En Colombia, la democracia casi nunca ocurre el mismo día. No empieza el domingo cuando se abre una urna ni se finaliza con el gesto rápido de marcar un tarjetón. Muchas veces comienza días antes, en una lancha que avanza a contracorriente, en una mula que se hunde en el barro o en una caminata silenciosa por caminos donde la señal se pierde y la presencia del Estado es frágil.
Para Hernán Penagos, registrador nacional, detrás de cada elección hay funcionarios que se trasladan “a pie, a lomo de mula, en chalupas, o por el mecanismo que puedan”, muchas veces poniendo en riesgo su propia seguridad. Enfrentan no solo una geografía hostil, sino territorios marcados por actores armados y economías ilegales. “Cumplirle a la democracia implica trabajar entre todos”, insistió. No es una tarea exclusiva de la Registraduría, sino un esfuerzo conjunto con la Fuerza Pública, autoridades locales y comunidades.

Las cifras dimensionan el desafío: más de 42 millones de personas convocadas a las urnas, 13.508 puestos de votación y cerca de 125.000 mesas, de las cuales unas 8.000 están en zonas apartadas. Pero más allá de los números está el costo humano, pues hay funcionarios que han muerto en accidentes fluviales o aéreos, y otros que han sido víctimas directas de la violencia.
Desde la Misión de Observación Electoral (MOE), Diego Alejandro Rubiano señaló que el déficit de acceso a puestos de votación sigue siendo una de las principales barreras para la participación. “En municipios extensos y dispersos, como Miraflores (Guaviare), hubo ciudadanos que debieron recorrer hasta 80 o 90 kilómetros para votar”, añadió. Aun así, reconoció avances y un compromiso que se repite en distintos rincones del país. Estas son tres historias que ponen rostro a ese esfuerzo silencioso que hace posible ejercer el derecho al voto.
Hablar para que el voto exista
En Dabeiba, Antioquia, donde la selva marca el ritmo de la vida cotidiana y las comunidades indígenas hacen parte del paisaje humano del municipio, Sandra Milena Nanclares entendió pronto que cumplir la ley no siempre basta para garantizar un derecho.

Registradora municipal desde hace varios años, descubrió que para que la democracia funcione no alcanza con abrir mesas y entregar tarjetones. Primero hay que poder comunicarse. Sandra no habla con fluidez el emberá katío, ni pretende hacerlo.
Lo que sabe son palabras sueltas, frases básicas, lo indispensable para saludar, preguntar de dónde viene alguien, pedir que se siente derecho para la foto o explicar un trámite. Las anota con cuidado en un cuaderno que guarda en su oficina, las contrasta con un diccionario de la biblioteca municipal y las completa con lo que aprende cada día en el contacto directo con la gente. “Uno va aprendiendo en la interacción”, dijo.
En Dabeiba viven más de 5.000 indígenas emberá katío y muchos llegan a la Registraduría sin hablar español. “Todos los días atendemos población indígena y generamos registros civiles, cédulas, tarjetas de identidad. Si uno no hace el esfuerzo de entenderlos, no hay servicio posible”, explicó. Las dificultades son muchas, pero también las satisfacciones. “Cuando entienden el proceso y pueden votar, es muy gratificante”, aseguró.
La democracia a lomo de mula
El viernes en la tarde, cuando para muchos empieza el descanso, para Keilan Marcela Mena Moreno comienza la jornada más exigente. Dos días antes de las elecciones, la delegada de la Registraduría en Bagadó, Chocó, sale hacia comunidades indígenas a las que no llega la carretera ni la señal de celular.
Desde hace casi diez años carga esa responsabilidad sobre sus hombros y, muchas veces, sobre el lomo de una mula. “Salimos el viernes en la tarde de Bagadó, amanecemos en Santa Cecilia y el sábado ya es puro camino”, aseguró. Desde allí, el trayecto se vuelve herradura. Primero trocha, luego barro. El material electoral viaja aparte, en otra mula, porque cada carga tiene su precio y su riesgo. “Si se daña la papelería, se dañan todos los votos”, explicó.
El sábado es una caminata completa; sale al amanecer para llegar, con suerte, entrada la noche. Hay pantanos donde la mula se hunde, puentes improvisados que crujen al paso y ríos que se cruzan montados o con el agua al pecho. Ha llegado a comunidades como Pescadito, Vivícora o Dabaide. En algunas, el camino es río; en otras, lomas interminables y senderos estrechos, con el abismo a un costado.
En 2019, un puente cedió y el río crecido cerró el paso. Las elecciones comenzaron a las dos de la tarde y un helicóptero fue la única salida. “Pero se hicieron”, dijo. Keny Camacho, registrador de Bagadó, explicó que por eso los envían con anticipación y apoyo logístico. Keilan no habla la lengua indígena, pero el respeto se construyó de otra forma: avisa, se presenta y la comunidad responde. “Me buscan casa, me cuidan, me acompañan”.
Cuando regresa con la papelería intacta, sabe que valió la pena. Porque en lugares donde la democracia no llega sola, alguien tiene que llevarla.
A flote con los votos
En Pinillos, Bolívar, donde no hay carreteras de salida y todo empieza y termina en el agua, la democracia navega. Como registradora municipal, Lily Castro mide su trabajo no en horarios de oficina, sino en mareas, lluvias y noches cerradas sobre la ciénaga.
Aquí, personas, urnas y tarjetones se mueven únicamente en chalupa, entre ríos y espejos de agua cubiertos por tarullas, esas plantas flotantes que engañan el camino y se enredan en los motores.
Cada elección es una travesía. Una de ellas quedó grabada en la memoria del municipio. Ocurrió en 2003, durante unas elecciones territoriales. El equipo regresaba desde el corregimiento de La Unión cuando, cerca de las diez de la noche, algo se enredó en el motor. La chalupa se volcó y quedó semihundida en plena ciénaga. Los delegados treparon al techo de la embarcación. No había señal, no pasaba ningún otro transporte y en Pinillos nadie sabía qué había ocurrido. Para el pueblo estaban desaparecidos. En medio de la oscuridad y la lluvia, uno de ellos tomó una decisión que Lily recuerda como un reflejo del deber: sacar el E-14, la bolsa de clavos y los votos, y guardarlos en un termo hermético.
Al amanecer, nadaron hasta hallar un caserío de pescadores. Llegaron horas después, con quemaduras de gasolina, raspones y sin zapatos. Todo se perdió, menos los votos. Para Lily, lo más duro no siempre es el río, sino el sacrificio humano. Gracias a ese esfuerzo, incluso cuando la chalupa se hunde, la democracia logra mantenerse a flote.







