En la zona de despeje del Caguán las Farc hicieron gran despliegue de su fuerza militar y estaban convencidos que iban a ganarle la guerra al Estado colombiano. | Foto: León Darío Peláez

CRÓNICA

La risa de las Farc

¿Cómo llegamos a soportar tanto horror? ¿A qué hora nos volvimos tan salvajes?

Armando Neira
27 de septiembre de 2016

*Por Armando Neira

Además de matar, las Farc eran diestras en insultar. Eso, por ejemplo, se vio el 7 de enero de 1999 cuando Manuel Marulanda Vélez, su comandante de entonces, dejó plantado al presidente Andrés Pastrana en la instalación del proceso de paz en San Vicente del Caguán. Aunque la guerrilla argumentó razones de seguridad, después trascendió que Marulanda decidió no ir porque su presencia “enviaría el mensaje equivocado de que la paz estaba cerca”.

Y, ¿para qué iban a firmar un acuerdo de paz con un Estado al que genuinamente creían que podían poner de rodillas? Simón Trinidad, quien por aquellos días andaba tranquilo por los 42.000 kilómetros cuadrados que habían obtenido como condición para sentarse a hablar, me lo dijo optimista:

–¿Usted cree que realmente pueden tomar el poder por la vía armada?, le pregunté.

–Claro que sí. ¿Y sabe por qué? porque la moral en las guerras es determinante. Y al día de hoy nosotros estamos convencidos de la victoria, y el Ejército de su derrota.

Sus argumentos tenían un sustento de miedo. Bastaba poner al azar el dedo en cualquier punto del mapa de Colombia y encontrar una realidad dramática. La guerrilla se desplazaba como una fiera, acechaba por aquí y por allá. Un día se tomaba la base militar del Cerro de Patascoy, con sus hombres agazapados en la neblina de los 4.100 metros de altura, entre Nariño y Putumayo; al otro, imponían su ley en las sofocantes riberas de la quebrada de El Billar, en Caquetá, en donde dejaron 64 soldados muertos, 19 heridos y, por si fuera poco, secuestraron a 43 más; y al siguiente osaban meterse a la capital de un departamento con 1.500 combatientes: Mitú, Vaupés. Allí mataron a 16 policías, 14 militares y 11 civiles. Tras semejante golpe se llevaron a 64 miembros de la fuerza pública a quienes amarraron con cadenas en el cuello y los metieron en alambradas durante años, como animales.

Días de llanto

En este contexto era difícil que las Farc se rieran. La guerra nos deshumaniza, nos vuelve hoscos, implacables. Por aquella época estaba en cartelera una película que nada tenía que ver con nosotros. O mejor sí. Era el reflejo cinematográfico de lo que aquí ocurría. Se llama La delgada línea roja de Terrence Malick. La cinta muestra a los soldados del Ejército de Estados Unidos que desembarcaron en la isla de Guadalcanal, en el archipiélago de las islas Salomón, sur del océano Pacifico, para enfrentar a las tropas japonesas. La crítica decía que el cineasta situó la acción en “los paisajes más bellos e idílicos nunca vistos” para pintar “un retrato del horror y el absurdo de todo conflicto armado”. A medida que se internaban en el follaje, los soldados actuaban de manera más inhumana hasta convertirse en bestias, bajo la mirada asombrada de las especies salvajes que, desde la cima de los árboles, observaban cómo el ser humano podía llegar a ser lo peor de la naturaleza.

Y aquí, en Colombia, los protagonistas reales de nuestra historia causaban asombro. Hasta cuando conversaban, comían o cuando amaban. Un día, un grupo de reporteros le pedimos a Jorge Briceño, el Mono Jojoy, que liberara a dos periodistas que las Farc mantenían cautivos. Se trataba del maestro Guillermo Angulo, de la cadena Radionet, y al reportero Carlos Reina, de El Espectador. Al primero, un ilustre demócrata, lo habían sacado de su finca a una hora de Bogotá; y al otro de su humilde casa en Yopal, Casanare. Le explicamos que eran gente buena, humilde, que sus familias no tenían ni un peso para pagarles y que ambos vivían de su sueldo. Nos escuchó durante un buen rato. En un momento pensamos que iba a decir que sí. Lo único que tenía que hacer para poner fin a ese dolor era tomar su radioteléfono, dar una orden y listo.

–Saben qué, vayan ponen una queja formal, nos dijo.

Con el colega Francisco Tulande, de la cadena radial RCN, nos fuimos caminando 5 kilómetros, bajo un sol abrasador, por las espléndidas colinas del Caguán hasta la oficina de Quejas y Reclamos que las Farc habían montado para cumplir el burocrático y cínico trámite de atender una petición de libertad. Hasta allí llegaba una romería de inocentes a pedir por sus seres queridos, y también nosotros fuimos, y anotamos en un cuaderno nuestra petición que solo se cumplió meses después.

“A mí me hacen caso”

A propósito, este oficio de periodista permite conocer, de primera mano, a quienes protagonizan las noticias que emocionan, entristecen, alegran y nos gobiernan. En todos estos años, nunca he visto a nadie tan poderoso como Jojoy. Un día lo estaba entrevistando y frente a él estaban sentados unos 500 combatientes, hombres, mujeres, todos muy bien armados. En las pausas de la entrevista se escuchaba apenas la musicalidad de la selva. Un joven combatiente entró con la intención de acercársele. Él, sin mirarlo, levantó la mano en señal de alto. El muchacho se quedó inmóvil. Yo le dije que lo atendiera, que apagaba la grabadora. Con respeto le susurró algo al oído. Jojoy levantó la quijada y giró la cabeza. Fue el gesto suficiente para que todos, sin excepción, se levantaran de inmediato, cogieran sus fusiles, agarraran sus pertrechos y se fueran a almorzar. Mientras la nube de polvo se disipaba tras la salida de la tropa pensé: “Esto sí es poder real”.

En las fallidas negociaciones del Caguán, cada día, cada noche, durante tres años lo único que se hablaba con las Farc era de ataques, cilindros bombas, secuestros, tortura, desapariciones forzadas, tomas. En una ocasión alguien rompió la monotonía y le preguntó a un combatiente cómo era la vida íntima de los guerrilleros.

–Como la de ustedes en las ciudades, dijo convencido. Después relató que se ponían de acuerdo con la muchacha, él iba, atravesaba el campamento en silencio para no despertar a los demás, se bajaban el pantalón y ya. “¿Eso es todo?”, preguntamos. Claro, explicó. ¿Qué más puede haber? No hay caricias, ni se habla porque se corre el riesgo de que el compañero de al lado en el cambuche se dé cuenta; no se quitaban el camuflado por si había un bombardeo, y había que salir huyendo y nunca jamás se soltaba el arma, porque estas eran las razones de su existencia. Allí, con el traje de fatiga a medio bajar, oliendo a sudor, muchas veces untado de barro, se amaban a toda prisa.

Siempre, narró, siempre tocaba estar alerta. No dormían tranquilos jamás. Una fracción de segundo en un ataque podía ser suficiente para perder la vida. En ocasiones, a la hora del almuerzo apenas había tiempo para coger el arroz con papas y meterlo en una bolsa vacía de leche, hacerle un nudo, meterlo bajo la tierra y cuando cesaban los disparos volver a buscarlo para comérselo.

Un rosario de muertes

Estos hechos fueron formando una guerrilla dura, soberbia, estalinista. Entre los mayores, recordaban la traición contra Guadalupe Salcedo, guerrillero liberal asesinado a sangre fría tras entregar las armas. Los de mediana edad tenían presente la matazón de cada uno de los más de 4.000 militantes de la Unión Patriótica, UP, y entre ellos su gente más brillante y pluralista: Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo, José Antequera, Leonardo Posada, Pedro Luis Valencia, entre otros. Por esa razón el congresista Luciano Marín le dijo a sus seres queridos que él no se iba a dejar matar, y se internó en la montaña con el alias de Iván Márquez.

Y entre los más jóvenes, un dolor imposible de sanar. Mientras estuve en el Caguán, hablé con muchos niños. Había de todo. No solo los reclutados a la fuerza, sino muchos que la guerrilla se había llevado tras hallarlos espantados después de ver a los paramilitares asesinar a sus padres, hermanos, abuelos.

Por eso, las Farc no estaban para risas. Eso lo hacían evidente en las conversaciones. Alfonso Cano, por ejemplo, siempre llegaba con el ceño fruncido. Los demás comandantes ponían sus armas sobre la mesa y otros no vacilaban a la hora de levantar el fusil y mostrárselo en la cara a su interlocutor. Así le ocurrió al candidato liberal Horacio Serpa cuando decidió ir a hacer allí campaña política.

Y de ese modo, las Farc se endurecían más a medida que los escuadrones de extrema derecha ejecutaban sus masacres en El Salado (Bolívar) El Naya (Cauca), Mapiripán (Meta), Catatumbo (Norte de Santander), Segovia (Antioquia), en las que torturaban, violaban, descuartizaban y, en muchas ocasiones, bailaban con música y licor para borrar no solo a la gente del lugar, sino cualquier vestigio y memoria asociado a la alegría. Las bestias paramilitares deshumanizaban cada vez más a sus adversarios. De lado y lado, no solo había que matar al contrario sino rematarlo y desaparecerlo.

El río de sangre siguió su cauce hasta que llegó a la negociación de La Habana. El primer día quedó en el ambiente un pequeño pero trascendental gesto. Los representantes de la guerrilla, por exigencia del equipo negociador del gobierno, debían llegar sin camuflado, y sin armas a la mesa. De entrada, era una fotografía diametralmente opuesta a la negociación de El Caguán. Aunque parezca un hecho marginal, su importancia está en que en ese instante las Farc empezaron a dejar las armas. Y de la soberbia pasaron a los argumentos y de esos a la búsqueda de los consensos. Hasta que finalmente volvimos a ver a cada uno de esos hombres y mujeres de esta guerrilla, tan colombianos como todos nosotros, volver a reír. Desde entonces no se ha vuelto a ver con un arma en la mano a ningún miembro del secretariado, el cuerpo que dirigió la guerra durante medio siglo. Ahora se las van a entregar a la ONU.

Luego firmaron un acuerdo que dice, en esencia, que además de dejar las armas van a cumplir la Constitución Política. Cuando Rodrigo Londoño Echeverri, Timochenko, se encontró con el presidente Santos, solo sonó el Himno Nacional. No como cuando se instalaron los diálogos con los paramilitares en Santa Fe de Ralito, pues entonces también sonó el de las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC. El ministro de Gobierno de entonces, Sabas Pretelt de la Vega, enviado oficial del presidente Álvaro Uribe, se puso de pie en homenaje a la macabra música paramilitar.

Atrás quedan todas esas vivencias de una guerra de la que ahora comienza el balance. ¿Quién ganó? ¿Quién perdió? La respuesta es tan sencilla como desoladora. Perdimos todos. Tanto guerrillero amputado, tanto soldado desmembrado, tanto militar muerto, tanto insurgente desaparecido. Ocho millones de víctimas a quienes deberíamos rendir tributo, no un minuto de silencio, sino toda una vida de esfuerzo para que esto jamás vuelva a ocurrir.