Ferias y fiestas

Por qué en Colombia la fiesta nunca para: esta es la historia detrás de sus carnavales

Las fiestas populares no surgieron por moda ni turismo, sino por acuerdos sociales que se repiten desde hace siglos.

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20 de diciembre de 2025, 11:00 a. m.
Desde la segunda mitad del siglo XX, la salsa se convirtió en su símbolo más visible, transformando la feria en un escenario donde el cuerpo y el ritmo narran la ciudad.
Desde la segunda mitad del siglo XX, la salsa se convirtió en su símbolo más visible, transformando la feria en un escenario donde el cuerpo y el ritmo narran la ciudad. Foto: cámara Lucida- Andres Anfassa

Todavía no amanece en Pasto y ya hay manos manchadas de colores: en un galpón frío, entre tablas húmedas y figuras a medio terminar, alguien retoca el borde de una carroza mientras otro sopla para secar la pintura. Afuera, la ciudad sigue en silencio, pero adentro el Carnaval de Negros y Blancos está en marcha.

Esta escena –que se repite en talleres, casas y barrios de distintas regiones– es el preámbulo de lo que sucede en Colombia entre los meses de diciembre y febrero, cuando el país entra en modo fiesta. Los festejos que marcan el inicio del año no aparecieron por azar ni responden a una moda reciente: antes de la colonización, los pueblos indígenas que habitaban estos territorios ya organizaban rituales ligados a los ciclos agrícolas, al agua, al Sol y a la Luna.

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Eran prácticas asociadas al trabajo de la tierra y a la vida comunitaria que, tras la llegada de los españoles, se cruzaron con el calendario católico y sus fechas litúrgicas –como la Navidad, la Epifanía, la Candelaria y la Cuaresma–y tuvieron una superposición de tiempos rituales que en la actualidad definen el mapa festivo del país.

El historiador Orián Jiménez, profesor de la Universidad Nacional, explicó que “en este periodo se encuentran unas fiestas que tienen ese carácter ambiguo o sincrético de las culturas indígenas, las africanas y las sociedades mestizas descendientes de los españoles”. Y esa mezcla no es solo simbólica, es histórica. En especial si se tiene en cuenta que muchas de las fiestas y carnavales que se celebran entre diciembre y febrero nacieron en contextos de minería, esclavitud y desplazamiento, cuando las poblaciones afro encontraron un espacio de descanso y expresión colectiva.

Ligado al inicio de la Cuaresma, este encuentro heredó la lógica del desfogue previo al recogimiento religioso.
El Carnaval de Barranquilla, tiene su origen en la antigua fiesta de la Candelaria, una devoción popular que recorrió puertos y riberas del Caribe antes de consolidarse en la ciudad. Foto: picture alliance via Getty Images

El origen

El Carnaval de Negros y Blancos es uno de los ejemplos más claros de ese cruce de tiempos y memorias. Aunque hoy se asocia con Pasto, sus raíces están ligadas a prácticas de los esclavizados en regiones mineras del occidente colombiano, a quienes se les concedían días acumulados de descanso para recrearse. Con el tiempo, esas expresiones viajaron hacia el sur y fueron apropiadas por comunidades indígenas y mestizas que las resignificaron.

En Riosucio, el carnaval adopta una forma particular: la del Diablo como símbolo festivo. En un territorio marcado por la convivencia histórica de poblaciones indígenas y afro en un contexto minero, esta figura dejó de representar el mal religioso para convertirse en mediador del juego, la burla y la crítica social. Jiménez recordó que los personajes del carnaval permiten “poner el mundo patas arriba”, una lógica heredada de tradiciones medievales y adaptada a la historia local.

En Tumaco, el Carnaval del Fuego se articula desde otra matriz. Se trata de una manifestación atravesada por rituales afrodescendientes, espiritualidades del Pacífico y una relación profunda con el territorio. Allí, el fuego cumple una función de limpieza simbólica y reunión comunitaria. Según la guía Actividades culturales de Colombia, estas jornadas “combinan música, danza y ritual como expresiones vivas de la memoria afrocolombiana, y mantienen un vínculo directo con prácticas ancestrales que siguen vigentes en la vida cotidiana”.

El Carnaval de Barranquilla, en cambio, tiene su origen en la antigua fiesta de la Candelaria, una devoción popular que recorrió puertos y riberas del Caribe antes de consolidarse en la ciudad. Ligado al inicio de la Cuaresma, este encuentro heredó la lógica del desfogue previo al recogimiento religioso, y con el tiempo, se transformó en un sistema complejo de comparsas, personajes y músicas que reorganiza la ciudad entera durante varios días.

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La Feria de Cali no es un carnaval en sentido estricto, sin embargo, comparte la lógica ritual del ciclo festivo. Surgió de una tradición marcada por la vida hacendataria y la exhibición pública, y con el tiempo incorporó la música y el baile como ejes centrales de identidad. Desde la segunda mitad del siglo XX, la salsa se convirtió en su símbolo más visible, transformando la feria en un escenario donde el cuerpo y el ritmo narran la ciudad.

Si bien cada una responde a una historia local, todas estas expresiones colectivas comparten una estructura común: son cíclicas, ancladas a fechas que no se mueven porque hacen parte de un orden más amplio. No dependen de la coyuntura ni de la agenda política del momento, sino de un calendario que se repite año tras año.

Para el literato Hugo Hernán Ramírez, profesor de la Universidad de los Andes, esa regularidad no es accidental. “Las fiestas existen para marcar una frontera clara entre el tiempo del trabajo y el tiempo del descanso. Esa separación organiza la vida social desde hace siglos y se repite en casi todas las culturas”, explicó. “En Colombia, esa pausa adquirió además una función social: permitir que tensiones acumuladas encuentren un cauce colectivo”.

Jiménez lo planteó desde otra perspectiva, más ligada al conflicto, a la desigualdad y a las experiencias históricas del país. “La fiesta es un espacio de sublimación: se concentran emociones, frustraciones, violencias y alegrías que no siempre tienen lugar en la vida cotidiana. Ponerse una máscara, invertir el orden, burlarse del poder o exagerarlo es una forma de tramitar lo que no se puede decir de otro modo”.

Lo que se ve en las calles durante unos días es apenas la superficie de un proceso mucho más largo. Antes y después del desfile, la fiesta se sostiene en talleres, cocinas, ensayos nocturnos y acuerdos comunitarios que no suelen aparecer en la postal turística. Lejos del ruido, en estos espacios se transmiten saberes, se heredan personajes y se repite un calendario que no depende de la coyuntura, sino de la memoria. Por eso, cuando se apagan las luces y se desmontan las carrozas, no termina: alguien vuelve a mancharse las manos de pintura, preparando el siguiente ciclo.

Festejos que se han convertido en una parte importante de la memoria social del país.
La Feria de Cali surgió de una tradición marcada por la vida hacendataria y la exhibición pública, y con el tiempo incorporó la música y el baile como ejes centrales de identidad. Foto: COLPRENSA

RECUADRO

Una tradición que no muere

Las fiestas tradicionales no nacen de decretos ni agendas oficiales. Para el historiador Orián Jiménez, su permanencia se explica porque “no dependen de la coyuntura política, sino de acuerdos sociales que se repiten en el tiempo”. Aunque hoy reciban apoyo institucional, su continuidad descansa en la apropiación comunitaria, la memoria local y el trabajo colectivo que las sostiene año tras año.

Registrar la fiesta también es parte del ritual. El profesor Hugo Hernán Ramírez recordó que, desde la Edad Media, “dejar memoria escrita o visual era tan importante como la celebración misma”. Crónicas, imágenes y archivos aseguran continuidad y legitimidad. Sin registro, la fiesta ocurre y se desvanece; con memoria, se transmite, se reconoce y se convierte en tradición compartida.


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