Maynard James Keenan, líder y cantante de Tool, en un concierto en Estados Unidos durante el festival de Ozzfest.

MÚSICA

Crucificar el ego: el esperado regreso de Tool

Tras trece años de no sacar un nuevo disco, la banda de metal y rock progresivo Tool lanza ‘Fear Inoculum’, a pocas semanas de aterrizar en las plataformas de 'streaming' por primera vez. Una crónica sobre la experiencia de oírlos en vivo y seguirlos en vida.

Alejandro Pérez*
26 de agosto de 2019

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Una novedad: eso hemos estado esperando los seguidores de Tool por trece eternos años. La espera y las muchas especulaciones sobre el nuevo lanzamiento, parece mentira, terminarán este 30 de agosto, cuando Fear Inoculum llegue al mercado y a las plataformas de streaming.

Como hizo King Crimson, una de sus bandas referentes, Tool se demoró décadas en aterrizar en esas plataformas, argumentando el derecho a defender la calidad de su sonido impecable y el nivel de elaboración y cuidado de su música en una época de comercialización, objetivación y masificación desmedidas.

El aterrizaje en Spotify y Apple Music sucedió apenas el 2 de agosto, y con ello se propagará su leyenda, construida por seguidores fieles, incluso petulantes, que le exigen tanto como la agrupación se exige a sí misma.

En la gira que recién terminó por Estados Unidos –su país de origen– y Europa, que (ilógicamente) empezó antes de lanzar el nuevo trabajo discográfico, Tool arrastró y sacudió a su rebaño. Le dio más de lo que esperaba; y lo que esperaba era lo imposible. Lo vi y lo creí el pasado 14 de mayo, en un “palacio de los deportes” llamado Sprint Center, en Kansas City, el corazón de la tierra de Trump (y de Tool); un espacio cerrado, amplio y calibrado que creó un universo. La mejor misa-concierto a la que he asistido.

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We’re gonna need your help
and your permission,
so we need you to find
a comfortable space,
that is not only comfortable,
but vulnerable.
I want you to shut your eyes and go there,
and we’ll meet you on the other side...

Con estas palabras, el vocalista Maynard James Keenan presentó alguna vez el cover de su propia canción, “Pushit”, un himno que solo ellos podían codificar distinto y reinventar mejor. Algo similar lograron con otro cover, el superlativo “No Quarter”, de Led Zeppelin. ¿Quién se apropia con éxito de una canción de Led Zeppelin?

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Sigo a Tool desde 1996. Quedé flechado a partir de mi primer encuentro con “Stinkfist” y el resto del disco Ænima. La voz de Maynard James Keenan, que navega sobre la base pesada y progresiva que tejen los otros tres músicos, marcó un antes y un después. Varios amigos compartieron la aventura y no hubo marcha atrás. Hay algo en la relación entre la banda y sus seguidores, un sentido del destino. Lejos de ser la única agrupación que importa, ocupa un lugar metafísico y a la vez lo cuestiona. Ænima solo mejora con el recorrido, con canciones como “H.” y “Jimmy”, venenosamente melancólicas y explosivas; y “Third Eye”, en que abordan la experiencia psicodélica de frente, las preguntas existenciales que vienen de haber despertado otra visión de lo humano.

Adoptarlos inmediatamente como mi banda de cabecera me llevó a navegar sus trabajos previos. Opiate (EP, 1992) y Undertow (1993) revelaron una faceta enojada y poderosa, forjada en épocas de grunge, pero en un registro de nicho. Temas como “Part of Me” o “Sober”, quizás su primer gran éxito, desnudaban obsesiones frenéticas y un hastío que llevaba a “querer empezar de nuevo”. Desde Los Ángeles, en ola creativa con agrupaciones amigas como Rage Against the Machine (en cuyo álbum debut Maynard contribuyó con un canto arrollador en “Know your Enemy”), el grupo pulió su identidad.

Luego, en 2001, convertido de lleno a su evangelio musical, recibí Lateralus como una iluminación musical. El disco es arrollador desde su propuesta gráfica y canciones con visos de esperanza humana como “Parabol” y “Parabola”, e himnos como “Lateralus”, tema que en sus versos sigue la sucesión de Fibonacci y proyecta la espiral eterna. Por razones más simples que estas, ese álbum ratificó mi devoción al rock que mueve fibras; que pide “crucificar el ego antes de que sea demasiado tarde”. 

Cinco años después, en 2006, con 10.000 Days, Tool llevó su creación progresiva y sentida a lugares de cuestionamiento espiritual, de psicodelia espacial en la asombrosa “Rosetta Stoned”, y de homenaje a la madre de Maynard, quien padeció enfermedades durante diez mil días antes de poder “descansar en paz”.

Ese mismo año pude verlos por primera vez en el festival Street Scene, en San Diego. Tomó tiempo, unas dos o tres canciones, entender el sonido, reconocer a la banda que navegaba por mis venas. Sucedió y fue sublime, pero con nueve temas (extensos, eso sí) quedé iniciado. Sabía que necesitaba verlos en un concierto propio, sometido a sus reglas absolutas.

Y luego vino el gran silencio. Trece años en que algunos vericuetos legales con su sello disquero los llevaron a optar por detenerse. La fanaticada poco supo de lo que pasaba. Aguardó paciente, luego impaciente, y después con una incredulidad que apeló al chiste para soslayar la carencia. Se volvió común decir que el fin del mundo llegaría antes que el nuevo trabajo de una banda cuyos integrantes seguían muy vivos.

Maynard siguió grabando, participando prolíficamente en otros proyectos (A Perfect Circle, Puscifer), distintos pero virtuosos; no necesariamente del gusto del seguidor de Tool, aunque con un lenguaje propio, y esa voz, esa voz…

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La banda siguió girando. No dejó de tocar, mas la gente le recriminó a Maynard no enfocarse en Tool, y destinar su tiempo a sus otras agrupaciones y al vino que se dedicó a producir. Pero lentamente, desde 2018, por medio de su página y de sus redes, Tool comenzó a generar expectativa. Las entrevistas que dio Maynard (curiosamente, el más ácido es quien habla) iluminaron el método de la banda. El cantante culpó a sus tres compañeros de la demora, pues ellos componen la estructura y se la entregan para que él pinte las melodías y añada sus letras.

Dada la proclividad a la experimentación y la perfección, ese proceso tomó muchísimo tiempo. “Somos testarudos y no estamos pendientes de lo que sucede allá afuera. Somos exitosos, y a la gente exitosa es difícil decirle cómo hacer sus cosas”, dijo. La admiración y mi promesa me llevaron este año a viajar a Kansas City, buscando la comunión irresistible.

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Lo digo sin reparos. Ese concierto fue una experiencia espiritual. El volumen musical y la mezcla viva que conjuraron los ingenieros visuales y de sonido, así como la intención y el mensaje de los artistas, crearon una atmósfera fluctuante e inmersiva que llevó a lugares sagrados una obra musical que ya es de por sí compleja y orgánica. No debería sorprender que una agrupación de vanguardia rompa el techo, pero verlo suceder es especial.

Los cuatro músicos honraron su estándar. Inyectaron de vida canciones escogidas de sus cuatro álbumes: “Ænema”, “Jambi”, “Forty Six & 2”, “Parabol+Parabola”, “Schism”, “Vicarious”, “The Pot”, “Stinkfist” y el brutal clásico de 1992 “Part of Me”, a las que sumaron dos notables estrenos: “Descending” e “Invincible”. Desplegaron su ritmo, estallaron, y hasta gong y timbales usaron.

Entre muchos detalles, cuatro inolvidables. Primero, contar con un Maynard James Keenan de voz rejuvenecida que sorteó las altas; que cantó la parte final de “Vicarious” y “Part of Me” como si tuviera veinticinco, un logro que no siempre consiguió en la gira y que a su edad sería inhumano exigirle. Segundo, entender que los tambores de Danny Carey configuran la estructura molecular de su música y, con ella, de sus feligreses, por la manera física en que vibran en las entrañas. Tercero, descubrir la fuerza de Justin Chancellor, sentir sus bajos, sus acordes, su sonido expansivo, y verlo servir de frontman con sus primitivos movimientos. Y por último, perderse en la distorsión de Adam Jones, en los juegos sonoros que hipnotizaron a trece mil almas y las invitaron, con paneos de un lado al otro, a no quedarse quietas.

La entrega visual no podía quedarse atrás, pues se trata de uno de los sellos distintivos de Tool. Durante el concierto, repasaron sus gamas de estética y cromatismo. Mutaron del gris de la angustia al blanco existencial, al naranja explosivo y al verde selvático. A ello se sumaron juegos de láser que, por momentos, desde arriba, encerraban a los músicos en conos; otras veces se proyectaban hacia los techos y revelaban figuras tribales (no hay un detalle gratuito).

Un juego de telas traslúcidas añadió dimensiones y planos a la proyección que amplificó los motivos recurrentes de la banda: las animaciones stop motion creadas por Adam Jones, su guitarrista y guardián de imagen; el arte multicolor energético de Alex Grey en Lateralus, con sus espirales infinitas como invitación a saltar de cabeza. Y, de tanto en tanto, unas ráfagas de humo aparecían para hacernos creer que presenciábamos apariciones.

Hay registros de estos conciertos, e incluso algunas grabaciones de audio que en su calidad dan una idea de lo que se vivió. Pero nada se compara a estar ahí. A ser modificado por la experiencia.

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Nunca han sido un envase; siempre han sido contenido. En los años noventa, radicados en California, imploraron por la llegada de la ola capaz de tragarse Los Ángeles con toda su plasticidad y tráfico de intereses. Le pedían a “mamá soltar la llave y ponerlo todo en su lugar”, anunciando el advenimiento de la bahía de Arizona. Unos veinte años después, esa plegaria de desprecio apocalíptico solo ha cobrado vigencia; hoy convivimos con el calentamiento global y la plasticidad invade tierra y océanos por igual. 

“Fuck all you junkies and fuck your short memories”.

¿Qué es entonces Tool? Una banda de rock que se ama o se descarta, sin puntos medios. Una identidad, una manera de ver desoladora y oscura, pero filosóficamente poderosa. 

Una curaduría exhaustiva de una idea que trasciende la música. 

“This body, this body holding me,
be my reminder here that I am not alone”.

Ahora viene el nuevo disco. No estamos solos.

*Pérez es editor cultural de la revista Semana y un melómano sin remedio.