Edición 80

Correo del mes

29 de mayo de 2012

Creo que la Feria del Libro de Bogotá se debe mirar desde dos puntos de vista. El acontecimiento cultural que significa reunir a escritores y artistas de otras latitudes para que nos hablen de su obra y del porvenir de la literatura y el arte, y para que los autores colombianos intercambien ideas y compartan con el público. Es divertido contemplar esa lucha de egos por lograr la gloria efímera de una entrevista en televisión, lo que Tom Wolfe describió magistralmente en La hoguera de las vanidades. Pero, en fin, supongo que los escritores tienen derecho a luchar por lo que Kurt Vonnegut denominó “la masa de lectores fiables”. Que una vez al año los medios de comunicación se sientan comprometidos con el libro como noticia, que el olvidado arte de leer se reviva y que los escritores sean los personajes de moda es gratificante para quienes vivimos de los libros y amamos la lectura. El otro punto de vista es el comercial. El objetivo inicial de la Feria era la promoción de la lectura y servir de vínculo entre los compradores y las librerías. Pero ese objetivo se perdió en el laberinto de los intereses particulares. Poco a poco dejó de ser una feria de novedades editoriales para convertirse en un bazar persa. Lo importante es vender espacios. Los editores tratan de borrar sus errores de exceso de inventarios, saldando, liquidando casi al costo lo que hace unos meses habían ofrecido a las librerías a precios muy distintos. La Feria, entonces, deja en el visitante la mala idea de que este es el único lugar y la única ocasión para adquirir libros baratos. Y los libreros somos los malos del paseo. Me atrevo a afirmar que en estos veinticinco años la Feria no ha contribuido para que aumente el índice de lectores ni para mejorar el comercio del libro ni la situación de las librerías. Los directivos de la Cámara del libro han manejado la Feria con un criterio inmediatista, avalados por las editoriales que van cantando alegremente hacia el abismo.

Felipe Ossa, gerente de la Librería Nacional.

 

No soy seguidor de Héctor Abad. Así como él acepta en su columna que apenas lee teatro, yo acepto que apenas lo leo a él; ambos por razones personales. Pero eso es una cosa, otra muy diferente es que la columna de Marta Ruiz haga apología al teatro apuntando a una supuesta diferencia de conceptos con Abad. Escribo “supuesta” puesto que no existe tal diferencia, en la medida en que parece que Marta Ruiz —aclaro que su columna La lengua absuelta me fascina por su agudeza— no dice nada al respecto de lo que Abad sí dice. Marta defiende el teatro, eso está muy bien; no obstante, sospecho que Héctor no ataca al teatro como se podría pensar. Abad ataca el show en que se ha convertido el Festival de Teatro. Lo dice cuando compara no ir al Festival con no ir a misa en Semana Santa. Y es que en eso se ha estado convirtiendo el Festival. Ojo, no critico la idea del Festival Iberoamericano de Teatro —y creo que Abad tampoco—, critico la mentalidad que se tiene frente al mismo y la naturaleza paradigmática que puede adoptar. Claro, hay que apropiarse de ese evento, pero eso no implica que deba ser una camisa de fuerza para la cultura y el ciudadano de a pie. Ahora bien, si existe clientelismo, entonces la calidad del teatro no es la misma. Se suma a esto que ya no tengamos capacidad de asombro y que los esfuerzos que hacen los teatreros estén dirigidos más a asombrar que a la reflexión. Así pues, una apología al teatro no me parece la mejor manera de estar en contravía con lo expuesto por Héctor. Debe tomarse el todo esencial de ese discurso y hablar en consecuencia. No creo que Marta lo logre. Creo que se limita a defender el teatro, pero se le escapa lo fundamental: el debate que propone, entre líneas, Héctor Abad.

Félix Ceballos

Licenciado en Filología e Idiomas con énfasis en Inglés

Universidad Nacional de Colombia

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