HAY FESTIVAL 2020
“Al final, todas las migraciones son una gran épica”: Valeria Luiselli
La escritora mexicana conversó sobre su obra, las fronteras lingüísticas, las representaciones de la migración y la literatura escrita por mujeres con Sara Malagón, editora general de ARCADIA, en el Hay Festival Cartagena de Indias. ARCADIA presenta la transcripción completa.
La escritora mexicana Valeria Luiselli conversó con Sara Malagón, editora general de ARCADIA, en el Hay Festival Cartagena de Indias el pasado viernes 31 de enero. Presentamos la transcripción completa de la conversación que sostuvieron en UNIBAC.
Sara Malagón (S.A): Hola, buenas tardes y bienvenidos, soy Sara Malagón, editora de ARCADIA. Tengo el inmenso placer de estar con Valeria Luiselli, quien a propósito apareció con dos libros en un listado que publicamos recientemente con los mejores libros escritos por mujeres en español en los últimos 100 años.
Para quienes no la conocen, Valeria Luiselli nació en ciudad de México en 1983. Es autora de las novelas Los ingrávidos y La historia de mis dientes, publicados en 2011 y en 2013. También de los ensayos Papeles falsos, que es su primer libro, publicado en 2010, del ensayo Los niños perdidos y de la novela Desierto sonoro. Estos dos últimos libros giran alrededor de una experiencia que tuvo Valeria trabajando en una corte de Nueva York, entrevistado a niños migrantes que cruzaban ilegalmente la frontera entre México y Estados Unidos. Esos testimonios sirven para que ellos puedan encontrar un abogado que los defienda y les permita quedarse en Estados Unidos. Hablo de esto porque es un tema central de la obra de Valeria, que ha sido traducida más de veinte lenguas, ha ganado múltiples premios, sobre todo en Estados Unidos, país donde ella vive.
Por último, Valeria es una escritora bilingüe, que escribe tanto en inglés como en español. Quisiera que empezáramos por ahí, Valeria: por la cuestión de la lengua. Durante tu infancia tu padre tuvo un cargo diplomático y por lo tanto aprendiste a leer y a escribir cuando vivías en Corea del Sur. De ahí que tu lengua materna sea el español, pero que hayas aprendido a pensar y escribir en inglés.. Sin embargo, tomaste la decisión consciente de ir a México a estudiar Filosofía en la UNAM y, además, de escribir tu primer libro de ensayos en español.
Quisiera que habláramos de eso, de cómo fue apropiarse de la lengua. También de tu ciudad de origen, porque este libro es sobre Ciudad de México, y de haberte apropiado de tu identidad mexicana a través de la escritura.
Valeria Luiselli (V.L): Sabes muchísimo más de mí que yo (risas). Del tema de la lengua no sé ni por dónde empezar. Efectivamente yo aprendí primero a leer y escribir en inglés, pero cuando quise escribir un libro por primera vez, decidí hacerlo en español. Quise escribir un libro sobre mi ciudad natal, que era una ciudad en la que nunca había crecido, quizás movida por la aspiración a ser ‘chilanga’, por la voluntad de inscribirme en mi lengua materna a través de la escritura y de mi lugar de origen. Pero en realidad no es así mi proceso de escritura: es mucho más caótico, bilingüe. Es un desmadre absoluto. Las notas que escribo son en dos idiomas, que al final es el idioma que hablamos los sesenta millones de cabrones que vivimos en Estados Unidos y somos de origen hispano.
Como sabrán, Estados Unidos es el segundo país hispano más grande del mundo, aunque la mayoría de los gringos no saben eso. Primero está México, con 125 millones, un poco más; después Estados Unidos, España y, quizás después, Colombia, me imagino, o Argentina. Y el idioma que habla esa población quizás sea el idioma que se va hablar en Estados Unidos en cincuenta años o en cien, que es una mezcla maravillosa de ambos.
Mi hija que está creciendo es gringa, aunque se enoja mucho si le dicen eso. Habla un idioma ya distinto. Yo contaba el otro día sobre su español que al trapeador, que en inglés se dice “mop”, mi hija le dice “la mopa”. Dejé una vez el trapeador afuera en invierno y se congeló, y su descripción de eso fue: “¡Mamá, mira! La mopa se frizó”. Todos entendemos eso. Toca dar un pasito más, pero se entiende perfectamente, y esa es en realidad la tercera lengua emergente, que no es tal cual el espanglish: ya es realmente otra cosa. Así es la historia de la evolución de las lenguas, finalmente.
Una lengua viva necesariamente está siempre cambiando, y nos toca, creo, a los escritores que estamos de ese lado de la frontera lingüística empezar a ensayar más esta lengua. Se ha hecho por muchos años. Pienso en el largo linaje de escritores chicanos ignorados tanto por México y Latinoamérica como por Estados Unidos. Ellos han ensayado, experimentado, pero falta todavía un poco más de arrojo de nuestra parte.
S.M: En Papeles falsos, que es tu primer libro, miras Ciudad de México desde muchos puntos de vista: te centras en el espacio físico, cómo se ve desde arriba, de cómo se ve teniendo en cuenta que es un ciudad que se fundó sobre el agua y, sobre todo, desde el discurso y lo que se ha escrito sobre México. Y también es una observación misma del lenguaje: todo el tiempo estás haciendo reflexiones sobre el significado de las palabras o las carencias de una lengua en comparación con otras; si tiene palabras que no poseen otras, o sus correspondientes. Me llamó mucho la atención un tema que se va ver en toda tu obra, y es también aquello de tomar palabras de otros y mirar el lenguaje mismo para escribir. ¿Podrías hablar un poco de eso?
V.L: Mejor te leo un pedacito de algo. Es un pasaje del principio de Desierto sonoro. La narradora está en una cabaña con su familia, los demás están dormidos y ella está afuera en el porche tratando de entender:
Me quedo en el porche de la cabaña leyendo los diarios de Sontag. Mis brazos y piernas son manjar para los mosquitos. Por encima de mí, los escarabajos azotan sus tercos exoesqueletos contra el único foco. Las polillas blancas giran en torno a su halo y una araña teje su trampa en la intersección de un viga y una columna. A lo lejos, una constelación intermitente de luciérnagas perfila la oscura inmensidad que se extiende más allá del rectángulo del coche. Yo no llevo un diario. Mis diarios son las cosas que subrayo en los libros. Nunca le prestaría un libro a nadie después de haberlo leído. Subrayo demasiado, a veces páginas enteras, a veces con doble subrayado. Una vez, mi esposo y yo leímos juntos este mismo ejemplar de los diarios de Sontag. Acabábamos de conocernos. Los dos subrayamos pasajes enteros del libro. Con entusiasmo, casi frenéticamente, leíamos en voz alta, turnándonos, abriendo las páginas como si consultáramos un oráculo, nuestras piernas desnudas entrelazadas en una cama individual.
Supongo que las palabras, en el orden correcto y el momento oportuno, producen una luminiscencia. Cuando lees palabras como esas en un libro, palabras hermosas, palabras poderosas, te embarga una emoción intensa, aunque fugaz. Sabes que muy pronto el concepto que recién aprendiste y el rapto que produjo se van a esfumar. Entonces surge una necesidad de poseer esa extraña y efímera luminiscencia, de aferrarse a esa emoción, así que relees, subrayas, y quizás incluso memorizas y transcribes las palabras en algún sitio, de nuestro ejemplar de los diarios de Sontag subrayados una vez, dos veces, con ocasionales recuadros y notas al margen.
"Una de las principales funciones sociales que tiene un diario consiste justamente en la lectura furtiva de otras personas, la gente, como los padres o los amantes, sobre los que se ha sido cruelmente sincera solo en ese diario". O por ejemplo, "En tiempos vaciados por el decoro se debe dominar la espontaneidad". O por ejemplo, "1831 muerte de género". O por ejemplo, "La contabilidad moral requiere un ajuste de cuentas. En el matrimonio he sufrido alguna pérdida de personalidad, al comienzo la pérdida fue agradable". O por ejemplo, "El matrimonio se funda en el principio de la inercia".
Esta última línea está subrayada con lápiz, luego marcada con un círculo de tinta negra y también destacada al margen con un signo de exclamación. ¿Fui yo quien la subrayó? No lo recuerdo. Pero sí recuerdo, en cambio, que cuando leí a Sontag por primera vez, como cuando leí por primera vez a Hannah Arendt, a Emily Dickinson o a Pascal, experimentaba cada tanto uno de esos éxtasis repentinos, sutiles y tal vez microquímicos —pequeñas luces centelleando en lo más hondo del tejido cerebral— que ocurren cuando encontramos finalmente las palabras para expresar un sentimiento muy simple que, sin embargo, había permanecido innombrable hasta ese momento. Cuando las palabras de alguien más entran en la conciencia de ese modo, se convierten en pequeñas marcas de luz conceptuales. No es que sean necesariamente iluminadoras. Un cerillo encendido de pronto en un vacío oscuro, la brasa de un cigarro, los escombros de una chimenea que se apaga, ninguna de esas cosas tiene luz propia suficiente como para revelar nada. Tampoco las palabras de otro, pero a veces una luz, por chica y tenue que sea, puede evidenciar la oscuridad de ese espacio desconocido que rodea, y la ignorancia sin bordes que envuelve todo aquello que creemos saber. Y esa admisión y aceptación de la oscuridad es más valiosa que todo el conocimiento factual que podamos llegar a acumular.
S.M: Desierto sonoro es una novela que está atravesada por el tema de la migración ilegal de niños, pero en realidad el tema central es la historia de una familia que está viajando de Nueva York a Arizona, como lo hizo Valeria con su propia familia, y de cómo esa familia se va rompiendo y la relación amorosa se va acabando. Hablemos de la relación que mantienen estos dos libros y el proceso de escritura: cómo fue, cómo empezaste escribiendo una novela para luego tener que escribir el ensayo y luego retomar la novela; y también de cómo en ese proceso de las traducciones que tú misma haces o revisas se van añadiendo cosas, se van complementado. ¿Cómo fue escribir estos dos libros, uno siendo ficción y el otro ensayo?
V.L: Empecé, primero, a escribir la novela, a escribir notas, en el verano de 2014, que fue el año en que estalló la mal nombrada “crisis migratoria” que existe entre los refugiados, o la diáspora de niños afroamericanos que llegaban a Estados Unidos a pedir asilo. Desde que empezó a hacerse visible esa crisis, francamente no me era posible pensar en casi nada más. Estaba además cruzando Estados Unidos, escuchando versiones de esta crisis, leyendo versiones de esta crisis en los periódicos de Oklahoma, en la radio, en Arkansas, en los diners de carretera de Arizona. Dejé de escribir lo que estaba escribiendo es ese momento, que era una novela sobre Sudáfrica, y me puse a anotar lo que escuchaba y lo que veía; es decir, cómo se estaba generando un discurso en torno a esta crisis.
Empecé a pensar en el motor, en cuál sería el motor del libro. Pensé en la manera en que nos pasamos historias intergeneracionalmente, cómo les dejamos a las generaciones más chicas una versión del mundo, una explicación de la violencia política, una versión de los mitos fundacionales de los países, y cómo esas generaciones rearticulan a veces con mucha menor lucidez, echando luz en lo que parece normal, y en realidad no hay que normalizar, y cómo entonces articulan otra historia.
Empecé a pensar en esas dos cosas, por lo menos en ese cúmulo de primeras intuiciones, y cuando regresamos mi familia y yo a Nueva York después de ese verano, me involucré de manera más activa en la crisis en la cortes de migración, traduciendo testimonios, como decías tú hace rato, para, una vez traducido el testimonio de un niño, poder encontrar un abogado que lo representase y lo defendiese de la orden de deportación.
Mientras tanto seguía escribiendo lo que iba a ser Desierto sonoro, pero en ese periodo en particular empecé hacer todo muy mal. Empecé a usar la novela como vehículo de mi propia rabia política, mi confusión ante el sistema migratorio, los testimonios que escuchaba de los niños, y se estaba haciendo un caldo asqueroso. Entonces paré, hice lo que tenía que hacer, pero no me había dado cuenta hasta entonces de que era más sencillo y directo escribir un ensayo que denunciara lo que yo estaba viendo en la corte como testigo cercano. Entonces eso hice, dejé la novela y escribí Los niños perdidos. Lo escribí primero en inglés, como un ensayito, que fue publicado en una revista. Luego se los mandé a mis editores en Sexto Piso, Diego y Eduardo Rabasa, y les dije: “Oigan, ayúdenme a buscar en español una revista, un medio que le pueda interesar ese ensayo”. Buscamos un traductor y ya. Lo leyeron y me dijeron: “Más bien nos interesaría hacer un librito”. Yo me resistí un poco a esa idea, pero dijimos que bueno; que cuando fuera a México hacíamos una reunión y lo platicábamos y mirábamos qué quedaba.
Llegué a México y la reunión ocurrió en una cantina, como suele pasar en México, y yo creo que este caso fue con alevosía de su parte, porque al cuarto tequila me habían convencido de que yo era una traidora a mi madre patria, a la Virgen de Guadalupe, a mi madre misma, por haber escrito este libro en la lengua del imperio. Entonces, tras esa acusación interiorizada por mí, inmediatamente firmé una servilleta comprometiéndome a reescribir en español todo lo que estaba escribiendo. Así pasó, con Tell Me How It Ends, un ensayo que después en español fue Los niños perdidos, y estoy muy agradecida de que me hayan emborrachado y hecho firmar esa servilleta esa noche, porque reescribir el libro en español lo convirtió en un libro. Realmente no era un libro, era un ensayo, pero al reescribirlo en mi otro idioma, tuve no solo que tener una conversación con mi comunidad lingüística, sino que pude entender el problema del cual yo estaba hablando con muchísima mayor apertura geográfica, como un problema hemisférico; no un problema de un país y otro país, sino de un territorio por el cual han migrado las personas, y que hay que comprender.
Fue buena idea en ese caso, pero ya con Desierto sonoro no firmé ninguna servilleta. La tradujo espléndidamente Daniel Saldaña París, que es un escritor de mi generación que tiene muy buen oído, y con quien comparto lecturas y más. Yo entré a cotraducir cosas con él, y a revisar y demás. Entonces Desierto sonoro es casi el mismo libro que el original en inglés y es como otro original en español. No es tan distinto. Es como en el caso de casi todo lo que yo he transcrito.
Sara Malagón y Valeria Luiselli durante su conversación en el Hay Festival de Cartagena. Foto: Cortesía.
S.M: De hecho, ese libro en ingles se llama Lost Children Archive porque está construido a partir de un archivo, que está también explícito en el libro, de textos de otros autores. Estos personajes viajan con unas cajas donde ellos guardan los libros que van a estar leyendo durante el viaje y otro tipo de documentos. Quisiera que pasáramos hablar un poco del libro que está contenido dentro del libro: es un libro que inventaste. Se titula Las elegías y completa los tres narradores que hay en el libro: el niño de 10 años (que es hijo de él, del marido), la voz de la madre y la tercera persona de Las elegías, que justamente cuenta la historia de unos niños que están migrando hacia un norte imaginado. Ese libro ficticio surge de un ejercicio de traducción interesante. Quisiera que nos hablaras al respecto y nos contaras cómo fue escoger cada una de esas voces para hablar de ciertos temas dentro del libro.
V.L: Retomando un poco la respuesta anterior, cuando terminé de escribir Tell Me How It Ends, denunciando la realidad que presenciaba en las cortes, pude regresar a la novela y pensarla con mucha mayor libertad; dejarla respirar con pulmones funcionales, ya no como un instrumento político o un medio para un fin. Ya no la veía como un instrumento de denuncia, sino como una novela, un lugar donde uno como lector habita un tiempo, donde hay personas que comen y hacen el amor, se pelean, se chupan el dedo, se divorcian –no en ese orden (risas), pero todas esas cosas–, y no como un monólogo político.
Seguía, sin embargo, la pregunta de cómo carajos hablar de la violencia política contra los niños migrantes sin reproducir la violencia al hacerlo, sin hacer lo que ya estaba haciendo bien el buen periodismo, sin hacer tampoco lo que ya estaba haciendo el mal periodismo, que era revictimizar a las víctimas de la violencia política. Entonces sabía más o menos qué no quería hacer, pero no sabía si podía hacerlo, y estuve mucho tiempo buscando la intersección exacta entre mis aspiraciones estéticas, por decirlo de algún modo, y mis posturas políticas y éticas, donde se juntan esas cosas. Yo sabía que si encontraba ese lugar iba a encontrar la manera de contar la historia de estos niños que atraviesa Desierto sonoro.
Después de mucho probar cosas, fallar, hice lo que, supongo, solo los escritores saben hacer perfectamente, y es leer. Me puse a leer libros sobre diásporas, éxodos, la Biblia, los Cantos de Ezra Pound, que son (sobre todo los primeros cantos) una reescritura de uno de los libros de La odisea. Me puse a leer una constelación de libros que hablan del tema que a mí me interesaba pensar. Y al agarrar ecos de esos libros, pude empezar a escribir Las elegías, a veces en español, a veces en inglés, encontrando en ese ejercicio del lenguaje la distancia precisa para contar esa historia. No digo una distancia alargada, porque no se trataba de distanciarse del todo, sino de encontrar realmente el lugar exacto. Y ese lugar exacto no era la inmediatez que tiene que tener la prensa, pero tampoco una mirada tan clara que transformara la historia en solo lenguaje, sino algo intermedio. Fue a través de esa constelación de libros que están presentes en estas cajas que viajan que pude encontrar esa historia.
La historia se llama Elegías de niños perdidos, pero en realidad es más bien como una épica, y lo es porque creo que todas las historias de migración contadas ya a cierta distancia histórica son grandes épicas. No lo parecen cuando están pasando en frente de nosotros, pero todas las migraciones al final son una gran épica y esta historia es una épica de unos niños.
S.M: Antes de pasar a la pregunta ética sobre cómo buscar la manera de contar esto sin transgredir algún límite moral, quisiera que hablaras un poco de cómo encontraste la voz del niño, que tiene diez años, y quisiera saber por qué incluiste ese narrador, y cuál es la función de esa mirada dentro de la novela.
V.L: Yo creo que es un poco cliché, pero también es muy cierto, decir que sí hay algo medio borderline en los autores de ficción, hablando en términos de salud mental, y es como una esquizofrenia aceptada, una esquizofrenia no vista como si fuera un mal clínico. Pero al final el ejercicio que vale la pena es el de sembrar una semilla de una conciencia: no la tuya, sino de otro en ti, y cultivarla y cultivarla hasta hacerla crecer, hasta que un día ya estás ahí. Puedes estar ahí adentro en esa voz, en esa conciencia, y poder escribir desde adentro. No se encuentran esas voces tratando de emular a un niño genérico de diez años o a una mujer genérica de treinta. Así no se puede escribir un personaje. Realmente el personaje tiene que habitarte.
Quizás se parece un poco al trabajo que hacen los actores cuando se están preparando para un rol: realmente interiorizar una conciencia y luego poder habitarla para vivir desde ahí. Cuando empecé a escribir la novela, mi hija tendría unos seis años, y casi toda su infancia consciente sucedió conmigo escribiendo esta novela. Y mientras fue creciendo y ella ya tenía un poco como de malicia y pique conmigo, me decía, antes de acostarla e irme a escribir: “Ya te vas con tus amiguitos imaginarios”.
S.M: Ahora que hablamos de voces, hay un debate muy actual y muy interesante en Estados Unidos por una novela que se llama American Dirt, que escribió alguien que no es mexicano y que cuenta la historia de inmigración ilegal es Estados Unidos. Quisiera saber qué es lo que está tan mal en esa novela y cómo no caer en eso, no caer en no transgredir líneas éticas. ¿Por qué tenemos que tener eso en cuenta a la hora de escribir ficción?
V.L: No sé si están al tanto de este debate. Es la discusión del momento en los círculos literarios en Estados Unidos, latinos y de no latinos. Una mujer llamada Jeanine Cummins escribió un thriller, con el espaldarazo de Stephen King y de otros escritores. Es un thriller malísimo que fue vendido por la industria editorial como un libro literario, no comercial, y como un proyecto de justicia social.
A todos los latinos que vivimos allá nos pidieron que escribiéramos una reseña. Hubo un músculo de producción muy fuerte para este libro. Yo lo abrí, leí las primeras páginas y dije: “No fucking way”. Empieza con una balacera en Mexico, obviamente. Los colombianos están igual de acostumbrados que nosotros a eso. No es que no seamos países sumamente violentos, lo somos, pero da mucho coraje cuando los gringos repiten la narrativa, y la repitan con la enorme hipocresía de no representarse a sí mismos igual. Empieza con una balacera en una fiesta de quinceañeras y cuatrocientas balas, sangre, salsa BBQ... Todo mal.
Pasaron además otras cosas en torno a la novela. Creo que en el lanzamiento, la decoración, el centro de mesa era un alambre púas con unas flores. Es decir, “border chic”. Quién sabe a qué diseñador o florista se le ocurrió eso, pero bueno, todo mal, todo sigue mal.
La discusión en torno a esto ha sido sobre quién tiene derecho a contar esas historias y quién no. Ahí yo difiero de muchas opiniones, porque creo que todos tienen no solo el derecho, sino la obligación de poder escribir sobre otros, pero hay que hacerlo bien. Hay que hacer la investigación bien, realmente comprometerse, no se puede simplemente encadenar una serie de clichés y decir que eso es un libro. Entonces sobre la discusión en torno a la apropiación difiero de muchos, pero sí creo que no solo podemos, sino que los escritores tenemos la obligación de escribir bien.
Otra discusión que emergió de esto fue la de la participación: cuántos latinos realmente son publicados al año y por qué resulta que la primera novela sobre este tema que nos concierne a todos los latinos está escrita por una señora gringa. Es como la novela que todos van a leer. ¿Pero por qué esa y no las demás? Eso abre una discusión mucho más complicada, que es que la estructura misma está planteada para eso; es decir, el 85 % de los editores son anglosajones, blancos, no sé si protestantes, pero supongo que sí. Hay muy pocos latinos, y los latinos que son publicados muchas veces se convierten solamente en la cuota que ya se llenó y ya, pasamos a lo siguiente. Ahí es donde hay que empezar a cambiar las cosas. A esta pobre mujer le tocó ser la piñata de esta discusión, se puso de pechito; como dicen aquí, dio papaya. Básicamente su libro ha sido el catalizador de una discusión ya muy atrasada, pero que teníamos mucha necesidad de empezar a tener.
S.M: Por la correspondencia temática del ensayo Los niños perdidos y Desierto sonoro, voy admitir que yo caí en algo que a ti no te gustaría, y es la falacia de pensar que uno está leyendo cosas reales en una novela, o buscarlas en ella. De esto hablas en una charla muy buena que está en YouTube, se las recomiendo a todos, con Enrique Vila-Matas, que de hecho es un escritor que impactó mucho en tu carrera. Él dice que la pregunta por la verdad en una novela es ceder al "chantaje de la verdad" o "de la actualidad". Sin embargo, me parece que tanto Vila-Matas como tú son escritores que juegan con eso todo el tiempo, juegan con el lector. Por ejemplo, al final de Desierto sonoro incluiste unas fotografías, que en la novela son fotografías que el niño de diez años ha estado tomando durante el viaje. Uno termina de leer y se encuentra esta fotos como si fueran un documento, más que parte de la ficción. Quería que habláramos de eso, de ese jugar, con lo que parece real, pero no lo es en una novela. Y en general, sobre la literatura concebida como un juego.
V.L: Agradezco la elegancia con la que pones la pregunta, porque también me preguntan una versión más ramplona de esto que es: “¿Por qué decidiste escribir sobre tu divorcio?”. Estuve casada diez años, y mi primer libro salió hace como nueve. Todos, desde ese primero, son sobre el divorcio, entonces en realidad llevo nueve años divorciándome según mis libros. Desde que me casé me estoy divorciando.
Yo creo que agrega poco a la discusión en torno a un libro cuánto de él es real y cuánto no si estamos hablando de una novela. Salvo en esos casos cuando es el proyecto del autor o autora se aventura en la autoficción, si pasó o no pasó agrega poco al libro.
El libro tiene muchas fotos tomadas por un niño, eso es lo que se dice en el libro. Y las fotos están ahí. Bueno, no les puedo contar mucho al respecto, pero lo que sí les puedo decir es que el niño que narra está convencido, porque tomó demasiado al pie de la letra una cosa que dijo su pediatra, que los niños y las niñas solo empiezan a recordar o a retener la memoria de las cosas después de los seis años y su hermana tiene cinco, sus papás están a punto de separarse y no son hermanos biológicos: la niña es hija de la madre y el niño del padre. Entonces el niño sabe que la familia se va a dividir, y todo lo que él cuenta es para legarle a su hermana una historia, una especie de mito fundacional con que ella pueda a partir de eso, hacer una vida recordando lo que quizás no va a recordar.
Las fotos forman parte de ese ejercicio de memoria, como de implantar la memoria, y finalmente son una metáfora de lo que hace la literatura: una memoria vicaria, una memoria prestada, trata de ser el conducto por medio del cual recordamos vidas que no vivimos, y gracias a las cuales podemos tener una experiencia de vida más rica. No solo más rica, sino más comunitaria. La literatura es como el tejido por medio del cual nos comunicamos en niveles muy hondos, las historias que compartimos. Pasan los años y las historias ahí están para ser refutadas.
Yo pienso mucho en cómo generar las condiciones para que esta generación de niños, parte de esta diáspora, pueda finalmente escribir su propia historia. Van a pasar los años, varios años, porque la mayoría son chicos, bastante chicos. Esa va a ser la historia definitiva de este momento de violencia política, de esta vuelta de la periódica violencia política contra ciertas comunidades. Mientras ellos no puedan escribir su propia historia, creo que todos tenemos que ir generando una especie de tejido narrativo en que se pueda efectivamente rebotar y no tirar a la basura en un futuro, pero tiene que estar ahí porque es contra lo cual va a rebotar cualquier diálogo. Es esa fibra en común que genera el imaginario colectivo.
S.M: Antes de entrar estábamos hablando de lo interesante que es la literatura que están escribiendo los chicanos, y quisiera que habláramos de eso. Ahora que hablas de que pasarán algunas décadas para que estos niños cuenten su propia historia, ¿qué están contando quienes ya han estado ahí o quienes están ahí, y que en realidad se criaron en Estados Unidos siendo latinoamericanos?
V.L: La literatura chicana se ignora bastante en México. Mo tanto en el norte de México, pero sí en el centro. No se conoce muy a fondo en Latinoamérica y también es una literatura bastante ignorada en Estados Unidos, por el Estados Unidos anglófono. Hay extraordinarios escritores y escritoras. Está Gloria Anzaldúa –no sé si se lee aquí– que tiene un libro que se llama Borderlands/La Frontera, uno de los mejores acercamientos al tema aunque algunas cosas que dice suenen casi naïf. Esto porque ella veía la frontera de hace algunas décadas, y en ese entonces no estaba tan militarizada como está ahora, ni estaba tan vigilada cómo está ahora, pero era ya una cicatriz abierta, an open wound. La violencia de la frontera solo se ha ido exacerbando. También están Luis Alberto Urrea, Gregg Barrios; bueno, son varios nombres pero no los voy a terminar de nombrar. Son muchos, y nos los veo tomando nota (risas).
S.M: Volviendo a aquello del juego en la literatura, tú has dicho que nunca sabes cómo va a terminar una novela cuando le escribes, porque caerías en el aburrimiento de solo saberlo. ¿Como escribes y planeas tus novelas?
V.L: Con un chingo de fe. No sé a donde voy, no solo en la escritura, sino en general en mi vida, pero creo que gracias a eso no me aburro. Para mí la única manera de no aburrirme con la vida, o de no sentir el vacío existencial que llevamos todos dentro –para no sucumbir ante todo esto, la depresión, la ansiedad, la mierda y mediaz–, tengo una aventura diaria, una aventura súper ñoña que es sentarme a escribir un libro. Saber a dónde voy es precisamente lo contrario de generar las condiciones para una aventura. Sospecho además que no soy tan disciplinada, sucumbo ante la tentación del placer fácilmente. Mi única disciplina es asegurarme de que lo que estoy haciendo me sigue entusiasmado.
S.M: Para cerrar, Desierto sonoro es, como todas tus novelas, experimenta. Es una novela de muchas capas. No tiene un final definido, y es en realidad es sobre un viaje sobre una pareja, una familia; es decir, sobre la vida misma y sus pequeñas cosas. Eso rompe fuertemente con una tradición latinoamericana de escritura que es más barroca, de historias grandilocuentes, en que la experimentación está precisamente allí, en las historias, y no tanto (como ahora) en el lenguaje, por ejemplo; en cómo se cuenta algo, en cómo se tuerce. Y esa tradición está sobre todo construida por autores hombres. Aunque esa nueva tendencia no es nueva, está muy presente en la literatura contemporánea latinoamericana. Quería preguntarte entonces sobre este otro canon, y hasta dónde las escritoras mujeres han contribuido en ello.
V.L: Fíjate que no sé si esté muy de acuerdo con la premisa, porque es cierto que se suele vincular la testosterona con el exceso de ambición y tamaño de los libros. Pero pensar que lo pequeño y lo cotidiano, las cosas hechas de porcelana, son propias del género femenino, creo que es reproducir un tropo bastante vacío. Pienso en las grandes escritoras de mi generación, como Samanta Schweblin o como Fernanda Melchor, y jamás diría de ellas que escriben literatura de lo pequeño, para nada. Creo que más bien no estoy de acuerdo con la premisa, pero con lo que sí estoy de acuerdo es que estamos reescribiendo el canon, y ustedes en Arcadia hicieron este número maravilloso con las 100 escritoras del siglo, empezando con Gabriela Mistral y terminando con Camila Sosa-Villada. Para que existiera ese número de Arcadia o esta conversación tuvieron que pasar muchos años y mucho abrirse puertas a "chingadazos", y ninguna escritura con la que yo haya platicado sobre ese tema estuvo expuesta a un amplio canon de mujeres. Todas tuvimos que hacer doble esfuerzo, triple esfuerzo para salir a cazar a las mujeres, que, por supuesto existían, pero que estaban completamente invisibilizadas y silenciadas. Y fue muy tarde en nuestras carreras como escritoras, en nuestras vidas como lectoras que empezamos a ver a las mujeres de las generaciones que nos precedieron.
Eso cambió ya, y espero que para siempre, aunque supongo que no se puede cantar nunca victoria en eso. Lo que pasó ya o lo que está pasando ahorita es que ya no tenemos que hacer ese esfuerzo para encontrarnos con escritoras, sobre todo en América Latina, que hay una generación de escritoras interesantes. Creo que los chicos están haciendo bien las cosas, ahí van (risas). Pero, sin duda, a mí me interesa más las mujeres. Me interesan mucho más. Ya no es una cosa de suplir un vacío, sino son las voces que me interesan y me activan ahora.
S.M: ¿Por qué te interesan?
V.L: ¡Porque están escribiendo pinche bien! Porque ahí está otra vez la obra de Samanta Schweblin, sus cuentos, que son todos realmente escritos como con una exploración del lenguaje muy cautelosa, con una visión o una mirada que todo lo vuelve ligeramente raro, pero nunca sabes bien por qué. Siempre que estás leyendo a Samanta está creciendo una ansiedad. O Fernanda Melchor que es una voz potentísima; en Temporada de huracanes, que es de las primeras novelas escritas sobre el desastre que es México hoy en día. Bueno, también Tierras arrasada de Emiliano Monge, que quiere ser mujer (me lo ha dicho), también es una gran novela. Pero Temporada de huracanes es una exploración del lenguaje y de la violencia que simplemente no se había hecho antes en México.
Es un momento especial, un momento posibilitado en parte por la resistencia que hemos tenido que hacer las mujeres a lo que siempre decían sobremesas o en reuniones los encorbatados y era: “No, pero no, aquí debemos defender la calidad”, como una cosa de cuotas, como si no hubiera siempre también escritoras deslumbrantes y escritores mediocrísimos, como si al ser hombre fuera una garantía de calidad. Con el argumento de defender la calidad frente a las cuotas, hemos tardado muchísimo tiempo, pero creo que ya ese cambio no se puede parar.