Mucho proceso de paz y poca reconciliación
Pese a que el país ha intentado promover la unidad nacional, en los últimos 38 años hay más frustraciones que avances. Hoy el país permanece dividido y se relame en sus propios dolores.
Para comenzar, pongámonos de acuerdo. Los estudios reconocen la reconciliación como un esfuerzo de restauración de vínculos con nosotros mismos, con los otros y con el mundo que nos rodea. Reconciliarse es reconocer un daño y observar con atención y respeto el dolor derivado de él. Es intentar comprenderlo en toda su dimensión y su contexto, y estar dispuesto a reencauzar la vida, haciendo todo lo posible para que ese daño no se repita.
En la reconciliación no hay olvido, pero tampoco resentimiento. Se honra la experiencia del sufrimiento, pero no se construye en torno a la existencia. Se hace un esfuerzo intencional por entender a los otros en sus motivaciones y en sus circunstancias, sin justificar las atrocidades, ni considerarlas actos inevitables.
La reconciliación invita a transformar las condiciones que posibilitaron las heridas más profundas. Pero no de cualquier manera. La reconciliación nos recuerda que esos cambios deben hacerse con el cuidado necesario para que, al ponerlos en marcha, no se generen nuevas heridas y no se reproduzcan luego los círculos de violencia. Creo firmemente que la reconciliación es una condición necesaria para el desarrollo. Sencillamente porque en una sociedad llena de rencores y fracturas es imposible tomar decisiones difíciles, asumir costos de manera colectiva y aceptar lo imperfecto de las decisiones democráticas.
Visto así, no queda más que reconocer que los últimos 38 años de la vida colombiana están más llenos de frustraciones que de avances. Pese a que el país ha intentado por distintos medios promover procesos de paz y de unidad nacional, la evidencia es abrumadora. Hoy vivimos en un país dividido que se relame en sus propios dolores para justificar las pérdidas de la contraparte.
Justamente escribo esta reflexión en días de luto y de máxima tensión. Al ambiente enrarecido que ha provocado la pandemia de la covid-19 en nuestro país, se han sumado el vil asesinato de más de 17 personas en masacres ocurridas en Nariño, Arauca y Cauca y la detención preventiva del expresidente Uribe por su presunta responsabilidad en la manipulación de testigos. Pareciera que la paz estuviera perdiendo otra oportunidad.
En diciembre de 2015, meses antes de firmarse el acuerdo con las Farc, Pastor Alape, a nombre de esta guerrilla, pidió perdón por la masacre de Bojayá como un acto previo de reconciliación con las víctimas.
Ya pronto serán cuatro años desde la firma del acuerdo de paz con las Farc. Tras varios intentos fallidos, el acuerdo suscrito en Bogotá, en el Teatro Colón, el 24 de noviembre de 2016, puso fin a una larga confrontación iniciada en 1964, y se sumó a los pactos del 15 de julio de 2003 en Santa Fe de Ralito (Córdoba) con las AUC; al del 9 de abril de 1994 en Flor del Monte (Sucre) con la Corriente de Renovación Socialista; a los de enero, febrero y mayo de 1991 en Ovejas, Bogotá y Caldono con el PRT, el EPL y el Quintín Lame, respectivamente, y al del 9 de marzo de 1990, suscrito con el M-19 en Santo Domingo (Cauca).
Cada uno de estos procesos se realizó con la esperanza de avanzar hacia una sociedad reconciliada. Y cada uno ensayó un diseño distinto de beneficios y sacrificios. En los noventa se concedieron amnistías amplias y se promovieron reformas políticas. Con motivo de la Asamblea Constituyente de 1991, que avanzó en una agenda progresiva de derechos, muchos guerrilleros cambiaron las balas por los votos.
Pese a ello, nos quedaron pendientes la comprensión y el perdón. Esas paces no nos sirvieron ni para entender y prevenir los mecanismos de control del ya poderoso narcotráfico, ni tampoco para sanar las heridas de innumerables actos atroces cometidos de parte y parte.
Más tarde vino el proceso con los grupos paramilitares y, con él, la discusión sobre la importancia que tienen la verdad y la reparación de las víctimas en la construcción de la paz. Aunque los jefes del paramilitarismo desmovilizados pagaron años de cárcel y varios de ellos fueron extraditados, la sensación de impunidad derivada de no haber develado a los responsables no combatientes terminó primando.
Y con esos antecedentes llegamos a la paz con las Farc, que pretendió ser una paz definitiva. Sin embargo, y sobre todo a un déficit de legitimidad, el resultado ha sido, nuevamente, el cuestionamiento a un acuerdo que se considera diseñado en favor de unos pocos. El saldo no puede ser más penoso. Esa paz que debió unirnos terminó siendo un gran motivo de división y un argumento más para atizar los odios. La política se tragó el acuerdo y mientras la confrontación armada pone en jaque a las fuerzas de seguridad del Estado, los mecanismos transicionales previstos en el pacto, es decir, la Comisión de la Verdad, la Unidad para la Búsqueda de las Personas Desaparecidas y la Jurisdicción Especial para la Paz, avanzan lentamente.
Pese a ello, en estas décadas de esfuerzos de paz hay importantísimas lecciones y experiencias que, en términos de reconciliación, necesitamos recordar, atesorar y capitalizar. En los albores de la revista SEMANA, por allá en 1982, el Congreso de la República aprobaba la Ley 35, que definía el marco para avanzar en el proceso de paz con las guerrillas mediante el establecimiento de amnistías y que permitió al Gobierno entablar el fallido proceso con las Farc que tuvo un acuerdo preliminar firmado en 1984 en la Uribe (Meta).
EDICIÓN ESPECIALES. SEMANA forma parte de Reconciliación Colombia, una iniciativa para dar a conocer y promover la reconciliación en las regiones del país.
En el seno de estas discusiones surgió en el ámbito de la paz el concepto de rehabilitación y, con él, la convicción de que para reconciliarnos era esencial atender las necesidades del campo colombiano, históricamente marginado y afectado por la violencia y la pobreza. En desarrollo de esta idea de rehabilitación, el decreto reglamentario 3287 de noviembre del mismo 1982 propuso medidas para los beneficiarios de la amnistía y para los habitantes de las zonas más golpeadas por la violencia, las cuales incluían “programas de crédito, vivienda rural, dotación de tierras, mercadeo, asistencia técnica agropecuaria, reforestación y desarrollo integral”.
Así, el Gobierno colombiano puso en marcha el Plan Nacional de Rehabilitación (PNR), un hito esencial en construcción de paz en Colombia. Tuvo no solo una larga vida institucional, sino también influencias innegables en escenarios posteriores. Su clave fue una mezcla de participación ciudadana, de construcción de Estado desde los territorios y de inversión directa en las necesidades de los más vulnerables.
La receta se aplicó con éxito en el marco de la Red de Solidaridad Social, de los Programas Regionales de Desarrollo y Paz, en el modelo del Fondo para la Reconstrucción del Eje Cafetero (Forec) y, más recientemente, en los diseños de los llamados Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), propuestos en el acuerdo de paz con las Farc. En todos esos casos se mostró que la reconciliación se da alrededor de asuntos concretos, en espacios en los que distintas miradas pueden ponerse de acuerdo. Solo así se puede desatar la alianza entre los sectores social, público y privado que tanta falta le hace a la paz.
Allí fue la propia gente, en sus regiones, la que construyó nuevos pactos y espacios de diálogo, inspirados por la necesidad de dar respuesta a sus necesidades, más allá de las propuestas de las élites y sus disputas en el nivel nacional. Y ello recuerda que lo más complejo de la reconciliación, y quizás también lo más bello, es que resulta imposible de decretar. Por eso no la garantizan ni los mejores diseños institucionales, ni las mejores políticas públicas, ni los procesos más técnicos, ni el empeño denodado de un puñado de convencidos. La reconciliación es, ante todo, una lenta decisión social, que se va cociendo en medio de múltiples tensiones. Es una disposición, un estado de ánimo colectivo, la esperanza de una oportunidad, un esfuerzo por cambiar.