
Opinión
Cortar la cuerda
Durante años, me aferré al dolor como forma de resistencia, de espera, de amor. Hoy, entiendo que cortar la cuerda no es rendirse, sino empezar a moverse.
Poco antes de que secuestraran a mi mamá, Diana Turbay, fui con ella al dentista. Llevaba semanas con un dolor agudo en la cabeza y, después de varios exámenes, el diagnóstico fue claro: debía operarme las cordales. Pero decidimos posponer la cirugía porque ella tenía un viaje importante. Aquel que tanto había planeado. Aquel del que nunca regresó.
Antes de irse, me prometió que me llevaría a operarme cuando volviera. Esa frase sencilla, dicha entre risas y rutinas, tomó un peso enorme cuando la secuestraron. Me aferré a esa promesa como si fuera un amuleto, como si mantenerme en el dolor físico fuera una forma de acompañarla en su encierro. Me juré que no me operaría hasta que ella volviera. Era mi manera de esperar, de creer, de no soltar.
Durante seis meses, mientras ella permanecía cautiva, el dolor en mi rostro era un recordatorio del que seguramente ella también sentía. Vivía enganchada a una esperanza. En buceo, existe una señal para decir ‘estoy enredado, necesito ayuda’: un puño cerrado con el pulgar atrapado entre los dedos. Así me sentía yo: atrapada, sin poder moverme, esperando que alguien viniera a liberarme.
Cuando asesinaron a mi mamá, entendí que ese ‘alguien’ sería mi papá. En medio del dolor, de la confusión y del hueco negro que fue ese día, él hizo lo más difícil: cortar la cuerda. Me obligó a moverme, a actuar, a seguir adelante. Nunca me dijo ‘pobrecita’. Me dijo: “Tienes que comenzar a moverte”. Así empezó, sin saberlo, a desatar los nudos que me ataban al pasado.
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Tuve que desarmar mi cuarto, empacar los recuerdos, separarme de mi hermanito Miguel y comenzar una nueva vida. Perdí mucho: mi casa, mi rutina, hasta mi colegio. Pero con el tiempo entendí que también gané.
Gané un hogar con mi papá, el cariño de su esposa, la cercanía con mis hermanos Andrés y Mauricio, la fuerza de mis abuelas Nydia y Pilar, y el ejemplo de mi tía María Victoria. Gané madres sustitutas, otras formas de amor, nuevas razones para levantarme.
Y aunque el mundo parecía haber seguido adelante, yo no podía.
Poco a poco empecé a moverme. Me gradué. Me matriculé en Comunicación y Periodismo en la Javeriana, siguiendo el camino de mi mamá. Hice una revista universitaria. Trabajé en radio y televisión. Me refugié en el trabajo para no caer. Cada tarea era una cuerda que me ataba a la vida.
Hoy, tantos años después, vuelvo a sentir esa sensación de estar atrapada. Hace un mes atentaron contra mi hermano Miguel, y hace una semana falleció mi abuela Nydia —mi mamá de la vida—. Todo junto duele más.
Pero también, como tantas veces, mi papá vuelve a estar ahí. Con su serenidad, su amor sin drama, su positivismo y pragmatismo, su capacidad de mantenerse firme en la tormenta. Es él quien, una vez más, está cortando la cuerda.
Porque el dolor vuelve, se transforma, muta. Pero también vuelve la esperanza, cuando tienes una red que te sostiene: mi esposo, mis hijos, mis hermanos, mis tíos, mis primos, mis amigos, la gente que nos abraza desde la distancia con sus oraciones, su solidaridad, su cariño.
Y tengo fe. La fe que me enseñó mi mamá. La que me transmitió mi abuela. La que hoy siento intacta mientras espero, de nuevo, un milagro para Miguel.
Sé que no estoy sola. Sé que ellas, desde el cielo, me cuidan. Y sé que el amor que sembraron en vida sigue floreciendo en quienes hoy nos rodean.
He aprendido que la fortaleza no es la ausencia de dolor, sino la capacidad de moverse a pesar de él. Que a veces necesitamos ayuda para salir del fondo. Que no siempre podemos solos. Y que en los momentos más oscuros, basta un gesto —una voz, una acción, una cuerda cortada— para empezar a caminar de nuevo.
Hoy, empiezo a secarme las lágrimas, porque mi papá, como siempre, ya está ahí, con su amor valiente, liberándome.
María Carolina Hoyos Turbay, presidenta Fundación Solidaridad por Colombia