Opinión

La verdadera revolución: retornar a nuestra humanidad

Ignorar nuestra dimensión interna no nos hace fuertes; por el contrario, atenta contra nuestra salud mental.

Yukari Sawaki
4 de junio de 2025, 6:52 p. m.
Actualmente, el salario emocional es considerado incluso más relevante que la compensación económica.
Hoy, más que nunca, urge hacer las paces con nuestro mundo emocional. En un entorno laboral cada vez más automatizado, donde los algoritmos predicen hasta nuestras necesidades más íntimas, lo único que realmente nos diferencia de las máquinas es la capacidad de sentir. | Foto: Getty Images

“Las emociones no son un obstáculo para la evolución humana; son la puerta que hemos estado evitando cruzar”

Nos entrenaron para ser rápidos, eficaces, productivos. Desde pequeños, nos transmitieron la idea de que los sentimientos son una debilidad, un estorbo en el camino hacia el éxito. A los varones no se les permitía llorar. Mostrar sensibilidad no era considerado profesional. Así, sin darnos cuenta, fuimos anestesiando nuestro mundo interno para encajar en un sistema que glorifica la eficiencia y penaliza la vulnerabilidad.

Crecimos clasificando las emociones como si fueran herramientas de trabajo: la alegría es buena, la tristeza es mala. La envidia, peor; y la rabia, inaceptable. Como nos cuesta nombrarlas sin culpa, empezamos a maquillarlas: hablamos de “envidia de la buena” o de “egoísmo positivo”, como si necesitaran una validación moral para existir. Pero ¿de verdad existen emociones buenas y malas, o simplemente son expresiones humanas?

Hoy, más que nunca, urge hacer las paces con nuestro mundo emocional. En un entorno laboral cada vez más automatizado, donde los algoritmos predicen hasta nuestras necesidades más íntimas, lo único que realmente nos diferencia de las máquinas es la capacidad de sentir. Sin embargo, en muchas organizaciones, la inteligencia emocional sigue tratándose como un “plus” decorativo, y no como una competencia esencial.

Lo vemos a diario en líderes que confunden frialdad con madurez. En culturas empresariales que premian el control por encima de la conexión. En ejecutivos que llevan una máscara de éxito mientras, por dentro, se sienten devastados. Y lo peor: lo hemos normalizado. Como si gestionar nuestra naturaleza fuera una amenaza al profesionalismo, cuando en realidad es su base más sólida.

Una escena de la película The Beast, dirigida por el cineasta Bertrand Bonello, ilustra esta tragedia emocional con crudeza. En un futuro distópico, los ciudadanos se someten a procedimientos quirúrgicos para eliminar sus sentimientos. En una de las escenas clave, la protagonista no logra suprimirlos y, por tanto, no puede obtener un ascenso laboral. Aunque parezca ciencia ficción, es un espejo incómodo de nuestro presente: hemos empezado a ver la insensibilidad como virtud. Y eso, lejos de fortalecernos, nos está desconectando de lo más esencial: nuestra humanidad.

Pero también es importante aclarar algo: sentir no es lo mismo que quedar atrapados en un estado emocional. Sentir implica reconocer lo que ocurre en nuestro interior, darle espacio, entender su origen y permitir que fluya. En cambio, un estado emocional es un lugar donde quedamos anclados sin darnos cuenta, muchas veces de manera inconsciente, repitiendo una emoción por días o semanas hasta que termina definiendo nuestra visión del mundo. La tristeza nos permite sanar; pero si se prolonga, puede derivar en apatía. La diferencia está en la conciencia: en la capacidad de observar, no de negar ni de dejarnos arrastrar.

Prefiero pensar en las emociones como brújulas que nos ofrecen información vital. La tristeza señala lo que hemos perdido y aún no hemos cerrado. La envidia revela deseos no cumplidos. La rabia marca un límite vulnerado. No hay liderazgo consciente sin esa escucha profunda.

Ignorar nuestra dimensión interna no nos hace fuertes; por el contrario, atenta contra nuestra salud mental. La rabia contenida puede volverse resentimiento. La alegría forzada, una máscara de agotamiento. Lo que no se nombra, nos domina. Lo que se acepta, nos transforma.

Por eso, la verdadera evolución está en atravesar el plano afectivo con atención plena. Solo cuando dejamos de huir de nosotros mismos podemos conectar genuinamente con los demás. Y eso —en un mundo que clama por liderazgo auténtico— es una necesidad urgente.

No es casual que las empresas más avanzadas estén buscando líderes empáticos, capaces de sostener conversaciones valientes, de preguntar con humildad: ¿qué estoy sintiendo?, ¿cómo te estás sintiendo tú? El futuro no necesita ejecutivos más veloces. Necesita personas más presentes y compasivas.

Hoy más que nunca necesitamos individuos que se atrevan a reconocerse. Que no se anestesien en la velocidad de la productividad. Que comprendan que detrás de cada emoción hay una oportunidad de transformación. Porque quien esconde lo que siente difícilmente inspira de manera genuina, y termina desconectándose de su propósito.

Este no es un llamado al sentimentalismo. Es una invitación urgente a dejar de temerle a lo que nos hace humanos. No es un ejercicio de retroceso: es avanzar con conciencia. Y esa, quizás, sea la revolución más poderosa que nos queda por hacer.

Yukari Sawaki, gerente de Desarrollo Humano y Organizacional de Negocio Cárnicos – Grupo Nutresa.

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