OPINIÓN

Gloria Figueroa

¿Y si regulamos el uso de las pantallas en las instituciones educativas antes de que sea demasiado tarde?

En esta columna, una reflexión urgente sobre el impacto del uso desmedido del celular y las redes sociales en niños y adolescentes, y la responsabilidad compartida entre familias, instituciones educativas y Estado para establecer límites que protejan su desarrollo cognitivo, emocional y social.
23 de diciembre de 2025, 6:23 p. m.

El debate es incómodo, pero impostergable. Cada vez más estudios, educadores, familias y sectores de la sociedad civil advierten sobre lo que está ocurriendo en los cerebros de niños y adolescentes expuestos de manera temprana e incontrolada a pantallas y redes sociales. Sabemos que este fenómeno tiene consecuencias reales y que afecta el desarrollo cognitivo, emocional y social; sin embargo, como sociedad, no hemos reaccionado con la contundencia que la situación exige.

¿Qué está sucediendo realmente? Investigaciones científicas lo vienen señalando desde hace varios años. Un estudio publicado en The Lancet Child & Adolescent Health evidenció una relación directa entre el tiempo dedicado a redes sociales y el aumento de síntomas depresivos, especialmente en adolescentes. Posteriormente, una investigación de la Universidad de Oxford, publicada en Nature Communications, analizó datos de más de 17.000 jóvenes y concluyó que el uso intensivo de redes sociales se asocia con mayores riesgos de ansiedad, baja autoestima y alteraciones del sueño.

¿No es esto suficiente para preocuparnos por el futuro que estamos construyendo? ¿No estamos, acaso, entregando capacidades humanas fundamentales —la atención, la concentración, el pensamiento profundo— a tecnologías digitales y a una inteligencia artificial que no se detiene en su avance? Paradójicamente, somos los propios humanos quienes entrenamos esa inteligencia al cederle nuestra atención, nuestro tiempo y nuestra energía.

La pregunta inevitable es: ¿por qué no hemos reaccionado? ¿A qué le tememos?

Desde mi experiencia como directora de colegios, me ha llamado profundamente la atención la dificultad que tienen muchos padres para ser los primeros en poner límites al uso de redes sociales y dispositivos móviles. He visto cómo se regala un celular como premio de fin de año o como reconocimiento por buenos resultados académicos. Es comprensible: lo que está de moda se normaliza con facilidad. Sin embargo, vale la pena preguntarnos si somos realmente conscientes de que estamos otorgando una autonomía para la que muchos niños y adolescentes no están preparados. Aunque existen controles parentales, los jóvenes aprenden rápidamente a evadirlos.

En nuestra institución tomamos una decisión clara: los celulares no formarían parte de los útiles escolares hasta los 15 años. Lejos de generar resistencia, encontramos un respaldo amplio por parte de las familias. El resultado fue evidente: mayor tranquilidad, más juego, más conversación y más interacción real durante los descansos. Al inicio, algunas familias expresaron preocupaciones relacionadas con la seguridad; la respuesta fue clara y coherente: mientras los estudiantes estuvieran en el colegio, contarían con las condiciones necesarias de protección. Con el tiempo, la comunidad se adaptó y hoy somos un entorno libre de celulares.

Cada institución educativa tiene la responsabilidad de definir sus propias normas, pero resulta evidente que este desafío no puede recaer únicamente en los colegios. Es imprescindible que las políticas públicas también intervengan y definan, como país, qué estamos dispuestos a hacer para proteger a nuestra niñez y adolescencia frente a un problema cuya magnitud aún no terminamos de dimensionar. Muchos padres necesitan ese respaldo normativo para aplicar límites en casa; por eso, el Estado también debe asumir su rol.

La protección de niños y jóvenes exige decisiones difíciles, que no siempre resultan populares, pero que son necesarias para el bienestar individual y colectivo.

¿Qué podemos hacer desde ya? Los padres deben asumir la responsabilidad de dedicar tiempo de calidad a sus hijos y acompañarlos activamente en el uso de las pantallas, especialmente durante las vacaciones, cuando el tiempo frente a dispositivos suele multiplicarse. Es fundamental promover el juego físico, los juegos de mesa que estimulan el pensamiento, las actividades familiares que fortalecen vínculos, los espacios de calma, la lectura compartida, las caminatas y las conversaciones sin interrupciones digitales.

A los adultos nos corresponde ser creativos en el entorno que ofrecemos desde el hogar. A las instituciones educativas, prepararse para recibir a niños y jóvenes con regulaciones claras que favorezcan el aprendizaje significativo y el desarrollo integral.

Las tecnologías digitales son necesarias para el aprendizaje y el desarrollo económico del país. Nadie propone negarlas ni desconocer su valor. Pero si no establecemos límites hoy, mañana ya no habrá a quién ponérselos. Cada niño que pierde la capacidad de concentrarse, de jugar, de conversar y de pensar en profundidad es una señal de alerta que no podemos seguir ignorando.

La pregunta ya no es si debemos actuar, sino si tendremos el coraje de hacerlo antes de que el costo sea irreversible.

Gloria Figueroa Ortiz, directora general de la Organización San José de Las Vegas



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