ANÁLISIS
¿Qué rumbo tomarán las Farc como partido político?
El partido legal que surja de la desmovilización de esa guerrilla producirá un fuerte remezón en el tablero político nacional. Estos son algunos de los interrogantes que planteará.
*Por Francisco Gutiérrez Sanín
Pensar sobre la política en el posconflicto implica tanto entender las realidades actuales, como describir las opciones que tienen los principales actores partidistas frente las disyuntivas que enfrentan. La situación de nuestro sistema político, al menos en sus características más generales, es fácil de describir: tenemos un centro político dominante pero incoherente agrupado en la Unidad Nacional, una oposición de derecha grande, una izquierda legal relevante y una guerrilla en proceso de desmovilización que registra muy bajo en las encuestas. Pero no se puede descartar que suba significativamente, como ha sucedido muchas veces, en muchas partes (incluida Colombia, ver caso del M-19). Y junto a esto, hay un potencial creciente de movilización de las organizaciones sociales. Frente a esto, surgen los siguientes interrogantes:
¿Qué rumbo tomarán las Farc? Son una fuerza con un grado de organización bastante impresionante. A la vez, cargan con el fardo de su violencia brutal contra miles de civiles. Las Farc pueden optar por un rumbo chavista, o por uno más civilista, cuidadoso y pro desarrollo, como sucedió con las guerrillas de El Salvador y Uruguay (muy distintas a la nuestra, obviamente). Esta decisión marcará el rumbo de nuestra política por años. De lo que he visto, las Farc podrían tener tendencias que apuntan hacia la segunda vía. Naturalmente, cualquiera que sea el camino que tomen, podrían dividirse. Pero después de esta disyuntiva básica, está la otra: ¿cómo reconfigurarán su entrada a nuestras izquierdas? ¿Se aliará el partido que suceda a las Farc a un Polo que ya tiene numerosas fracturas, o buscará más bien su propio nicho, junto con otros componentes de la familia comunista?
Pero si por la izquierda aparecen muchas amenazas de desunión, en el centro santista constituyen el foco de atención. Vargas Lleras irá a la campaña de 2018 aspirando a conquistar votos en todo el espectro del debate sobre la paz. Creo que Humberto de la Calle sería el heredero natural de la gran movilización por el Sí. La U no tiene candidato propio, pero no le apostará por ningún motivo a Vargas. Los conservadores son una incógnita –una incógnita muy fragmentada–. La coalición de centro que nos ha gobernado durante ocho años se partirá inevitablemente (si es que ese adverbio existe en política), y veremos aparecer otras.
La derecha está más cohesionada. Pero habrá perdido tres elecciones seguidas (incluyo aquí un poco imprudentemente las predicciones más o menos unánimes de las encuestas sobre el 2 de octubre). Se apoya en su disciplina caudillista y en una porción significativa del electorado, que además tiene preferencias de alta intensidad. Puede optar por aceptar los resultados electorales (y el carácter no dictatorial del gobierno) y moverse al centro, o apostarle a una oposición dura que incluya un repertorio más amplio y estridente de acciones contra sus adversarios. En el segundo caso, perdería votos pero a cambio de poder protagonizar movilizaciones callejeras y otras formas de actividad no electoral.
Movimientos ciudadanos como el de Sergio Fajardo y Alianza Verde también podrían tener un buen desempeño en 2018. Registran bien en las encuestas. Su problema –compartido con el Polo– es que su fuerte han sido tradicionalmente las grandes ciudades.
Tanto para un sector importante de la izquierda como para la derecha, la consigna de una constituyente es una reivindicación clave. La izquierda quiere adaptar numerosas instituciones. La derecha necesita de la reelección; sin poder candidatizar a Uribe tendrá grandes dificultades para volver a la Presidencia. Y siente que necesita hacerlo cuanto antes. Pero la constituyente es anatema para el centro. La consigna, por tanto, puede volverse una fuente de enfrentamientos muy fuertes, o un escenario que posibilite la aceptación por parte del uribismo del acuerdo de paz y de la constitucionalización de varias reformas, a cambio de algunas concesiones que considere vitales.
Sin el pesado fardo de la guerra, la movilización social podrá levantar cabeza. Cosa muy positiva si el país cuenta con capacidades, mentalidades y personal capaces de garantizar la vida de los líderes sociales y de tramitar institucionalmente sus demandas.
El curso que tome todo esto dependerá, claro, también de lo traumático que sea el posconflicto, sobre todo en términos de violencia letal. La buena noticia –y un llamado de atención a aquellos que miran solo a Centroamérica sin fijarse en lo que ha pasado en sus narices– es que Colombia ha administrado en los últimos años varias desmovilizaciones logrando simultáneamente una caída dramática en indicadores claves de violencia. La tragedia de la UP, por ejemplo, es una amenaza muy real, pero no un destino; podemos evitar que la historia se repita. Esto debería ser un foco de atención inmediato. Pero para los amantes del sosiego también hay malas noticias. Estamos abocados a un periodo con una alta polarización, bastante ideologizado, en el que –como sucedió con la Constitución de 1991– la coalición que dio origen al cambio necesariamente se disolverá. Para bien o para mal, seguiremos siendo, por un largo periodo, un país interesante.