Teatro

Maquillarse de amnesia

Dos montajes contemporáneos indagan sobre la necesidad de olvidar, aunque, de manera paradójica, muestran cómo las sociedades terminan por cobrarle el pasado a quienes pretenden pasar la página de la historia.

Sandro Romero Rey* Bogotá
18 de julio de 2015, 12:00 a. m.
la obra de teatro Labio de Liebre, protagonizada, escrita y dirigida por Fabio Rubiano.

Cuando se concibió el libro del Teatro Colón de la capital de Colombia, para la celebración de los 100 años (1892-1992), los editores se vieron en serios problemas para recuperar su historia. Lo mismo sucedió con el volumen (1968-1993) que sirvió de pronta despedida para la gesta del Teatro Popular de Bogotá (TPB), hoy convertido en el Espacio Odeón.

Durante el tiempo que el primero estuvo cerrado para su restauración, nadie se molestó porque el tradicional escenario de la calle 10, en el barrio de La Candelaria, no abriera sus puertas, salvo por algunas airadas polémicas de especialistas acerca de la pertinencia de su “modernización”, o de la conservación a ultranza de su esencia arquitectónica. Con el TPB ocurrió lo contrario cuando, a finales de la década del noventa, “suspendió” sus actividades: nadie reclamó sus ruinas, ni se hicieron manifestaciones, ni sus antiguos miembros se encadenaron a sus rejas para que no muriera. Simplemente quedó allí, en silencio, mientras el paisaje de sus ruinas agredió el entorno de la Avenida Jiménez, como una triste evidencia de que su escenario era prescindible.

El Teatro Colón, finalmente, encendió de nuevo sus reflectores al público en 2014 y, dentro de su nuevo plan de actividades, estrenó la obra Labio de liebre, protagonizada, escrita y dirigida por Fabio Rubiano, genio y figura del Teatro Petra de Colombia. Rubiano y Petra celebraban con bombos y platillos sus primeros treinta años de actividad ininterrumpida, con la temporada de su décimo quinta creación escénica. ¿Alguien se acuerda de los catorce montajes anteriores del grupo de Rubiano? Como se ha anotado desde siempre, a lo largo de las llamadas artes representativas, la esencia de lo que sucede sobre un escenario es su carácter efímero.

Sin embargo, el desafío de Labio de liebre (y quizá su pertinencia) radicaba en el hecho de reflexionar sobre una república perfecta, en la que tanto el olvido como la memoria se convierten en la materia misma del conflicto que encarnan. Como en La muerte y la doncella, de Ariel Dorfman (llevada al cine en los años noventa por Roman Polanski), el verdugo ha decidido pasar la página de sus atrocidades pretéritas y llevar una vida “normal”, borrando las huellas de sus horrores. Olvidando. Pero el destino lo cruza en el camino de sus víctimas y de nuevo la pesadilla empieza, ahora con los papeles invertidos.

En Labio de liebre no hay intenciones realistas: desde que “se abre el telón” (es una manera de decir que se entra en un nuevo territorio, en el de las convenciones imaginarias, así la mayoría de las obras escénicas del nuevo milenio se hagan “sin telón”, como en el título de la película de Carlos Mayolo sobre el Teatro La Candelaria…), el paisaje no pretende que el público “recuerde” algo. Hay una casa de campo y cae nieve. Ah, de acuerdo, dice el público, acomodándose en su silla. No estamos en Colombia. Estamos en Suiza, en Escandinavia, en otro mundo. En el trópico no cae nieve.

Pero poco a poco comienzan las dudas: el protagonista de la obra (su autor), se comporta como un exiliado de sí mismo, loco por “pasar la página” (otro eufemismo para aferrarse al olvido), mientras inusitados fantasmas, estos sí “de los nuestros” (de ruana, de acentos marcados, de deformaciones leporinas), deciden asaltar su refugio alpino. Y de nuevo las sorpresas: los personajes no son maniqueos, no son blancos y negros, ni buenos ni malos. En la obra no se denuncian masacres ni hay indignaciones a ultranza. Al contrario, pareciera como si la muerte indicara la necesidad de borrar los horrores, para convertirlos en una suerte de cuento de invierno, de sueño macabro en una lejana noche de verano.

¿Cómo hablar del conflicto colombiano en el teatro sin terminar echando gasolina, perpetuando, sin querer, odios e intolerancias? Partiendo de la base de que toda obra dramática aferrada a los parámetros aristotélicos, se nutre de lo que el cineasta y artista chileno Raúl Ruiz objetaba como “la teoría del conflicto central”, valdría la pena preguntarse en dónde radica el núcleo de Labio de liebre. Y es muy probable que las pistas se encuentren en su enojoso título, en la medida en que ese error de la naturaleza, ese inconveniente de lo bello, se convierte en el núcleo de una historia que pretende tapar con sus paisajes nevados el infierno de un trópico que incendió su paraíso y convirtió las cabezas de sus protagonistas en balones de fútbol.

“Labio de liebre” es un remoquete y, al mismo tiempo, un acto de ternura, un llamado a la conmiseración. Así como “la muerte” y “la doncella”, en la fábula de Dorfman, no son simplemente guiños a un cuarteto de Schubert, sino la evidencia de unos roles que se cruzan entre víctima y victimario. En el caso de Labio de liebre, no solo se reflexiona sobre la dialéctica entre la venganza y el perdón, sino sobre la pertinencia de eternizar los roles que cumplen tanto las víctimas como sus asesinos. Pareciera como si, en algún momento de la obra, se le diera la razón al historiador norteamericano David Rieff, cuando se atreve a asegurar que “…hay poderosos argumentos para sostener que lo que garantiza la salud de las sociedades y de los individuos no es su capacidad de recordar, sino su capacidad para finalmente olvidar” (Rieff, Contra la memoria, 2012).

Ahora muy bien. Con Labio de liebre no estamos en el territorio de la historia sino en los escarpados senderos de la metáfora, del teatro, de la puesta en escena. Y dentro de dichos límites hay que valorarla. Labio de liebre no es solo su texto. Es muy probable que, sin el impecable dispositivo escénico creado por la artista Laura Villegas, su fábula hubiese dejado de ser fábula para convertirse en un infierno de peligrosas obviedades. Al contrario, el diálogo de formas establecido entre Rubiano, su grupo de actores y la diseñadora del espacio, pareciera concebir un contrapunto entre la belleza y el horror, entre el escenario a la italiana y la pesadilla sin frontalidad, entre la necesidad del recuerdo y la pulsión hacia el olvido. Así mismo, desde la perspectiva del teatro, el humor se convierte en una suerte de necesidad hiriente, en el negro recurso que ayuda a pacificar los ánimos y a poner en evidencia que no se está en el mejor de los mundos posibles sino, por el contrario, en una tragedia que necesita de la risa porque no hay soluciones, porque los males ya están hechos, porque ni la venganza ni el perdón servirán de nada.

A escasas cuadras del Teatro Colón, donde se vivió la eufórica experiencia de Labio de liebre (hacía mucho tiempo una obra colombiana no triunfaba durante varias semanas en la cartelera de nuestro escenario tutelar: al parecer, nadie quiere olvidar cuando los recuerdos están bien contados), en el ya citado Espacio Odeón (un lugar concebido para las artes contemporáneas, adaptando las ruinas del antiguo TPB para toda suerte de aventuras de la creación), se presentaron en el último año dos temporadas de una misma obra: La secreta obscenidad, versión libre de un “clásico” de la escena chilena contemporánea, llamado La secreta obscenidad de cada día, del dramaturgo y psiquiatra Marco Antonio de la Parra. El asunto de las “dos temporadas” se ha desdibujado en nuestros tiempos gracias (o por culpa de) la idea de las seasons en las nuevas series de televisión, que en bloques secuenciales de historias de largo aliento, se convierten en episodios que evolucionan de manera discontinua. En el caso de La secreta obscenidad, el asunto resultó un tanto más cruel: la “primera temporada” fue concebida sobre el espacio escénico por los actores Alberto Valdiri y Hernán Cabiativa, bajo la dirección de Matías Maldonado. Pero Valdiri, uno de los actores emblemáticos de cierta contracultura del teatro, el cine y la televisión colombiana, murió de manera fulminante a causa de un segundo infarto que lo persiguió de rumba en rumba. Meses después, el director de la puesta en escena asumió el papel de Valdiri, y “la segunda temporada” volvió a sacudir las ruinas del Espacio Odeón con la farsa macabra del escritor chileno.


Alberto Valdiri y Hernán Cabiativa, en la primera temporada de La secreta obscenidad. Foto de: Danilo Cangucu.

El olvido que seremos es el título de un exitoso libro del novelista antioqueño Héctor Abad Faciolince, cuya impronta ha dado pie a una ya célebre polémica con el poeta Harold Alvarado Tenorio (reproducida en el libro Traiciones de la memoria del primero y en la página web del segundo). Y “el olvido que seremos” parecía ser el título de una inmensa foto que trataba de recordar la figura de Valdiri al final de la representación de La secreta obscenidad. Porque el olvido parecía instalarse en las sombras de la puesta en escena. El actor había desaparecido y de él solo quedaría el recuerdo de lo que Matías Maldonado había escrito en una de las paredes de Odeón. Y la foto. Curioso colofón para el regreso de La secreta obscenidad, un montaje concebido para lo que ahora se llama un “espacio no convencional”, donde el público pareciera haberse colado en los escombros del apocalipsis, para observar a un par de exhibicionistas malolientes peleándose el punto de mira de un colegio de señoritas. Pero los exhibicionistas, minutos más tarde, confunden a los testigos y dan todos los indicios para que los consideremos como los restos de Sigmund Freud y Carlos Marx, convertidos en los deshechos humanos de sus propias leyendas. Pero estos “alter vagos” de los grandes pensadores europeos son, a su vez, crueles representantes del-olvido-que-seremos los latinoamericanos quienes, por complicidad o por silencio, fuimos testigos de las dictaduras de los años setenta. Al mismo tiempo, los perversos indigentes pueden ser, a su vez, las traviesas y tristes parodias de unos reinsertados del conflicto colombiano, antiguos asesinos convertidos en víctimas, que a su vez son exhibicionistas solitarios, que a su vez son los restos del pensamiento de occidente, que a su vez son actores que le hacen un homenaje a un actor fallecido, que a su vez son los encargados de mantener viva la llama de un espacio que pareciera condenado a la desaparición definitiva.

Tanto Labio de liebre como La secreta obscenidad son obras que indagan sobre la necesidad de la amnesia pero que, al mismo tiempo, evidencian de qué manera el mundo termina pasándole la cuenta a los que pretenden pasar la página de la historia. Labio de liebre ha tenido una “segunda temporada” en el Teatro Nacional “Fanny Mikey”, mientras La secreta obscenidad incomodó, con sus provocaciones y sus procacidades, las tranquilas conciencias de los espectadores que se atrevieron a visitarla. Sin embargo, ambas obras están condenadas a las trayectorias del olvido, a la efímera realidad del teatro, mientras la tragedia colombiana, la que parecen estar fustigando, cuestionando, sacudiendo para que mejore, continúa haciéndole conejo, con su labio de liebre, a la esperanza de una sociedad que todavía cree que es posible instalarse en un mundo mejor. Por el momento, solo queda el consuelo de la secreta obscenidad del olvido: el de los espectadores que se refugian en el escape sin regreso de los escenarios, para vengarse de la paz en los sepulcros de la realidad.

*Labio de liebre y La secreta obsenidad también hicieron parte de la programación del Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá 2016.