Entre 2000 y 2019, la deforestación en el país arrasó con 2,8 millones de hectáreas de bosques, de acuerdo con el Departamento Nacional de Planeación.
Entre 2000 y 2019, la deforestación en el país arrasó con 2,8 millones de hectáreas de bosques, de acuerdo con el Departamento Nacional de Planeación. | Foto: Getty Images

ESPECIAL DE BOSQUES

Bosques: los santuarios de vida que estamos exterminando

En el país se alzan cerca de 81 ecosistemas boscosos que están en riesgo; reunidos, tienen un tamaño superior al de España. Tan solo una de esas hectáreas puede producir oxígeno suficiente para cubrir las necesidades anuales de 20 personas.

20 de marzo de 2021

Surcado de sur a norte y de oriente a occidente por bosques húmedos, secos, andinos, tropicales, de galería, de terraza, pantanos y manglares, Colombia es un país forestal: 52 por ciento de su superficie está cubierta por este hábitat, de acuerdo con el Ideam. Esto se traduce en 60 millones de hectáreas de bosques naturales nacionales, un tamaño superior al área continental de España, Alemania o Italia.

De hecho, Colombia es la tercera fuerza forestal de Suramérica, pues aloja cerca del 7 por ciento de los bosques de la región.

La presencia de estos explica, en parte, por qué este es un país megadiverso: son hogar de un sinnúmero de especies vegetales y animales, una vida tan vasta y variopinta como los mismos ecosistemas.

El 80 por ciento de la biodiversidad del país habita en los bosques. Algo aún más importante si se considera que Colombia ocupa el primer puesto mundial en diversidad de plantas y orquídeas, el tercero en palmas y el sexto en mamíferos”, manifiesta Diego González, coordinador de Restauración Ecológica y Producción Sustentable de Conservación Internacional.

Sin embargo, la importancia de estos ecosistemas va más allá de su rol fundamental como enclave de vida. “También brindan servicios de provisión, al dar alimentos, materias primas, resinas, aceites, frutos y madera; de regulación, en términos climáticos, hídricos y de protección de suelos; y de soporte, con la polinización, la fotosíntesis, la fijación de carbono y la creación de oxígeno”, agrega el biólogo.

Los beneficios asociados a los bosques no conocen fronteras: purifican el agua y mantienen su ciclo; mitigan riesgos naturales, como heladas, inundaciones, deslizamientos e incendios; y capturan carbono, lo que promueve la creación de aire limpio y la disminución de gases de efecto invernadero y de la temperatura planetaria.

Más allá de su impacto medioambiental de escala global o de ser un poderoso centro de abastecimiento, los bosques moldean quiénes somos y cómo entendemos el mundo.

La identidad de las personas muchas veces está relacionada con los espacios verdes que los rodean: los bogotanos, por ejemplo, estamos muy definidos por la presencia de los cerros orientales, mientras que las personas del Magdalena Medio lo están por sus bosques secos tropicales”, asegura Tatiana Céspedes, coordinadora de campañas de Greenpeace Colombia.

Esto tiene una trascendencia especial para grupos étnicos como los indígenas en la medida en que los bosques no solo representan su hogar físico y su seguridad alimentaria, sino también sus cosmogonías y sus valores culturales.

“En Colombia, las comunidades indígenas representan cerca del 3 por ciento de la población nacional y ocupan aproximadamente 30 por ciento del territorio, que son las áreas mejor preservadas y conservadas en el país. Ese cuidado responde a la relación espiritual que tienen estas personas con los bosques, que son actores principales en su plan de vida”, dice González.

Por su lado, el confinamiento del último año ha puesto el foco en servicios forestales, culturales y paisajísticos, que antes de la covid-19, quizá, podían pasar desapercibidos.

“Durante la pandemia se hizo más evidente la incidencia que tienen los bosques andinos, los bosques secos tropicales, las selvas amazónicas, los páramos y, en general, los espacios verdes sobre la calidad de vida en las ciudades y sobre la sensación de bienestar de sus habitantes”, comenta Céspedes.

Vida amenazada

Actualmente, las múltiples facetas de los bosques –cada una relacionada intrínsecamente con la supervivencia y la intervención humana– están en peligro, a tal punto que, de no actuar ya, podría no haber retorno. La pérdida forestal de entre 20 y 25 por ciento de la Amazonia, por ejemplo, se traduciría en una transición imparable hacia un ecosistema de sabana, de acuerdo con un estudio publicado en la revista Science Advances.

Este entorno, mucho más seco, modificaría las dinámicas climáticas globales, y afectaría especialmente la provisión de agua y de lluvia de una zona responsable del 70 por ciento del PIB de Suramérica, según los cálculos de The Nature Conservancy. La entidad, además, prevé que, de mantenerse la tasa vigente de deforestación, el punto de no retorno llegaría para 2039.

Las problemáticas que afectan a los recursos forestales están lejos de ser escasas o sencillas de abordar. “Existen unas amenazas directas naturales, como las tormentas y los huracanes, y otras que están relacionadas directamente con los humanos: la deforestación, la expansión agropecuaria con la ganadería y los cultivos, la minería, la extracción de madera, el crecimiento de las poblaciones y la infraestructura irresponsable”, asegura González.

Además, fenómenos como la colonización, la migración, el consumo de carne y de cocaína, la ocupación ilegal de zonas estratégicas para estos ecosistemas y el mal manejo de vertimientos fortalecen las dinámicas de la deforestación. Esta práctica, de acuerdo con las cifras presentadas por el Departamento Nacional de Planeación, arrasó con aproximadamente 2,8 millones de hectáreas de bosque entre 2000 y 2019.

Desde la orilla institucional

Hacer frente a los peligros que acechan los terrenos forestales es una tarea, por decir lo menos, compleja: proteger los bosques exige entender las particularidades y las necesidades de los humanos que los habitan. Esto significa interiorizar que la producción económica y la conservación ambiental deben ir de la mano, para garantizar, por igual, la salud de los ecosistemas y del tejido social.

En ese sentido, las políticas públicas tienen un papel crucial para fortalecer el control territorial y los sistemas de monitoreo, así como para crear leyes ambientales que protejan los ecosistemas y que, simultáneamente, garanticen estabilidad a las comunidades indígenas y campesinas mediante apuestas económicas sustentables.

A ese equilibrio le apunta la ‘Política nacional para el control de la deforestación y la gestión sostenible de los bosques’ (aprobada el pasado enero), que busca impulsar el uso sostenible del capital natural en 11 núcleos de alta deforestación –las zonas con mayor pérdida de cobertura de bosque natural–, ubicados en 150 municipios. De ser efectiva, esta política se traduciría en la reducción en 30 por ciento de la deforestación para 2022, la estabilización de 100.000 hectáreas deforestadas anualmente para 2025 y la consecución de una deforestación neta cero para 2030.

Desde la orilla ciudadana

Muy atrás ha quedado la idea de que los ciudadanos son entes pasivos sin acción ni incidencia en el entorno que los rodea: “Son los consumidores finales de la mayoría de la materia prima que se produce en los bosques, por lo que tienen un poder enorme. El consumo responsable es una herramienta central en la protección forestal”, dice González, quien ha trabajado durante casi una década en procesos de conservación natural.

El impacto de la vida diaria sobre el estado de los bosques no es menor: el reciclaje y el manejo adecuado de desechos, por ejemplo, puede ser un punto de partida. También lo es apoyar las iniciativas comerciales de pequeñas comunidades locales, cuidar activamente los espacios verdes urbanos existentes y fomentar la creación de nuevos lugares.

Por otro lado, informarse sobre los problemas ambientales, como la deforestación, sus causas y consecuencias, es un paso indispensable para consolidar una conciencia colectiva en la que las acciones cotidianas e individuales estén ancladas a un bien compartido.

El reto es común a toda la humanidad: proteger los bosques es, en últimas, protegernos a nosotros mismos.