siete veces, comenzó a rodar como si no tuviera pensado detenerse hasta golpear la mismísima torre de control, que se alzaba a dos kilómetros de distancia, metro arriba, metro abajo.
Lo que viene a continuación lo recuerdo, en cambio, con la fidelidad de lo que ha sido contado una y mil veces. Que a estas alturas no sé si es mucha o poca, la verdad. En cuanto el balón dejó atrás la valla del aeropuerto, inicié el protocolo de actuación consensuado para estas situaciones de emergencia. Salí disparado, me colé por uno de los agujeros que habíamos hecho en las alambradas y rompí a correr detrás del balón al sentir que un fuego antiquísimo me abrasaba el corazón. Las veces que volví la mirada hacia atrás, quizá en tres o cuatro ocasiones, por prudencia o por miedo, no lo sé, de verdad que no lo sé, pude ver a todos —a mi equipo y al contrario— aferrados a la valla, sacudiéndola como si estuvieran siendo electrocutados, jaleándome, gritando palabras que el levante me traía y se llevaba con la misma velocidad. Y yo corría, claro, y corría y corría. Y, por alguna contundente ley de la física, el balón parecía hacerse más y más pequeño, casi diminuto, apenas la cabeza de un alfiler, hasta que las luces de la pista de aterrizaje, blancas, rojas, azules, verdes, se encendieron todas a la vez, y el balón pareció desintegrarse, o yo, miope avergonzado en aquellos años, lo perdí de vista. Puede ser que en ese momento me planteara dar media vuelta y dejar las cosas como estaban. No lo descarto porque ahora me parece un sentimiento muy humano y muy inteligente, pero nuestro protocolo de actuación se sustentaba en una ley con hechura de buen epitafio: sin balón no se vuelve. De modo que continué corriendo algunos metros más, hasta que mi cerebro trianguló neuronas y concluyó qué significaban aquellas luces multicolores. Un avión estaba a punto de aterrizar. Y ahí sí que el vientre se me apretujó como quien escurre una esponja. Me mordí la lengua y cambié el rumbo de la carrera convencido de que, si alcanzaba la alambrada, sería capaz de saltarla como una gacela en un documental. Y en esas estaba yo, en la gacela, en las luces, en el avión, en el cielo, en los amigos agitándose y gritando, en la valla a apenas unos metros y en el miedo, sobre todo en el mucho miedo, un miedo tan físico como rebanarse un dedo afilando una rama, cuando un coche patrulla de la Guardia Civil se interpuso en mi camino, y primero me comí el retrovisor y después, sin solución de continuidad, una buena cuña de asfalto. Y ahí sí, tumbado en el suelo, a punto de perder la consciencia, aquellos gritos de mis compañeros, bien entonados, bien musicados y muy bien traídos, me envolvieron como una fresca sábana de algodón: “¡Hi-jos-de-pu-ta, hi-jos-de-pu-ta!”