
Opinión
Regular la gestación subrogada: una urgencia jurídica y ética
La pregunta no es si la maternidad subrogada debe permitirse o prohibirse, sino si el Estado puede seguir ignorando una realidad social y científica que sucede a pesar de su inacción, mientras surgen situaciones que carecen de solución jurídica. Regular, lejos de abrir la puerta a los abusos, es la forma más seria de cerrarla.
Un asunto que divide a la sociedad contemporánea es el debate sobre la gestación subrogada, asunto que, una vez más, sitúa a la realidad social y científica a una gran distancia del derecho. Detrás de los términos técnicos —“gestación por sustitución”, “alquiler de vientres”, “maternidad subrogada”— se esconde una realidad social: personas que desean tener hijos y mujeres que deciden gestar para otros; adelantos científicos que permiten hacerlo y, los debates religiosos, éticos o jurídicos que rechazan o limitan las posibilidades.
En el centro de la discusión se encuentra la autonomía reproductiva, corolario del libre desarrollo de la personalidad: las personas tienen derecho a decidir si quieren tener hijos, cuándo y cómo, derecho que cuando se refiere a la gestación por subrogación enfrenta objeciones éticas y morales importantes. En este contexto, la discusión sobre su regulación es muy necesaria, no necesariamente con el ánimo de promover la práctica, sino de proteger a quienes participan en ella y evitar los abusos que prosperan en el vacío normativo.
Una legislación clara permite proteger a las partes involucradas mediante requisitos médicos, psicológicos y jurídicos. En la actualidad, no pocas mujeres aceptan acuerdos verbales o contratos redactados sin control judicial, quedando expuestas a presiones, incumplimientos o arbitrariedades. Una regulación bien diseñada que garantice aspectos como, el consentimiento informado, acompañamiento médico integral y supervisión judicial previa, puede evitar que la gestación se convierta en una transacción deshumanizada.
El argumento más contundente a favor de la regulación, sin embargo, no tiene que ver con los adultos, sino con los niños nacidos por esta vía. Cuando el Estado se desentiende, son ellos quienes sufren las consecuencias: problemas para registrar su filiación, dudas sobre su nacionalidad, abandono e incluso situaciones de apatridia (no tiene reconocimiento como ciudadano en un país). El derecho no puede castigar a los hijos por la forma en que fueron concebidos. La seguridad jurídica de estos niños exige que la ley determine quiénes son sus padres legales y cómo se garantiza su derecho a la identidad.
Desde luego, no faltan objeciones de peso. Se advierte sobre la posible cosificación del cuerpo femenino: convertir el embarazo en un objeto de contrato vulnera la dignidad humana al reducir la gestación a una prestación de servicios. También se teme que, en contextos de desigualdad, las mujeres en situación económica precaria terminen gestando para parejas adineradas -nacionales o extranjeras- por necesidad. Estos riesgos son reales, por eso la regulación se vuelve indispensable: no para legitimar el mercado, sino para impedirlo.
Los países que han decidido regular permitiendo la práctica con límites y obligaciones claras para todos los actores, demuestran que es posible proteger la dignidad de la mujer sin criminalizar su decisión. La prohibición absoluta no elimina la práctica, la desplazan hacia la clandestinidad o hacia la búsqueda de opciones en países que la permitan o que simplemente no lo regulen, con los respectivos riesgos para todos.
Colombia no es ajena a este escenario. Existen contratos informales, intermediarios extranjeros, niños abandonados y litigios judiciales por la filiación de los niños. Los jueces, ante el vacío legal, deben resolver caso por caso, sin un marco uniforme ni criterios previsibles. Este escenario de inseguridad jurídica vulnera los derechos de todos: los de las gestantes, que no saben a qué atenerse; los de los padres comitentes, que no pueden inscribir a sus hijos; y los de los niños, que quedan en un limbo que el derecho debería evitar.
En definitiva, la pregunta no es si la maternidad subrogada debe permitirse o prohibirse, sino si el Estado puede seguir ignorando una realidad social y científica que sucede a pesar de su inacción, mientras surgen situaciones que carecen de solución jurídica. Desde una perspectiva ética y de protección integral, la respuesta solo puede ser una: permitir y regular es proteger. Proteger a la mujer que decide gestar —garantizando su dignidad, su salud y su libertad real de elección—; proteger a quienes anhelan formar una familia —dándoles certezas y obligaciones claras—; y, sobre todo, proteger al niño que nace, que merece desde el primer día un marco legal que reconozca su existencia, su identidad y su dignidad. Regular, lejos de abrir la puerta a los abusos, es la forma más seria de cerrarla.
Laura Victoria García Matamoros, profesora titular de la Facultad de Jurisprudencia – Universidad del Rosario
