Cuando hablamos de salud mental, casi siempre pensamos en algo íntimo y personal: dormir mejor, ir a terapia, aprender a respirar, manejar el estrés. Rara vez pensamos en el pito ensordecedor en las vías durante la mañana, en el empujón en el bus, en el carro que bloquea el cruce o en el semáforo que nadie respeta. Y, sin embargo, ese caos ciudadano —normalizado en la vida cotidiana— también afecta nuestra salud mental. Estamos en convivencia permanente, y lo que hace el otro —o deja de hacer— termina impactándonos emocionalmente, incluso cuando no somos plenamente conscientes de ello. Un ejemplo claro fue la pandemia del covid-19. ¿Quién hubiera imaginado que un virus que comenzó en China, al otro lado del mundo, terminaría afectándonos a nosotros, los colombianos? La humanidad funciona como un juego de dominó: lo que le pasa a uno acaba, de una u otra forma, impactando al resto.
En estos días —cuando el pito innecesario, el insulto normalizado, el semáforo irrespetado, el carro mal parqueado, los trancones y los empujones en los buses parecen intensificarse— vale la pena detenerse a pensar en el efecto que tiene la cultura, o la falta de esta, y la ausencia de civismo sobre la salud mental. Porque lo que ocurre todos los días en una ciudad suele reflejar su estado de ánimo colectivo. Y cuando ese ánimo se torna agresivo puede convertirse en una amenaza real para quienes ya están frágiles, agotados o emocionalmente vulnerables.
Bogotá puede ser un claro ejemplo. Moverse por la ciudad a veces se siente menos como un trayecto y más como un ejercicio de defensa. Conducir parece exigir anticipar la imprudencia ajena. Cruzar una calle requiere activar todos los sentidos: un carro, una moto, un bus o una bicicleta pueden aparecer en contravía en cualquier momento. Desde que se espera un bus en la estación hay que estar alerta: a la seguridad, a quien intenta colarse en la fila, a que la puerta no se cierre antes de tiempo. Luego, conformarse con encontrar de dónde agarrarse durante un trayecto que puede extenderse por horas. Así, una sucesión de pequeñas fricciones que hacen pensar que, más que convivir, parecemos estar compitiendo.
Tal vez no sea coincidencia que a los bogotanos se nos perciba con frecuencia como reactivos o antipáticos. Podría ser que muchos vivamos con el sistema nervioso en estado de alerta permanente. Desde la psicología y la salud pública se ha observado que el ruido constante, la congestión, la agresividad cotidiana y la sensación de pérdida de control funcionan como estresores crónicos. No se trata de eventos traumáticos aislados, sino de impactos pequeños y repetidos que activan una y otra vez el modo supervivencia. En ese contexto, el cansancio, la irritabilidad sostenida, las alteraciones de sueño y la baja tolerancia a la frustración comienzan a aparecer. Una ciudad que no descansa termina comprometiendo el bienestar emocional de quienes la habitan.
No es solo el tiempo perdido lo que desgasta, sino la sensación de no tener control. No saber cuánto durará el trayecto. No poder anticipar. No sentir que las reglas funcionan. No solemos llamar “violencia” a un pito agresivo, a un insulto en la vía, a un empujón en Transmilenio o a una moto sobre el andén. Sin embargo, psicológicamente pueden operar como microagresiones urbanas: mensajes repetidos que dicen “tu presencia no importa” y que, acumulados, erosionan el bienestar.
En Bogotá, buena parte del trancón no se explica por accidentes mayores, sino por una suma de decisiones individuales que se han normalizado: la doble fila, el cargue y descargue en hora pico, el parqueo indebido, los cruces bloqueados, los semáforos ignorados. Cada una parece pequeña; juntas, van configurando un entorno que agrede. La cultura cívica, vista desde esta óptica, no es solo un conjunto de normas, sino una forma de cuidado mutuo.
Bogotá ya entendió esto alguna vez. Durante las alcaldías de Antanas Mockus, la cultura ciudadana se diseñó como una política pública concreta para reducir la violencia y mejorar la convivencia basada en pedagogía, normas sociales compartidas y corresponsabilidad entre ciudadanos. No se trataba solo de obedecer la ley, sino de reconstruir confianza entre desconocidos. Ese enfoque tenía una traducción directa en bienestar emocional: cuando las normas funcionan, disminuye la necesidad de estar en alerta permanente y se reduce el estrés cotidiano.
La pregunta, entonces, es inevitable: ¿qué podemos hacer? Es razonable exigirle a la administración pública soluciones probadas —regular horarios de cargue y descargue, ordenar el tráfico de paso, invertir en educación cívica sostenida—, pero eso no es suficiente. También se requiere conciencia individual para que el impacto sea colectivo.
Desde lo cotidiano, hay acciones simples pero poderosas: elegir no usar el pito como forma de presión, respetar una fila incluso cuando nadie mira, no bloquear cruces, no parquear en lugares que bloqueen la movilidad, pedir permiso, dar las gracias. Gestos mínimos que bajan el volumen emocional de la ciudad.
Las empresas también pueden contribuir. El home office no solo mejora la calidad de vida del colaborador; reduce la congestión urbana. Horarios flexibles, esquemas híbridos, carpooling o el uso de bicicletas son decisiones organizacionales con impacto ciudadano.
En esos gestos cotidianos habita la decisión de respetar y cuidar —o no— al otro. Si de verdad queremos cuidar nuestra salud mental, vale la pena que nos hagamos la pregunta: ¿qué le estoy aportando yo al ánimo de la ciudad? Quizás el desafío no sea aprender a resistir entornos que nos agreden todos los días, sino empezar a transformarlos, saliendo del modo defensa para entrar en un modo de mayor conciencia colectiva.
Bogotá, y Colombia en general, no necesitan ciudadanos más duros. Necesitan entornos menos hostiles. Porque cuando convivir deja de doler, la salud mental deja de resistir y empieza, por fin, a respirar.
Pilar Acevedo Figueroa, VP Estrategia y Desarrollo de Nuevos Negocios de Correcol.










