Turismo
El regreso de los cruceros a Cartagena reactiva la economía de 2.000 personas de la ciudad que viven de esta actividad
El Star Breeze es el primer navío en atracar en el puerto desde que comenzó la pandemia. Sus pasajeros disfrutaron de un recorrido por el castillo de San Felipe y la ciudad amurallada.
Desde el muelle de la bodeguita, Yuli Sánchez Orozco pudo divisar cómo se alejaba el Star Breeze, el crucero que había permanecido todo el día en uno de los muelles de la Sociedad Portuaria de Cartagena. Hace muchos años, cuando comenzó a trabajar como guía turística, adoptó esa costumbre de quedarse viendo los barcos que la hipnotizaban con sus ventanas iluminadas y lentamente avanzaban mar adentro hasta apagarse completamente. Le gustaba imaginar qué pasaría detrás de esas ventanas, la historia de las familias que visitaban cada puerto, maravillándose con sus monumentos y culturas.
Ese día fue diferente. Con lágrimas por sus mejillas agradeció a Dios y con su mano en el bolsillo tocó el dinero que le había quedado de la jornada de trabajo. Contó uno a uno los billetes: 107 dólares. No lo podía creer, hacía casi un año y seis meses que no había recibido ningún ingreso y por fin podía darle a su familia tres comidas después de mucho tiempo. Se habían acostumbrado a comer solo una o dos veces al día. Como madre cabeza de hogar tenía que alimentar a sus tres hijas y cuidar de su mamá desde que su hermana falleció de covid-19. Si no hubiera sido por los mercados que la Fundación Puerto de Cartagena repartió en el barrio Ceballos, donde vivía, no sabría qué hubiera hecho. Ahora le queda la ilusión de la apertura de la temporada turística de octubre, para la que ya se está preparando y mejorando sus protocolos de bioseguridad.
Durante el último año y medio en el que Yuli ha estado sin trabajar dejaron de venir 222 barcos, que representaban 63 millones de dólares en ingresos para la ciudad. Cada turista gastaba en promedio 122 dólares y cada tripulante 70. Esto significaba un ingreso importante para las 2.000 personas que vivían de los cruceros. En el caso de Yuli, cada barco le dejaba entre 100 y 130 dólares, dependiendo de las propinas. Así que en este tiempo ha dejado de ganar casi 20.000 dólares. El anuncio de la llegada de este crucero se había recibido con escepticismo. Sus vecinas le decían que estaba loca, que no se fuera a trabajar de nuevo pues los turistas traían una nueva variante de la mortal enfermedad. Pero ya estaba vacunada y confiaba en que extremando las medidas de autocuidado podía volver a la nueva normalidad. Además, en una reunión del Departamento Administrativo Distrital de Cartagena (Dadis) le explicaron que todos los turistas y tripulantes estaban vacunados y se hacían pruebas para controlar los contagios a bordo.
La ciudad despierta
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La noche anterior a la llegada del crucero no pudo dormir de la emoción. Se levantó muy temprano para estar a tiempo en el punto del puerto que le asignó la agencia. A la entrada se encontró con quien sería el conductor del bus donde haría de guía, Eider Villa, a quien conocía desde hacía años. Aunque no podía ver su sonrisa por el tapabocas, notó cómo le brillaban los ojos cuando la vio. Lo saludó de puñito, aunque en realidad quería darle un fuerte abrazo. A pesar de las canas, Eider no había perdido su porte y como siempre se veía impecable y reluciente con sus zapatos recién lustrados y su uniforme almidonado por su esposa Carmen. El bus donde harían el tour había permanecido en un parqueadero por año y medio, pero se veía bien lavado y reluciente para la ocasión.
Poco a poco, en medio de una oleada de alcohol y jabón antibacterial, fueron entrando los turistas del crucero al bus, guardando la debida distancia, cumpliendo con los aforos establecidos. Empezaron el recorrido. Irían primero al castillo de San Felipe, luego a una prueba de café y a un recorrido a pie por la ciudad amurallada. Cada grupo debía ir separado del otro.
Al llegar al castillo los turistas, maravillados, le hacían preguntas y poco a poco Yuli se fue soltando de nuevo, recordando por qué había escogido esta profesión que la hacía vivir la historia de su ciudad con pasión. Al llegar al centro, recorrieron sus calles angostas a pie e hicieron una parada obligatoria en la Plaza de la Proclamación.
Ahí estaban como siempre los bailarines, quienes, más enérgicos que nunca, reencarnaron sus raíces africanas moviendo sus caderas al compás de los tambores. En medio del jolgorio caribeño de la plaza, la guía cerró los ojos y pudo percibir el olor de la carimañola recién salida del aceite que se mezclaba con los olores de las frutas de las palenqueras. Se sentía viva, al igual que todos los que como ella salieron a trabajar para los turistas del crucero después de año y medio de estar encerrados. La ciudad vibraba nuevamente y Yuli solo pensaba en el sancocho de costilla que les haría a sus hijas al día siguiente para celebrar.
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