En las empresas solemos asociar la resiliencia a tiempos difíciles: recortes, reestructuraciones, ciclos a la baja, decisiones duras. Pero la verdad es que los equipos también necesitan resiliencia cuando las cosas van bien. Un crecimiento acelerado, un cliente nuevo, un proyecto estratégico o una expansión regional también alteran el ritmo, los roles, las expectativas y la energía interna.
La resiliencia es la capacidad de adaptarse a la velocidad del cambio, sea un cambio que emociona o uno que preocupa. Porque el liderazgo no se pone a prueba únicamente en las tormentas, también se prueba en la euforia. Ambos extremos, lo favorable y lo complejo, exigen madurez emocional, claridad operativa y una comunicación impecable. Y ese es, precisamente, el reto que muchas organizaciones subestiman.
Pocas veces se reconoce abiertamente, pero los cambios positivos también generan ansiedad. Cuando llega un cliente nuevo, un proyecto grande o un crecimiento inesperado, el equipo celebra, pero al mismo tiempo siente presión. Aparecen preguntas como: ¿Seremos capaces de cumplir? ¿Cómo reorganizarnos sin perder control? ¿A quién le corresponde qué? ¿Qué impacto tendrá en horarios, cargas y roles? ¿Qué pasa si fallamos justo ahora que vamos bien?
El crecimiento también desestabiliza. La expansión exige adaptación. La oportunidad demanda resiliencia. El éxito, cuando no se gestiona bien, se convierte en estrés. Por eso, la resiliencia funciona como un sistema operativo interno frente a cualquier cambio significativo.
En el otro extremo están los cambios difíciles: reducción de costos, salidas de personal, ajustes operativos, decisiones que no admiten negociación. Aquí la resiliencia deja de ser deseable y se vuelve determinante. En el liderazgo hay un momento para el que nadie entrena, ese instante incómodo en el que sabes que lo que vas a comunicar no será fácil, que habrá dudas, silencios largos y miradas que buscan certezas que tal vez aún no existen. Es allí, en la intersección entre vulnerabilidad y responsabilidad, donde se forja la resiliencia real de un equipo.
El equipo puede procesar noticias duras; lo que no logra procesar es la ambigüedad. El rol del líder en un cambio complejo no consiste en fabricar optimismo artificial, sino en ofrecer un marco de sentido. Explicar qué está pasando, por qué está pasando y hacia dónde se avanza. Ocultar información para evitar preocupación nunca funciona. Lo que se oculta se distorsiona. Lo que se evita se vuelve rumor. Lo que no se explica, otros lo explican por ti.
Parte del proceso implica comprender el contexto, reinterpretarlo y transformarlo en acción. Cuando un equipo recibe información difícil, la primera reacción es emocional: miedo, frustración, preocupación. Esa reacción es humana. Lo que marca la diferencia es lo que ocurre después, la capacidad de convertir esa emoción en foco.
Toda transformación, favorable o desafiante, despierta emociones. Un líder que no las reconoce pierde al equipo. Un logro genera euforia, expectativa e incluso miedo a fallar. Una crisis genera incertidumbre, ansiedad o frustración. El mensaje es sencillo: no existe resiliencia sin gestión emocional.
La labor del liderazgo no es eliminar las emociones, sino darles un lugar. Reconocerlas permite guiarlas hacia la acción y el enfoque. La emoción es la materia prima. La resiliencia es lo que se construye con ella.
Algunos líderes saben acompañar el crecimiento, pero se desdibujan en la crisis. Otros son sólidos en momentos difíciles, pero se pierden en la expansión. El liderazgo resiliente entiende algo fundamental: el equipo necesita la misma coherencia, presencia y claridad en ambos extremos de la curva. Cuando las cosas van bien, necesita estructura, foco y orden. Cuando van mal, calma, contexto y dirección.
El liderazgo resiliente es, sobre todo, consistencia. Los equipos no necesitan un líder eufórico para los días buenos y uno distante para los días difíciles. Necesitan un líder confiable siempre.
La resiliencia en los cambios favorables se construye cuando el líder es capaz de transformar la abundancia en foco. En etapas de crecimiento, el entusiasmo puede convertirse en ruido si no existe una priorización consciente que defina qué es crítico, qué no puede diluirse y qué puede esperar sin poner en riesgo la estrategia. A esto se suma la importancia de roles bien definidos que eviten fricciones y mantengan la operación ordenada en medio del ritmo acelerado. Celebrar los avances también importa: reconocer el progreso sostiene la motivación sin perder estructura ni dirección.
En los cambios complejos, la resiliencia nace del acompañamiento adulto y de una comunicación responsable. Explicar el contexto antes de ejecutar reduce la ansiedad, alinea percepciones y convierte la incertidumbre en sentido. Un líder presente, que escucha y responde sin infantilizar, fortalece emocionalmente al equipo. Cuando existe un plan concreto -donde se entiende qué cambia, qué se mantiene y cuál es el rol de cada persona- la incertidumbre disminuye de forma natural y el equipo puede avanzar con realismo y propósito.
Más allá del tono del cambio, la resiliencia se sostiene en tres pilares transversales: una comunicación oportuna y honesta, una cultura basada en la colaboración y no en el heroísmo individual, y la capacidad de ajustar sobre la marcha sin obsesionarse con la perfección. Las organizaciones verdaderamente resilientes normalizan el cambio y aprenden a moverse con él. Porque la resiliencia marca la diferencia entre reaccionar y estar preparados. Los equipos más sólidos son los que logran sostener el éxito sin quebrarse y encuentran en ese equilibrio su mayor ventaja competitiva.
Catherine Hadechini es vicepresidente de Operaciones y Country Manager de Foundever










