
Opinión
El poder del crimen y la indiferencia de la sociedad
La verdadera tragedia de Colombia no es que el crimen avance, sino que como sociedad lo toleremos, seamos indiferentes o, peor aún, lo justifiquemos.
La Colombia de hoy no es la de los años noventa. La herencia criminal no solo persiste: se ha vuelto más fuerte, profunda y sofisticada. Ya no se trata solo de narcotráfico: es una forma paralela de poder, una gobernanza criminal que opera con redes financieras, legitimación social y símbolos de estatus. Ya no disparan solo para silenciar, sino para gobernar. Y nosotros, como sociedad, lo estamos permitiendo.
El atentado contra Miguel Uribe no fue un hecho aislado ni un error táctico. Fue un mensaje contundente que no sólo buscaba eliminar a una figura política, sino demostrar hasta dónde ha llegado el crimen: a desafiar la institucionalidad sin temor, con premeditación, con dominio territorial y una capacidad simbólica inquietante.
Lo más alarmante es que, mientras todo esto ocurre, seguimos aferrados a discursos justificatorios: que los jóvenes delinquen porque no tienen oportunidades, que la pobreza lo explica todo, que el Estado es el único culpable. Pero la evidencia académica y los informes internacionales de expertos como Teun van Dijk, Edgardo Buscaglia, la Oficina de Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito (UNODC) o el Banco Mundial coinciden en que el crimen organizado no prospera solo por la falta de recursos, sino por la corrupción, la impunidad, la baja sanción social y la complicidad entre actores estatales y privados. Por eso florece con más fuerza en países de renta media como Colombia, México o Brasil, y no necesariamente en los más pobres.
Lo que enfrentamos no es sólo debilidad institucional. Es una cultura del atajo, del dinero fácil. La ilegalidad como camino socialmente válido. Hemos normalizado una idea perversa: que ‘el vivo’ merece admiración y ‘el honesto’ es un ingenuo.
Lo más leído
Ese imaginario ha vaciado de contenido nuestra ética ciudadana. Nos reímos al decir que el colombiano tiene ‘malicia indígena’, que aquí hay que ser ‘avión’, ‘avispado’. Pero esa supuesta astucia no es virtud, sino erosión moral. Es una pedagogía del cinismo que empieza en casa, se repite en los colegios, se aplaude en redes sociales y termina sentada en las juntas directivas y las oficinas públicas.
Hoy tenemos más acceso a la educación, conectividad y oportunidades que hace veinte o treinta años. Sin embargo, persiste una narrativa peligrosa: la que justifica saltarse las reglas para ‘salir adelante’. Y el crimen organizado ha sabido leer y apropiarse de ese relato. Ya no se impone solo con armas, sino con aspiraciones. Promete poder, respeto, estatus; incluso, justicia. En muchas regiones donde el Estado está presente, pero ha renunciado a ejercer su deber moral y legal, ese relato ya ganó la batalla simbólica.
La ética ciudadana se perdió porque dejamos de exigirnos. Porque empezamos a justificarlo todo, incluso asesinar, torturar o secuestrar. Porque confundimos astucia con corrupción. Y porque, desde los discursos políticos, sociales y académicos, se ha insistido tanto en explicar la ilegalidad como una consecuencia de la pobreza, que terminamos por validarla como un camino legítimo.
La captura que vivimos no es solo institucional. Es emocional, cultural, cotidiana. ¿Podemos salir de esto? Sí. Pero no bastan los comunicados ni los operativos ni las promesas electorales. Solo lo lograremos si recuperamos el sentido de lo común, del deber, del respeto por la ley. Si dejamos de premiar al tramposo y empezamos a reconocer la integridad. Si volvemos a darle peso a la palabra ‘honesto’. Si en lugar de celebrar al que evade impuestos y nombrarlo ‘avispado’, valoramos al que cumple. Si educamos en una ética de la responsabilidad que no dependa de si el Estado falla o no, sino de una convicción interior: hay cosas que no se hacen. Punto.
Porque el crimen no se combate sólo con leyes. Se combate con cultura, con memoria, con vergüenza moral, con ejemplos. Y con una ciudadanía que no tema decir: hasta aquí. Lo que está en juego no es solo la política. Es el alma de nuestra nación y de nuestro futuro.
Nos están capturando. No solo a punta de balas. Nos están ganando por cansancio, por apatía, por justificaciones. Pero aún estamos a tiempo de rebelarnos. La pregunta no es si el crimen tiene fuerza. La pregunta es si nosotros todavía tenemos coraje.
Por Rocío Pachón, experta en construcción de paz, seguridad y relaciones internacionales. Actualmente, asesora de Cooperación Internacional y Alianzas del Centro Nacional de Memoria Histórica.