Frutos de la tierra

Crónica de un cultivo de tomates orgánicos

Un joven capitalino abandonó su ajetreada oficina para trabajar en el campo, y ofrecer a los restaurantes de Bogotá, tomates exóticos, traídos desde Italia, sin modificaciones.

María Andrea Solano Behaine
26 de septiembre de 2013






Ver el amanecer en la Sabana de Bogotá, como diría un comercial, ¡no tiene precio! La salida de la capital, a las 5.00 a.m., está empañada por el trancón de camiones y buses que a esa hora ya cumplen su jornada diaria; la neblina confunde al menos astuto.

A una hora de recorrido, muy cerca de la salida por la calle 80, el Sol empieza a dar sus primeros rayos y los colores van apareciendo entre la opacidad. En Timaná, una finca floricultura por tradición, ya han comenzado las labores.

La luz del día golpea suavemente sobre los blancos invernaderos que protegen rosas y gerberas de exportación. Allí, entre delicados cuidados, se encuentra un cultivo artesanal de 15 variedades de tomates, donde los comunes chontos y los de larga duración no tienen cabida.

La idea de cultivar tomates en una granja que durante casi 40 años se ha dedicado a la floricultura, surgió en la cabeza de Alberto McAllister. Este joven bogotano, egresado de la Facultad de Administración de Empresas de la Universidad de los Andes, hasta hace un par de años se dedicaba a la consultoría empresarial.
Decidió dejar la oficina para irse al campo y meterse de lleno en el negocio familiar que, en ese momento, era solo de flores.

Pero sus planes dieron un giro. Un día, mientras comía con su mamá en un restaurante en Italia, se percató de que allá los tomates tenían gran variedad de sabores y que no solo eran rojos. En su mente inquieta de emprendedor se encendió el bombillo y decidió empezar a investigar sobre el fruto que comía. Fue así como comenzó a cultivar en Timaná (Colombia) 24 variedades diferentes a las que se consumen usualmente en el país. ‘Exóticas’, las llamó.

Su condición a la hora de importar las semillas desde Italia, era que fuesen tradicionales y sin modificaciones genéticas. Entonces, tomates de diferentes tamaños y colores se apoderaron de algunos de los invernaderos, y comenzó el experimento.

Quería, en primer lugar, hacer las cosas por el derecho: que el fruto creciera de la forma más natural posible, sin pesticidas, abonos artificiales u otro químico. Bajo este concepto surgió la empresa Garden Gourmet, con 15 de los 24 tipos que originalmente pensó en comercializar.

El primer reto de McAllister fue hacerle entender a los cocineros de varios restaurantes capitalinos que sus platos con tomate podían ser más variados de lo que parecían, y que su creatividad para innovar en las preparaciones se vería beneficiada con esta diversidad. Y los convenció.

El segundo fue que comprendieran que, por el método de crecimiento, sus productos poseían ciertos ‘defectos’ naturales que no tienen los que han sido modifica-dos genéticamente –como costras–, pero que mantenían su sabor intacto. También lo logró.

Esos ‘defectos’, las formas imperfectas y las diferentes tonalidades de los colores, sin intervención y traídos al mundo tal como fueron paridos por la madre tierra, son quizá el mayor encanto que ha hecho que sus tomates, desde hace un año, sean despachados casi a diario y servidos en las mesas de los más exigentes comensales bogotanos.

Creciendo a lo natural

En los invernaderos se puede oler lo natural, lo saludable. Nada cercano al fuerte hedor de los productos fertilizantes; y es que su proceso de cultivo está diseñado para que así sea.

El primer paso es la germinación de las semillas; se hace de forma manual sobre unos platos, con la misma sutileza que se emplea para la germinación de las flores. Cuando sale el diminuto tallo verde, se pasa a un vaso plástico y de allí, cuando la raíz ha crecido lo suficiente y está preparada para dar fruto, es trasplantada, bien sea a una maceta negra importada desde Europa, que tiene un sistema de drenaje especial; o al suelo, donde la raíz puede alcanzar hasta dos metros de profundidad.

En este cultivo, las plantas son ordenadas para que crezcan hacia arriba. Paralelo al tallo, se pone una estaca o este se amarra delicadamente con un hilo hacia un colgadero. Así se maximiza el espacio y su crecimiento puede ser controlado, los frutos no se enredan ni crecen en el piso, sino que maduran colgados, como en un árbol.

Lo importante, cuenta McAllister, es ver el amarillo de las flores y el follaje verde. Parte del follaje que no tiene buena apariencia, se retira para que los nutrientes lleguen al fruto. Así, si se mira detenidamente, se pueden ver diminutos pelitos alrededor del tomate, que indican, según comenta el experto, que la planta está feliz y, cuando una planta está plena, tiene mayor producción y es de mejor calidad.

Los invernaderos cuentan con sistemas de ventilación automatizados para mantener la temperatura en los niveles adecuados. Si sube de 27 °C, se encienden y se evita que se pierda la cosecha, pues, aunque “el tomate es de tierra caliente, a medida que sube el piso térmico pierde productividad y gana calidad”, asegura Jaime Moreno, una de las manos laboriosas que se dedica al cuidado del cultivo.

Antes de llegar a esta parte, algunas plantas son escogidas para pasar por un área de experimentación que estuvo cerrada durante mucho tiempo y que revivió cuando McAllister decidió adentrarse en el mundo de las hortalizas.

Allí se prueban los métodos de cultivos, el compostaje y la forma de combatir las plagas a partir de biopreparados. Utilizan compuestos con ajo, por ejemplo, para repeler los insectos: “El olor es tan fuerte que ni siquiera se atreven a acercarse”, cuenta McAllister.
Así mismo, reutilizan el agua lluvia y los CD viejos son empleados para espantar a los pájaros, que se asustan al ver su reflejo en la superficie del disco.

El abono no es más que el compostaje que se obtiene del follaje restante de las plantas, de las que, están seguros, no tiene residuos químicos. “Lo que no quiero es hacer más daño ni a la tierra ni al mismo hombre, porque todos los químicos que se le aplican a las plantas terminamos consumiéndolos nosotros”, dice el bogotano, mientras toma en sus manos un tomate cherry negro, uno de los productos que ha causado sensación en los pedidos y que, cuando entra al paladar, se siente ácido al principio y dulce al final.
Para él, cuando se logra superar el tema del color, se disfruta de este tomate en todo su esplendor.

Hay restaurantes que se han arriesgado con sus frutos y han logrado crear, incluso, una sopa de tomates de dos colores, y por supuesto, de dos sabores. Un placer para los sentidos.

A las 10.00 a.m. el Sol en la Sabana ha alcanzado su máximo esplendor; el amarillo, naranja, morado, negro y el clásico rojo de los tomates relucen entre el follaje como luces de un árbol de Navidad.

Dos o tres horas más tarde estarán servidos, seguramente, en un sabroso plato en la ciudad.

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