Especial Villavicencio y Meta

Eduardo Carranza: la historia de un llanero que se rindió a la poesía y alcanzó la inmortalidad

Cuarenta años después de su muerte, la poesía de Eduardo Carranza, uno de los poetas más importantes de la literatura colombiana, permanece viva. Su último hijo lo recuerda tal y como fue: un hombre con la gallardía y el temple de un llanero.

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Santi Peralta

Santi Peralta

Coordinador editorial

5 de noviembre de 2025, 11:00 p. m.
Eduardo Carranza, poeta colombiano.
Eduardo Carranza, poeta colombiano. | Foto: Biblioteca Nacional de Colombia

Juan Carranza tiene 79 años y es el único descendiente directo de la familia Carranza Coronado que todavía vive. Están los nietos, los sobrinos –una estirpe desperdigada por el mundo–, pero el único hijo con vida de Eduardo Carranza y Rosa Coronado es él. El mayor, Ramiro, fue secuestrado por las Farc en 2001 y María Mercedes, la del medio, se suicidó en 2003. En su apartamento en Santa Marta, contemplando el cielo nuboso y el mar, arremete contra el olvido e indaga entre sus recuerdos. Dice cosas: que su tiempo en España, en la época de Franco, fue de los mejores; que su padre fue un hombre goloso o que tuvo que desenterrar sus restos hace muy poco. Pero su voz, que tiene el tono exacto de un cachaco de antaño –pausada y melódica–, cobra una fuerza diferente cuando exclama de repente estos versos de su padre: “Solo que el tiempo lo ha borrado todo / como una blanca tempestad de arena” y “Sobre este poema vuela un cuervo. / Y lo escribe una mano de ceniza”.

Son versos de Epístola mortal, un poema publicado en 1975, diez años antes de morir. “Es cuando mi padre dice que todo ha terminado. Es impactante; ese poema sí lo pone a pensar a uno. Y te voy a contar una anécdota…”. Juan Carranza acostumbra a hacer eso: terminar de contar sus historias con un “Y te voy a contar algo”. Lo normal es que esas anécdotas tengan que ver con su padre y personajes como Pablo Neruda o Álvaro Castaño o Belisario Betancur. Esta vez es Juan Manuel Santos. “En 2013 se conmemoró el centenario del nacimiento de mi padre. Hubo una ley de honores y se editaron sus obras, obviamente. Incluso el presidente Santos fue a Villavicencio. Alguien leyó Epístola mortal y cuando Santos se despidió me dijo: ‘¿Sabe una cosa? Yo leo ese poema con mucha frecuencia, porque ese poema le ayuda a uno a tener los pies sobre la tierra”’, aseguró.

La poesía de Carranza cubría toda la ciudad. Había pendones y recitales, y los llaneros celebraban la ley que honraba la memoria de Januario Eduardo Carranza Fernández, un poeta nacido 100 años antes en Apiay, Meta, con un legado de decenas y decenas de poemas que iban desde una romántica mirada hacia las mujeres, la naturaleza y los sueños, hasta sus angustias por el tiempo y la muerte. “Esa era su existencia: él era poeta todo el tiempo. Usaba una boina, unas capas y tenía unos bastones que al principio no necesitaba pero que al final sí porque se quedó cojo. Desde que se levantaba hasta que se acostaba, y en sus sueños mismos, él estaba plenamente conectado”, aseguró Melibea Garavito, su nieta.

Entonces escribió versos así: “Me hago el dormido a veces esperando / despertar a ese niño del retrato / que duerme por los siglos de los siglos / –en el fondo del tiempo y de mi vida– / y que ya te miraba”, en El niño del retrato. Y en El olvidado, otros como estos: “La noche a picotazos roe mi corazón, / y me bebe la sangre el sol de los dormidos; / (...) / Yo soy el olvidado. / (...) / Nadie podrá quitarme un beso, una mirada. / Ni aún la muerte podrá borrar este perfume”.

Finales de los sesenta. Hacía frío, y Juan Carranza despertó en plena madrugada. La casa estaba sola: ni María Mercedes ni Rosa dormían allí esa noche. Entonces vio la habitación de su padre iluminada y se acercó. Le preguntó: “¿Pero, qué haces, son las tres de la mañana?”. Y Eduardo, empapado de sudor por el frío, simplemente le contestó: “Se me ocurrió un poema”. Se trataba de La patria es como una carta, que luego le dedicó a Álvaro Gómez y que publicó poco después en El Tiempo. Así fue siempre.

Un repaso breve. Nació el 13 julio de 1913 en el municipio de Apiay, pero creció en otros lugares como Chipaque. Allí fue al colegio de la Presentación de las Hermanas de la Caridad –él y Alberto Lleras Camargo eran los únicos hombres del colegio–, e iba y venía a pie por una carretera de barro. Estudió en la Escuela Normal Central, en Bogotá, donde la literatura fue como un látigo sin compasión que lo sedujo. En 1930 se volvió profesor de literatura en Ubaté y ya desde 1933 su vida era otra: hacer tertulias en el Café Victoria, publicar sus primeros versos en periódicos y luego su primer poemario, Canciones para iniciar una fiesta (1936). “Hay una niña. Lleva la ciruela sonriente / del beso y va mordiendo a la tierra caliente / un níspero. El aire, tibiamente, a rizar”, escribió en Gualanday.

Contar la historia de Carranza es contar la historia de una Colombia extinta. Los poetas eran como estrellas de rock a los que todo el mundo reconocía fascinado. Y Carranza, desde sus inicios, lo fue. Iba siempre con las capas, las boinas y el bastón, y un deseo algo estrafalario por declamar poesía donde fuera. Formó parte del movimiento Piedra y Cielo, que entre otras cosas volcó la mirada en lo amoroso y lo barroco; conoció a Pablo Neruda, fue el director del suplemento literario de El Tiempo. En 1943 se casó con Rosa Coronado y en los tres años siguientes nacieron sus hijos, uno cada año. En 1948 fue nombrado director de la Biblioteca Nacional y en 1951, como consejero cultural de la embajada de Colombia, se mudó a España.

“Los domingos mi padre nos llevaba al Museo del Prado. Cada uno de nosotros tenía su cuadro preferido, y cada uno iba a visitar ese cuadro. Era un país que estaba al borde del hambre, pero mi padre se dedicó a llevarnos por toda España. Esas visiones se me quedaron grabadas: las ciudades, la comida, los paisajes. Fue una infancia maravillosa”, recordó Juan Carranza.

Presidió congresos, pronunció discursos y las personas con las que se frecuentaba eran del calibre de Salvador Dalí. Fue jurado de bienales de arte y concursos de literatura y leía poesía en los festivales españoles. Publicó Azul de ti, con poemas como Soneto a Teresa: “Teresa, en fin, por quien ausente vivo, / por quien con mano enamorada escribo, / por quien de nuevo existe el corazón”. Y otros como El olvidado o Hablar soñando. Los paisajes del llano, esa deslumbrante tierra colombiana, ardían en muchos de ellos. “Aquí está la llanura. Y en la palma de su mano esta línea de la suerte de mi Patria (...). Aquí está el Llano, firmamento de tierra, patio de Colombia, lleno de naranjos. El Llano, el Llano Llanero. Yo le canto de pie, a grito herido y hasta enronquecer”, escribió en Llano llanero.

En 1984 asistió al VII Congreso Mundial de Poesía de Marrakech, junto con el escritor Jorge Luis Borges y el poeta Leopold Sedhar. Fue con María Mercedes, que ya despuntaba como poeta. Luego regresaron a España, al hotel donde siempre se alojó: Las Sirenas de Segovia. Y así, de repente, se desplomó. “Eduardo, Eduardo: ¿qué haces / mirando correr el río, dando palabras al viento? / (...) / Eduardo, ya no podrás / volver a tomar el tren / ni el día ni el sueño aquel”, escribió mucho antes en El poeta pregunta por su vida.

No murió: regresó a Colombia y lo que pensaron primero que era una embolia, resultó ser un tumor cerebral. Juan Carranza dice, sin embargo, que no fue doloroso. Su padre se internó en su casa y la gente no paraba de llegar a visitarlo. Subían a la habitación y él todavía alcanzaba a apretarles la mano a algunos de sus amigos. “Un día Álvaro Mutis subió, le dio un beso en la frente y le dijo: ‘Aquí estoy, Eduardo’. Hasta su muerte fue emocionante”, sostuvo.

Hay datos. En sus viajes, llenaba las maletas con artesanías, le encantaba leer El Quijote acostado en su cama y también Barichara, el pueblo santandereano. Prefería a Beethoven antes que a Bach y muy seguramente sabía de memoria los versos de Antonio Machado, el poeta español: lo adoraba. Y de todos sus trabajos, el de dirigir la Biblioteca Nacional fue el más honroso. Luego de su muerte, todos sus hijos se reunieron y tomaron decisiones sobre su archivo. La poesía llegó a la Casa Silva y lo que no era poesía, a la Biblioteca Pública Eduardo Carranza de Villavicencio. Otros libros fueron a parar en bibliotecas públicas como la de Ubaté. Sus fotos y su correspondencia conformaron lo que es hoy el Fondo Carranza de la Biblioteca Nacional, guardadas en 71 cajas con 450 folios. La curaduría la hizo Jerónimo Carranza, su nieto.

Ahora cada vez que alguien requiere un trámite sobre Eduardo Carranza llama a Juan Carranza: consultar sus cartas con otros poetas, darles un vistazo a sus fotos o conversar sobre él. Juan no le teme al tiempo, y aunque sus respuestas llegan siempre como puntillazos –puntuales y a secas, sin rastros de nostalgia–, puede extenderse horas y llegar a lugares insospechados. “Hace dos años le hicimos un homenaje en Villavicencio. Entonces salió una foto en El Tiempo y su tumba se veía descuidada, a pesar de que mucha gente iba a ponerle flores, y tenía un epitafio. Entonces me llamó el gobernador de la época y me dijo: “Pues si en Sopó no lo tienen de acuerdo con su condición, yo sí lo quiero en Villavicencio. Entonces me tocó hacer una cosa un poco macabra”, recordó.

El gobernador era Juan Guillermo Zuluaga, el epitafio: “Aquí espera Eduardo Carranza” y la cosa macabra desenterrar los restos de sus padres y llevarlos hasta el hall del departamento de la Gobernación del Meta. No fue planeado, pero por más de 100 años Eduardo Carranza lo estuvo esperando, y su hijo, Juan, finalmente llegó. Allí, en la Gobernación, hicieron una escultura, y al lado de la piedra pusieron las dos urnas: los huesos de Eduardo Carranza y las cenizas de Rosa Coronado. Y encima, para sellarlo, el poema Llano llanero. “Fue un bonito homenaje. Mi padre afortunadamente sigue vigente, recordado”, dijo Juan.

Pero Eduardo ya había dicho mucho antes en Epístola mortal: “Todos estamos muertos, muertos, muertos: / los de Ayer, los de Hoy, los de Mañana… / sembrados ya de trigo o de palmeras, / de rosales o simplemente yerba: nadie nos llora, nadie nos recuerda”.

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