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Las tensiones entre el mapa y el territorio
Para su libro 'Verde tierra calcinada', el periodista Juan Miguel Álvarez fue a zonas azotadas por la violencia tras la pista de historias de paz y esperanza.
La agreste topografía patria hizo del periplo de Bogotá a las regiones uno de los leitmotivs de la narrativa colombiana, la de ficción y la documental. Desde Peregrinación de Alpha, de Manuel Ancízar, pasando por no pocos pasajes de los diarios de José María Samper y por La vorágine, de José Eustasio Rivera, y Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda, ha sido frecuente en nuestras letras el asunto del urbanita educado que se desplaza del epicentro simbólico a los márgenes. Si bien las razones del viaje cambian –Ancízar lo emprende por pertenecer a la Comisión Corográfica mientras Arturo Cova huye a los Llanos por un lío amatorio– en todos los casos al conocer la vida fuera de la burbuja santafereña el narrador se comprende mejor a sí mismo. A este linaje estético pertenece Verde tierra calcinada, el reciente trabajo de largo aliento de Juan Miguel Álvarez. Contratado por Publicaciones Semana, el reportero fue a zonas azotadas por la violencia tras la pista de historias de paz y esperanza. Desde luego, no limitó las pesquisas a los encargos de la revista: tuvo el acierto de llenar la libreta de datos, entrevistas y escenas.
Hasta hace nada nuestra geografía avivó el provincianismo de la élite política y económica. Durante la hegemonía de la carta constitucional de 1886 cuando los presidentes y ministros hablaban de Colombia generalmente se referían a Bogotá y a sus alrededores. De esta manera se construyó un relato nacional ajeno a la pluralidad cultural y étnica del país. En otras palabras, como suele suceder el mapa no daba fiel testimonio del territorio. Y, lo peor, aun no lo da. Bogotá sigue siendo la lejana meca donde se toman las decisiones. En el texto periodístico esta idea se ratifica en los momentos en los cuales los miembros de las comunidades visitadas –el alcalde de Carmen de Atrato, los campesinos del cañón de Las Hermosas, los líderes de La Balsa o los habitantes del Arenillo– le piden a Álvarez recordarle sus necesidades al Gobierno Nacional –entonces el de Santos, ahora el de Duque: lo mismo da–. No reclaman nada del otro mundo, lo mínimo en una democracia: ser cobijados por los beneficios sanitarios y educativos que les corresponden en su calidad de ciudadanos. Infraestructura básica: carreteras para llevar a bajo costo sus cosechas a las ciudades y obtener réditos. Con el paso de las páginas, el lector confirma un viejo juicio: la ineficacia del Estado colombiano y la rapacidad de la clase dirigente propiciaron las condiciones para el surgimiento de grupos ilegales amamantados por el narcotráfico y la economía ilegal. Y estos, a su vez, se convirtieron en verdaderas pesadillas para los campesinos, indígenas y afros.
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La prosa de Juan Miguel Álvarez –calificada de envolvente y precisa por el jurado del Premio Simón Bolívar de 2018– se aleja del formato convencional de la crónica periodística aunque sin romper del todo con él. El suyo –por la duración de las visitas y por la variedad de los temas– es un libro panorámico, no profundo. Salvo Paulina Mahecha, las personas que transitan por el volumen son voces o fuentes informativas, no personajes con peso dramático. Paulina sí lo es: una memorable madre y activista. Una nueva Lucía, la perseverante matrona de La siempreviva, la pieza teatral de Miguel Torres. Por otra parte, el recorrido por esas lejanías le permite al cronista –repito– acrisolar sus posturas vitales, morales e ideológicas. Las rígidas visiones doctrinarias de izquierda y de derecha respecto al conflicto armado criollo a la postre resultan incapaces de describirlo con justicia y equilibrio. En lugar de forzar la realidad para hacerla caber en corsés conceptuales, Álvarez registra sus perplejidades y encrucijadas. Procura superar los tópicos de la agenda noticiosa, manipulados con mano de tahúr por los políticos de aquella trinchera y la de allá. Encuentra víctimas dispuestas a perdonar (Esteban y Genaro), otras reacias a siquiera considerarlo (Carlos Hernán y Nelly). En cada regreso a la comodidad de su apartamento en La Macarena vuelve vapuleado espiritual y corporalmente. Ve con luz distinta lo normal en la ciudad: piensa en la cantidad de vitualla que una familia labriega puede comprar en el monte con el dinero gastado en un par de almuerzos en los sectores chic.
Gracias a hitos bibliográficos de la talla de El oro y la sangre, de Juan José Hoyos; Noticia de un secuestro, de Gabriel García Márquez, y La eterna parranda, de Alberto Salcedo Ramos, el periodismo literario ha ganado en Colombia audiencia y prestigio. Por ende, Verde tierra calcinada encontrará un público listo para disfrutar de sus virtudes formales e internarse con el autor por trochas y ríos.
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