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Joseph y Kathleen Kennedy ¿Los mejores de la familia?
Acusa sensación libro según el cual, los mejores Kennedy serían los dos hermanos que murieron en la Segunda Guerra
Cuando se habla de la familia Kennedy, invariablemente se piensa en John, Robert y Edward. Ahora resulta, según un nuevo best-seller que ha aparecido en los EE.UU. bajo el título de los "Fitzgeralds y los Kennedys", que los mejores de la dinastía familiar fueron ótros dos hermanos, poco conocidos, que murieron en la época de la Segunda Guerra Mundial: Joe Kennedy, el hijo mayor, y Kathleen Kennedy, la hermana mayor.
El redescubrimiento podría ser simplemente parte de la infinita explotación comercial de que ha sido objeto esta familia norteamericana. Sin embargo, las credenciales de la historiadora autora del libro, Doris Kearns Goodwin, le han dado tanta credibilidad y legitimidad a este último capítulo de la mitología de los Kennedy, que ha resultado, por decir lo menos, tan emocionante, glorioso y trágico como el resto de la leyenda.
Tal vez la mayor novedad es que los dos hermanos mayores eran los favoritos del papá, el viejo Joe Kennedy, quien jamás creyó que los demás valieran mucho la pena. Y por la descripción de la autora, profesora de la Universidad de Harvard y biógrafa oficial de Lyndon Johnson, no le faltaba mucha razón. De no haber sucedido los accidentes en los que perdieron la vida, Joe habría sido Presidente de los EE.UU. en lugar de su hermano John, y KathleEn se habría convertido en la mujer más importante de Inglaterra, después de la propia reina.
El divino Joseph Patrick Kennedy
Joseph Patrick Kennedy junior parecía haber nacido dotado por los dioses. De lejos, era más buen mozo que cualquiera de sus hermanos. John, en esa época, era un esquelético y pálido muchacho, cuya vida había estado marcada por permanentes quebrantos de salud, que lo condenaban a pasar temporadas de meses en cama. Robert era simplemente un gringo dientón, y Edward apenas había dejado los pañales. "Físicamente, Joe era como un actor de cine", afirma la autora. "Apenas cruzaba una puerta, cualquier cuarto se llenaba con su presencia". Además de esto era inteligente, aplicado, buen hijo, buen hermano e inmensamente popular. La doctora Kearns le atribuye casi la totalidad de la personalidad y el carácter de John Kennedy a la necesidad de emular con su hermano mayor, considerado por todos, incluyéndolo a él mismo, infinitamente superior.
El viejo Joe, millonario y extremadamente arribista, había querido vengarse de todas las humillaciones sociales de que había sido objeto en su juventud, cuando apenas era un pobre inmigrante irlandés en las calles de Boston. Todas sus esperanzas de reivindicación las había colocado en su hijo mayor, de quien esperaba que fuera todas las cosas que él mismo no había podido ser, incluyendo Presidente de la República. El hijo dio la medida. En Harvard no sólo se distinguió académicamente, sino que fue un superatleta, cosa que dentro de los valores gringos es igualmente importante.
Cuando su papá fue nombrado embajador en Londres, aprovechó para viajar por toda Europa cubriendo, como corresponsal del Boston Globe la situación política europea en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Sus apreciaciones sobre el momento de cada uno de estos países son un modelo de equilibrio, madurez y ponderación, para un muchacho que sólo contaba con 21 años. Sin embargo, tuvo una gran mancha, que es la única que se le registra en toda la biografía de la doctora Kearns. Se descrestó con Hitler y no le impresionaba mucho el tratamiento que este le daba a los judíos. En una carta que envió a su padre, Joe junior escribió: "Habían ensayado el liberalismo, y habían fracasado. No tenían líder, y a medida que pasaba el tiempo, Alemania se hundía más y más. Los alemanes se habían divorciado de la esperanza. Hitler llegó. Vio la necesidad de inventar un enemigo común. Fue una excelente psicología, lo malo fue que tuviera que aplicarse contra los judíos. Pero su disgusto contra ellos estaba bien fundado. Eran las cabezas de todos los grandes negocios. Habían llegado allí por sus propios esfuerzos, pero sus métodos habían sido un tanto inescrupulosos. Si se tenía un caso contra un judio, era casi seguro que se perdía. Los abogados y jueces más prominentes eran judíos. Es extremadamente triste que tanta gente haya tenido que sufrir, pero era prácticamente imposible expulsar apenas una parte de ellos".
Fuera de este lunar Joe junior estaba destinado a la gloria. Antes de que los japoneses atacaran Pearl Harbor y Roosevelt le declara la guerra al Eje, el hijo mayor se había presentado como voluntario al servicio militar, para cualquier eventualidad que su patria le exigiera. Escogió la aviación, que era considerada en aquel entonces la más difícil de las tres armas. Los cursos de entrenamiento eran tan intensos, que el 50% de los aspirantes se retiraba antes de culminar el entrenamiento. Los aviones eran demasiado caros para dejarlos en manos de pilotos regulares, y por tanto, el criterio de selección era a sangre y fuego. Kennedy salió entre los tres primeros de su promoción.
Tan pronto se declaró la guerra, solicitó se le asignaran las misiones más peligrosas, y fue trasladado a Inglaterra, donde pasó los dos últimos años de su vida como piloto de guerra. Irónicamente, fue su hermano John el que, a pesar de sus deficiencias físicas, primero se convirtió en héroe, en el famoso episodio del PT109. Este es el número de la lancha torpedera que comandaba en el sur del Pacífico el hasta entonces segundón de la familia Kennedy. El destroyer Amagiri chocó contra la lancha y la partió en dos. Ocho horas más tarde, la embarcación se hundió y Kennedy dio la orden de abandonarla e intentar llegar a nado hasta una pequeña isla que alcanzaba a divisarse a cuatro millas de distancia. El ingeniero de la lancha estaba gravemente herido. Kennedy lo envolvió con su chaleco salvavidas, y colocándoselo sobre sus hombros, nadó cinco horas, hasta llegar a la isla. Seis días después, él y los miembros de su tripulación, barbados, medio desnudos y entermos, fueron rescatados, gracias a que John enfrentó fuertes corrientes marinas para nadar hasta las islas vecinas a buscar ayuda. Dada la preeminencia de la familia, considerada entonces la duodécima más rica de los EE.UU., el acto heroico de John Kennedy fue noticia internacional. De la noche a la mañana, el desconocido de los Kennedy ocupó las primeras planas de todos los peiódicos y se convirtió en héroe mundial.
Según la autora del libro, esto "descompensó a su hermano nayor". Su carrera política estaba asegurada como héroe, y no como hermano de héroe. Como esto fue en 1944 y la guerra estaba por terminare, tocaba hacer algo rápido. La oportunidad vino cuando la fuerza aérea norteamericana buscó un voluntario para una misión secreta y casi suicida. Se trataba de estrellar un avión lleno de explosivos contra un bunker de concreto situado en las montañas de Calais, Francia, donde creía que Hitler mantenía ocultos sus temidos cohetes V-1, e incluso los cohetes V-2, que podían viajar tan rápido, a una velocidad mayor que la del sonido, que ninguna defensa era considerada posible. En otras palabras, eran los primeros artefactos militares de la historia que podían, sin piloto, salir de Francia y llegar hasta Londres. El plan suponía que el piloto y el copiloto, inmediatamente antes de que el avión llegara a su blanco, saltaran en paracaídas.
Según Kearns, de haber resultado "esta misión habría sido uno de los tres actos heroicos individuales más importantes de la Segunda Guerra Mundial". La noche antes de la misión, el muchacho de 29 años escribió una carta a sus padres. En ella les decía que ahora no podía compartir con ellos los detalles secretos del plan, pero que tan pronto lo hiciera, ello comprenderían porqué se había prestado de voluntario. "No hay nada de qué preocuparse", les dijo. "No existe prácticamente ningún peligro".
Al día siguiente, agosto 12 de 1944 faltando ocho minutos para las seis de la mañana, Joseph. Patrick Kennedy, en compañía, de su copiloto abordó su avión y emprendió el que habría de ser su último viaje. Antes de hacerlo, sin embargo, llamó a una amiga y le dijo: "Estoy arrancando en este momento a cumplir mi misión. Si no vuelvo, digale a mi padre... que lo quiero mucho".
Poco antes de que el avión llegara a su blanco, explotó en forma inexplicable sobre el mar, y nunca se encontró un solo residuo del aparato ni de su tripulación.
Al día siguiente, dos sacerdotes timbraron a la puerta de la familia Kennedy, en Hyannis Port. Al viejo Joe le notificaron en forma eufemística que su hijo mayor había entrado en la lista de los desaparecidos en combate. El patriarca entró en shock. Cinco días más tarde le llegó la carta póstuma de su hijo, tranquilizándolo sobre la misión que había aceptado.
Al leerla se desintegró. Arrojó la carta lejos, y dijo: "Nada volverá a ser lo mismo jamás. La mejor parte de mi vida ha terminado".
Nunca pudo volver a hablar de su hijo Joe sin que se le aguaran los ojos. Y le tomó varios años convencerse de que alguno de sus otros hijos podría llegar a ser alguien importante.
Una historia de amor
No menos asombroso fue el destino del Kathleen, la mayor de las mujeres de la familia. Su historia de amor fue, después de la Eduardo VIII y Wallis Simpson, la más promocionada de la Inglaterra de la época.
A pesar de que los álbumes de fotos no revelan una extraordinaria belleza la unanimidad en elogios desmesurados que emitían todos los que la conocieron demuestra que pocas mujeres tenían tanto ángel como ésta. A los 18 años llegó a Londres como la hija del embajador norteamericana ante la Corte de San James en Inglaterra. Londres se convirtió rápidamente en su ciudad. Su juventud y frescura hacían que todas las cabezas se volvieran a mirarla, pero más que eso, fue su vibrante personalidad la que capturó los corazones de los británicos, que pocas veces habían visto una joven con tanta vitalidad e informalidad. Su espontaneidad y su gusto por la vida resultaban irresistibles. En las fiestas de fin de semana en las casas de campo de la aristocracia inglesa, irrumpía en forma abiertamente americana y antibritánica en los estirados salones, se quitaba los zapatos después de haber jugado una partida de tenis, y sin la menor inhibición para su corta edad, participaba en cualquier conversación. En palabras de Lady Astor, la más grande anfitriona de la Inglaterra de la preguerra "cuando Kathleen entraba a una habitación, todo el mundo se sentía terriblemente feliz y eufórico".
Esta impresión fue compartida por todos los lores, intelectuales, poetas y políticos que conformaban ese cerrado círculo de la clase dirigente que regía los destinos del imperio británico, a la cual tuvo acceso primero como hija Joe Kennedy, pero después por meritos propios.
De ser verdad las crónicas de la época, casi todos los grandes partidos se enloquecieron por ella, sin ser nunca rechazados ni correspondidos. Su manera de ser era tan abierta que sin tener que llegar al rechazo, neutralizaba cualquier avance. El heredero de la familia, Douglas-Home, le ofreció matrimonio, el conde de Rosslyn también. Pero a pesar de su charm, Kathleen Kennedy parecía una fortaleza intomable.
Como en los cuentos de hadas, todo esto cambió, nada menos que en Buckingham Palace. En el garden party del rey, el 18 de julio de 1938, la hija del embajador de los EE.UU. fue presentada al hijo del duque de Devonshire, William Cavendish.
Este último, de 19 años, sonaba en ese momento como uno de los principales pretendientes de la princesa Isabel de Inglaterra, quien algún día habría de ser reina. En Inglaterra hay 600 lores y sólo 20 duques, que tienen una jerarquía muy superior a la de los anteriores. De los 20, el ducado de Devonshire es probablemente uno de los más tradicionales, ricos, influyentes y poderosos. Esto hacía que Billy, como familiarmente era llamado el heredero, con ocho castillos y muchos primeros ministros a lado y lado de su árbol genealógico, fuera el mejor partido de Inglaterra.
A estas consideraciones materiales se sumaban virtudes de personalidad y carácter, acordes a las responsabilidades por heredarse. "Algo pasó", diría más adelante Kathleen, haciendo referencia al momento en que lo conoció. Seis meses habrían de convivir socialmente en medio de las limitaciones y chaperones que tanto su posición, su edad y la época exigían. Pero la guerra los separó. Pues tan pronto hubo peligro de bombardeos en Londres, Kennedy padre mandó a toda su familia a los EE.UU. y se quedó solo, cumpliendo sus funciones diplomáticas.
Cuatro años pasaron. En 1943, Kathleen decidió regresar a Inglaterra como voluntaria de la Cruz Roja en un país que estaba en plena guerra. Su padre, que ya había abandonado su cargo de embajador, se opuso, pero nada podía hacer, puesto que ella ya era mayor de edad. El romance se reanudó.
En 1944, William Cavendish le propone matrimonio. Pero había un problema muy grave. La familia Cavendish era uno de los pilares de la Iglesia Anglicana desde hacía 400 años, y era absolutamente inconcebible que el primogénito se casara con una católica. A esto se sumaba que su padre, por prejuicios personales, era furiosamente anticatólico, y consideraba que ninguna desgracia era mayor a la de que su sangre se uniera a una persona de esta religión.
Sorprendentemente, las cosas no eran más fáciles por el lado de Kathleen. Su madre, una católica fanática, consideraba igual de catastrófico que un miembro de la primera familia católica de EE.UU., que en consecuencia debía servirle como ejemplo a todos sus correligionarios, se casara con un protestante. Su marido, más pragmático --o arribista--, estaba dispuesto a discutir la cosa, pero su madre no.
Para llamar al orden a los enamorados, le enviaron a cada uno el prelado más importante de su respectiva religión, quienes después de explicarles sus responsabilidades, plantearon la conveniencia de desistir de la unión. Ni más ni menos que el arzobispo de Canterbury y el cardenal Spellman de Boston se reunieron tete a tete a discutir el problema. Billy no cedía. Si su prometida aceptaba que sus hijos fueran educados en la religión anglicana, estaba dispuesto a sacrificar siglos de tradición y casarse con la mujer que amaba. Kathleen estaba dispuesta a ceder en la religión de sus hijos, siempre que pudiera conservar la de ella, aunque esto implicara un rompimiento definitivo con su madre.
El asunto llegó hasta el Vaticano donde se negocia la siguiente fórmula: un matrimonio civil, un pacto de educar a los hijos protestantes, una prohibición para comulgar de ese momento en adelante, pero una dispensa para seguir asistiendo a misa: como el novio tiene que partir en pocos días al frente, se casan en una discreta ceremonia, con la única asistencia de Joe Kennedy junior como representante de la familia de la novia, y el duque y la duquesa de Devonshire que, no obstante sus inmensas reservas frente al matrimonio de su hijo, decidieron acompañarlo.
Seis meses después, Billy Cavendish habría de morir de un balazo en el corazón, en una ofensiva de su escuadrón cerca de la frontera belga. Su viuda escribió esa noche en su diario: "No puedo creer que la cosa que más temía en el mundo, finalmente haya sucedido. La vida es muy cruel. No puedo escribir más".
Desafiando una vez más la voluntad paterna, decidió quedarse a vivir en Londres. Su suegro, aunque de último, había llegado a idolatrarla, como todo el mundo. Al no haber tenido un hijo, no heredaba nada. Y toda la fortuna del ducado de Devonshire pasaba a manos de Andrew, su cuñado, el hermano menor de Billy. No obstante esto, le dijeron que se podía sentir una Cavendish el resto de su vida, y que todos los castillos estaban a su disposición.
La guerra terminó, y el tiempo fue gradualmente curando la herida. Si Kathleen había conquistado a Londres como la hija del embajador, su condición de viuda de 22 años del más grande de sus duques, no la hacía menos atractiva. El encanto era el mismo. El número de pretendientes también. Pero la distancia frente a los hombres se había acentuado como consecuencia de su tragedia.
En 1948, cuatro años después de la muerte de su marido, busca a su hermano John --con quien se había unido mucho desde la muerte de Joe-- para contarle lo que consideraba el mayor secreto de su vida. Estaba locamente enamorada de un hombre casado. Su nombre era Lord Peter Fitzwilliam. Cuenta el libro que "era un héroe de guerra y uno de los herederos más ricos de Inglaterra. No era propiamente buen mozo, pero las mujeres cautivadas por su encanto, raramente lo notaban. Como los Devonshires, la familia Fitzwilliam poséía enormes propiedades raíces diseminadas por toda Inglaterra e Irlanda. Peter estaba casado con la hermosísima heredera de la familia Guinness, Olive Plunkett, quien se había convertido en una alcohólica, lo que prácticamente había acabado, pero todavía no liquidado, este matrimonio".
A su hermano John, Kathleen le había confiado que en Peter había encontrado su Rhett Butler (el personaje interpretado por Clark Gable en "Lo que el viento se llevó"). Pero si a sus padres, y especialmente a su madre, les había dado prácticamente un infarto que se casara con un protestante soltero, ¿cómo sería con uno divorciado?
Por segunda vez, Kathleen resolvió desafiar a su familia y plantear abiertamente su romance y su decisión de casarse tan pronto como se formalizara el divorcio de Peter. Al poco tiempo recibió una tajante carta de su madre en la que le advertía que "si llegaba a contraer matrimonio con Peter, no sólo quedaría desheredada, sino que la consideraría muerta por el resto de su vida". De su padre no recibió una línea, lo cual no dejaba esperanzas mucho más alentadoras.
Coincidencialmente, el viejo Joe tenía que viajar algunas semanas más tarde a Francia, para negociar algún aspecto del Plan Marshall. De Londres, su hija lo llama y le comunica que aunque se va a casar de todas maneras, y ya que va a perder a su madre de por vida, tendría una enorme importancia para ella saber que por lo menos puede contar con su padre. Le pide solamente un favor conereto: que acepte conocer a su prometido antes de regresar a EE.UU. El viejo ante la súplica de su hija adorada, y exponiéndose a la ira de su esposa, contesta rápidamente: "Los espero a almorzar el sábado en el Hotel Ritz de París". Según la doncella de Kathleen, ésta colgó con lágrimas de felicidad en los ojos.
Ese sábado, Peter Fitzwilliam alquila un avión privado para ir, en compañía de su prometida, a cumplir la cita con su futuro suegro. Todos suspendidos por una agitada tormenta que ponía en peligro cualquier vehículo aéreo. El piloto les advirtío acerca de este peligro, y recomendó no volar. Pero la cita en París era demasiado valiosa para suspenderla por una vicisitud climática. Contra su voluntad, el piloto accede a realizar el viaje.
A 9.500 pies de altura, el pequeño avión se encontró en medio de la violenta tormenta pronosticada. Como si fuera de papel, los vientos lo movían cientos de metros de un lado a otro. Durante veinte minutos, el piloto trató desesperadamente de controlar el avión. Al salir de una nube, apareció una montaña enfrente. "En ese momento, y durante diez segundos, Peter y Kathleen supieron que iban a morir", asegura el libro. Con este segundo accidente de aviación terminaba otra hija de Joe Kennedy y quedaba inconclusa una gran historia de amor.
El 20 de mayo se realizaron sus funerales, que por oferta de su primera familia política iban a ser en el cementerio de los Devonshires, ya que había muerto como viuda de uno de ellos. Una misa católica, con asistencia de 400 protestantes, antecedió que su ataúd fuera llevado en un tren privado a Chatsworth, la esplendorosa residencia de 150 cuartos que constituye el centro de poder de la familia Devonshire. Allá fue enterrada, al lado de su marido, mientras lloraban Anthony Eden, futuro primer ministro de Inglaterra William Douglas Home, el dramaturgo y hermano del futuro primer ministro de Inglaterra; el conde de Rosslyn, Randolph Churchill, el hijo del primer ministro; el escritor Evelyn Waugh; Lady Astor, Lady Harlech y docenas de sobrevivientes de la generación dorada de la Inglaterra de la posguerra.
El escritor Alistair Forbes, presente en la ceremonia, escribió al respecto treinta años más tarde: "Todavía veo la cara adolorida del viejo Joe Kennedy, parado, solo y sin amor de ninguna clase, detrás del ataúd de su hija mayor, en medio de los cientos de amigos ingleses que la habían adorado en vida y ahora la lloraban". La corona que reposaba encima del ataúd tenía una nota escrita a mano, cuya firma era de Winston Churchill. El epitafio que se puso sobre su lápida decía: "Siempre dio felicidad-ahora ha encontrado la felicidad".