Opinión

Cuando la justicia deja de ser justa

En esta columna, una reflexión crítica sobre cómo la politización emocional de la justicia en Colombia ha erosionado su imparcialidad, debilitado la confianza ciudadana y convertido el resentimiento en un criterio tácito de decisión jurídica y electoral.

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Yenny Rodríguez Barajas
Maria Alejandra Noriega Casalins
19 de diciembre de 2025, 2:31 p. m.
María Alejandra Noriega, socia y consultora en Noriega Abogados y consultores Especializados SAS y CAE / Asesora Juntas Directivas
María Alejandra Noriega, socia y consultora en Noriega Abogados y consultores Especializados SAS y CAE / Asesora Juntas Directivas Foto: María Alejandra Noriega

La justicia nunca ha sido perfecta. Pero hay algo aún más peligroso que una justicia imperfecta: una justicia capturada por la emoción política. En Colombia, lo justo dejó de ser un principio estable para convertirse en una interpretación conveniente. Hoy, la justicia no solo se aplica: se narra, se acomoda y, en demasiados casos, se instrumentaliza.

Decimos que la justicia es injusta, pero pocas veces nos preguntamos por qué. La respuesta es incómoda. Las leyes no se escriben en un vacío moral, sino desde la visión, los intereses y las heridas de quienes detentan el poder. Poner al lobo a redactar la ley y luego sorprenderse de que devorar ovejas no sea delito no es ingenuidad: es una renuncia consciente a la imparcialidad.

Durante años nos enseñaron que la justicia era ciega. Hoy parece ver demasiado bien. Ve bandos, relatos, identidades y causas. No todas las faltas pesan igual, no todos los delitos indignan de la misma manera y no todos los ciudadanos reciben el mismo trato ante la ley. La gravedad ya no la define el hecho, sino el relato que lo envuelve. Y cuando la justicia depende del relato, deja de ser justicia para convertirse en poder.

Este fenómeno no ocurre por accidente. El resentimiento se volvió rentable. Gobernar desde la herida moviliza emociones, simplifica la realidad y construye enemigos claros. El problema no es reconocer injusticias históricas, sino convertir el resentimiento en criterio legislativo y moral. Cuando eso sucede, la ley deja de ordenar la convivencia y empieza a dividirla.

En este contexto, la indignación deja de ser ética y se vuelve selectiva. Nos escandalizamos según convenga. Lo que ayer era imperdonable hoy se relativiza; lo que antes exigía sanción hoy se justifica en nombre de una causa superior. Así, la justicia pierde autoridad no por falta de normas, sino por exceso de hipocresía. La ley deja de ser un límite al poder y se transforma en su prolongación.

Las consecuencias son profundas. Cuando los ciudadanos perciben que la justicia no los protege por igual, se rompe el pacto básico de confianza. Aparece la sensación de arbitrariedad, la idea de que cumplir no siempre vale la pena y de que el sistema castiga más al disciplinado que al transgresor hábil en el discurso de la victimización. La legalidad deja de ser un valor compartido y se convierte en una carga.

La clase media vive este quiebre con especial intensidad. Trabaja, paga impuestos, cumple reglas y espera, al menos, un sistema que funcione con equidad. Sin embargo, recibe el mensaje contrario: es exigida, señalada y utilizada como sostén fiscal mientras observa cómo la justicia es indulgente con quienes encajan en el relato correcto. Así, el resentimiento deja de ser patrimonio de un sector político y se vuelve transversal, silencioso y acumulativo.

Ese resentimiento no se queda en la reflexión privada. Termina expresándose en las urnas. Cuando la justicia pierde credibilidad, el voto deja de ser racional y se vuelve emocional. No se eligen candidatos por su capacidad de gobernar, sino por su promesa implícita de revancha. Se vota para castigar, no para construir; para ajustar cuentas simbólicas, no para fortalecer instituciones. El resentimiento, alimentado por una justicia percibida como injusta, termina definiendo elecciones.

La paradoja es brutal. En nombre de la justicia social se debilita la justicia misma. Al legislar desde la emoción y no desde el equilibrio, se sacrifican principios esenciales como la igualdad ante la ley, la proporcionalidad de las sanciones y la responsabilidad individual. Se reemplaza el Estado de derecho por un Estado narrativo, donde lo justo depende de quién impone el relato dominante.

Una sociedad no puede sostenerse indefinidamente sobre una justicia percibida como parcial. Las leyes no están llamadas a sanar heridas emocionales ni a satisfacer resentimientos históricos, sino a establecer reglas claras, estables y previsibles. Cuando la ley se convierte en espejo del resentimiento del momento, deja de ser garantía y se transforma en amenaza.

Colombia necesita una justicia que incomode al poder, no que le sirva. Una justicia que no pregunte por el bando, la historia personal ni la utilidad política del caso. Porque cuando la justicia se escribe desde el resentimiento, nunca será justa. Y cuando la justicia deja de ser creíble, el resentimiento deja de ser discurso y termina gobernando las decisiones más importantes de una democracia: el voto.

María Alejandra Noriega, socia y consultora en Noriega Abogados y consultores Especializados SAS y CAE / Asesora Juntas Directivas



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