Crónica: El debate en torno al grafiti

¡A la calle!

El asesinato de Diego Felipe Becerra, un grafitero de tan solo 17 años, hizo que la opinión pública y el gobierno de Bogotá replantearan una actividad que para muchos es arte y para otros tan solo un canal de comunicación. Aunque es evidente la evolución del street art en Bogotá, muchos se resisten todavía a que las paredes estén pintadas.

Christopher Tibble* Bogotá
23 de septiembre de 2014

Guache, un artista urbano, no se inmuta: “nos tomamos este muro sin autorización”. Son las dos de la tarde y hace un calor infernal, inusual para finales de septiembre. Yurika y Nice, dos artistas de larga trayectoria, trabajan a su lado. Varios transeúntes pasan y se quedan mirando la intervención. Algunos toman fotos, otros la comentan desde la estación de Transmilenio. Cada tanto, una patrulla sube de la calle 26 y atraviesa la avenida Caracas. “La policía ya vino y nos pidió un permiso, pero no hicieron nada. Últimamente, en Bogotá se ha legitimado bastante la práctica de pintar en la calle”, dice Guache.

Sus murales, de carácter político, se ven por toda la ciudad: rostros de indígenas coloridos y salvajes, calaveras, penachos, panteras, tuzas de maíz, a veces acompañados por frases como “nuestro norte es el sur” o “fuerza mestiza”. Clarisa Ruiz, Secretaria de Cultura, Recreación y Deporte, lo ha descrito como un Da Vinci de la calle. La obra de Guache hace parte de una corriente que cada vez toma más fuerza alrededor del mundo: el arte urbano o street art, un estilo que tiene al británico Banksy como mayor exponente y que desafía la idea del grafiti como una práctica espontánea, ilegal y anónima. Gracias a técnicas como el esténcil, los stickers y el muralismo, el arte urbano ha sido acogido por el público y las autoridades.


Esténciles de Djlu. Fotos: Iván Valencia.

Hoy su popularidad es tal, que algunos de sus principales exponentes venden sus obras en galerías y exponen en museos. Stinkfish, uno de ellos, incluso diseñó la pasarela de Prada para la Semana de la Moda de Milán en 2013. De hecho, según la página web de viajeros Trip Advisor, la cuarta mejor actividad para hacer en Bogotá es un tour de arte urbano. El recorrido, organizado desde hace tres años por el australiano Christian Peterson, muestra algunas de las principales piezas de la Candelaria, muchas hechas en los últimos años por artistas internacionales como Ronzo, de Alemania o Pez, de Barcelona. El street art, al igual que el grafiti, vive una bonanza, “hace 15 años éramos 20 gatos, ahora somos 8.000”, comenta Yurika.

Si bien trazar la historia del grafiti es una tarea compleja por su naturaleza efímera y clandestina, se cree que la primera ola de arte callejero en Bogotá ocurrió a comienzos de la década de los setenta, haciendo eco de las protestas estudiantiles de Mayo ’68 en París. “
Ese año, en la capital francesa fue la primera vez que la gente se apropió de las paredes con frases como “seamos realistas, hagamos lo imposible”, asegura el grafitero y autor de libros infantiles Keshava Liévano. Ese espíritu contestatario, adaptado al contexto colombiano, desembocó en un grafiti de consigna muy original, que fluctuaba entre frases izquierdistas a favor de grupos subversivos como el M-19 y expresiones humorísticas como “no pise la hierba, ¡fúmela!”.


Grafiti de consigna de Keshava Liévano. Cortesía: Luís Liévano.

Según Liévano, ese tipo de grafiti, que tenía como epicentro la Universidad Nacional, se consolidó en los ochenta con un evento específico: cuando el presidente Belisario Betancur, en un intento por congraciar su proceso de paz, invitó a los ciudadanos a salir a pintar palomas. Los grafiteros de consigna se valieron de la coyuntura e inundaron la ciudad de mensajes. Fue por esas fechas que Liévano rayó su primer muro. Escribió: “no más palo-mas”, un juego de palabras que aludía al MAS, el primer grupo paramilitar financiado por el narcotráfico. La gente vivía pendiente de los mensajes de los grafiteros. Podían verse algunos humorísticos, como “se hace gamín al andar”; “el niño Dios son los papás”; o “levántense haraganes, la tierra es pa’ que la trabajen”, escrito a las afueras de un cementerio; otros dicientes: “paz bio-lenta”; “Pienso, luego desaparezco”; unos feministas, al estilo de “mujer: ni sumisa ni devota: te quiero libre, linda y loca”, y otros extrañamente líricos, como: “arriendo nube, sector presidencial”.

Los muros se convirtieron entonces en un lienzo donde era posible decir lo que no se debía decir, y sus autores, de repente, se volvieron celebridades. El Espectador, por ejemplo, mostraba los grafitis de la semana. A finales de los ochenta, durante el boom de las consignas, apareció otra corriente, distinta pero igual de rebelde. Se trataba del grafiti writing, también conocido como letras, proveniente de la cultura del hip hop estadounidense. Nacido en el submundo del metro de Nueva York y las calles de Filadelfia en los setenta, los practicantes del writing, casi todos adolecentes, tenían un objetivo: firmar la mayor cantidad de veces su nombre en espacios públicos. “El sentirse invisibles en las ciudades los llevó a escribir: yo estoy aquí”, dice Camilo López, director creativo de Vértigo Graffiti, marca que financia proyectos de arte callejero.

Poco a poco, las firmas, conocidas como tags, evolucionaron. Buscando mostrar su destreza y superioridad, los grafiteros empezaron a hacer obras más complejas, conocidas como pieces. Así entonces, en un duelo que fomentó la creatividad, los trenes de Nueva York se transformaron en lienzos multicolores, colmados de letras bombeadas y caricaturas. El mensaje de los adolecentes no era otro que hacer presencia, reclamar un sitio en la ciudad. Ese estilo llegó a Colombia, al igual que el hip hop, en barcos que anclaban en Buenaventura y hoy es la corriente de grafiti que predomina en los muros de las ciudades y pueblos del país.

En ese entonces, como hasta hace poco, el arte callejero tenía una connotación de vandalismo. En Bogotá, quizá la primera excepción fue la obra del francés Nemo, que durante la primera alcaldía de Antanas Mockus, a mediados de los noventa, hizo una serie de 160 esténcils de un hombre negro, acompañado a veces de un paraguas rojo o montando en bicicleta. “Se puede decir que con él comienza el street art en la ciudad”, opina Djlu, artista urbano. Desde la aparición del francés, los tres estilos de grafiti se empezaron a apropiar, clandestinamente, del espacio público. Pero todo eso cambió hace poco.

Antes de 2011, en Bogotá, como en casi todas las ciudades de Latinoamérica, no había una reglamentación específica para la situación del arte callejero. Hubo algunas iniciativas para promoverlo, como cuando en 2006 el colectivo Mefisto y el programa de la alcaldía Jóvenes Sin-Indiferencia organizaron una intervención en unas paredes de la avenida 30. El grafiti solo entró en la esfera púbica en agosto de 2011, a raíz del asesinato a manos de un policía de Diego Felipe Becerra, un joven de 17 años quien pintaba debajo del puente de la calle 116 con avenida Boyacá. El episodio, de por sí lamentable, tomó dimensiones drásticas cuando se reveló que los agentes manipularon la escena del crimen para hacer ver a Becerra como un atracador. Su caso se transformó en un debate público en torno a la legalidad del grafiti. “Todo cambia con ese episodio. De repente, un decreto que iba a ser de prohibición se convierte de fomento”, recuerda Clarisa Ruiz.

Un año antes de la muerte de Becerra y como resultado de una demanda, un juez había obligado al distrito a reglamentar el grafiti a través de un acto administrativo. Este originalmente iba a tener una naturaleza restrictiva y coactiva, pero el homicidio y el escrutinio público obligaron a la alcaldía a replantear la cuestión. Fue así como en 2012 se creó la Mesa Distrital del Grafiti, con el fin de darle cabida a la opinión de los grafiteros. De los diálogos entre los funcionarios públicos y los artistas surgió, en febrero de 2013, el decreto 075, para promover la práctica responsable del grafiti. Desde entonces, el distrito ha designado zonas legales para pintar, ha auspiciado intervenciones y ha hecho talleres pedagógicos.


Nice pinta en la intervención de la calle 26 con Caracas. Foto: Iván Valencia.

Para no ir muy lejos, justo detrás del muro donde trabajan Guache, Yurika y Nice, se alcanza a ver El beso de los invisibles, la segunda pieza de street art más grande del país –la primera, Prisma Afro, está en Cartagena–. Inspirada en el beso que se dieron Hernán y Diana, habitantes de la calle, en una visita del presidente Santos al ‘Bronx’, la obra, de 300 metros cuadrados, costó más de cien millones de pesos. Su subvención estuvo a cargo del Instituto Distrital de las Artes, en conjunto con la marca de ropa Seven Seven, Homecenter y Vértigo Graffiti. “La idea era cambiar la imagen de la calle 26, que a raíz del escándalo de contratación de los Nule había quedado asociada con la corrupción”, dice Germán Gómez, de la Secretaría de Cultura. La gigantesca pieza, hecha por cinco artistas, incluido Yurika, hizo parte de una iniciativa que la alcaldía lideró el año pasado para intervenir artísticamente esta área.


El beso de los invisibles, Vértigo Grafiti. Foto: Iván Valencia.

“El fomento del distrito nos abrió una puerta para poder vivir de nuestro arte, si bien se ha perdido un poco la idea romántica de la ilegalidad y de la transgresión”, dice el artista Cazdos. El decreto, en vez de señalar una serie de áreas específicas donde se permite hacer grafiti, enumera los espacios en los que está prohibido, como vehículos y estaciones del sistema de transporte público, la ciclovía y señales de tránsito. En cuanto a la propiedad privada, establece que es legal siempre y cuando el artista cuente con el permiso del dueño del inmueble. El decreto, además, no distingue entre arte urbano, grafiti writing y de consigna.

En algunos casos, la policía aprueba el arte urbano, pero desconoce los otros dos estilos. En marzo, por iniciativa del general Palomino, director de la policía, las autoridades decidieron, sin el aval del distrito, limpiar varios grafitis de la 26. “Hay algunas pinturas que han hecho en estos sectores que no se pueden considerar grafitis; no tienen una forma muy profesional, sino al contrario, tienen palabras inadecuadas”, dijo el coronel Juan Carlos Vargas a Blu Radio. Esa diferenciación arbitraria por parte de las autoridades ha molestado a varios artistas. “A la gente le encanta el arte urbano porque lo entiende, pero odia el writing porque es un código que no busca ser entendido. Pero, ¿quién demonios le dio a la policía la calidad de curador de arte, si en últimas todos estamos haciendo lo mismo, solo que con diferente estética?”, se pregunta Djlu.

El debate en torno a los distintos tipos de arte en la calle es complejo, porque a menudo los estilos se mezclan o se complementan. En un estudio realizado por Idartes en 2012, se concluyó que sesenta por ciento del público no distingue entre los géneros; pero esa misma encuesta también demostró que cuatro de cada cinco ciudadanos cree que el grafiti le aporta a Bogotá. A pesar de cruces esporádicos con la policía, para Cheché, miembro del colectivo Toxicómano y de la mesa distrital de grafiti, hoy la situación es óptima: “Antes de la muerte de Diego Felipe, la policía hacía lo que se le diera la gana. A veces le desocupaban los aerosoles en el pelo a las personas y trataban a los pelados como delincuentes. Lo que hacen los muchachos es quizá imprudente, pero no es un crimen. El decreto 075 los protege y ahora nunca hay cárcel o detención. Máximo hay amonestaciones escritas, sanciones verbales, multas o cursos”, asegura.

Hacia el final de la tarde, la ropa de Guache ya tiene varias manchas de pintura. Está a punto de terminar su obra, el rostro acostado de un indígena. Nice, a su lado, usa una polea para alcanzar los extremos más altos de un caballo naranja y Yurika, al fondo, trastoca con trazos veloces sus letras. “Lo increíble de pintar en la calle es que cualquiera le puede dar valor a la pieza”, dice Guache, quien se detiene, antes de continuar: “Es la naturaleza de la pintura lo que importa y no lo que la rodea. Es un museo en la calle”.

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