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“Nos quieren muertos, pero nos quedamos”, Diego Santos, desde Israel, narra la increíble historia de los colonos en Einot Kedem
La increíble historia de los colonos de Einot Kedem, un ejemplo nacional de la determinación, perseverancia y valentía para cuidar la tierra y volverla próspera. Por Diego Santos, desde Jerusalén.

Corría el año 2004 cuando Omer Atidya, un joven judío apuesto, fornido y con manos de labrador, llegó junto con su esposa, Na’ama, una mujer delicada y ortodoxa de profundos ojos azules, a una zona desértica del valle del Jordán, a menos de 5 kilómetros al noroeste de Jericó. El lugar, que había estado bajo el control del Ejército israelí desde la guerra de los Seis Días, en 1967, había sido abandonado por la tropa en 2000 durante el inicio de la segunda intifada, cuando los palestinos se alzaron en armas en contra de Israel y encadenaron casi cinco años de tiroteos, ataques suicidas y otros actos terroristas en contra de los israelíes.
“El Estado de Israel realmente nunca tuvo una política clara sobre este territorio. ¿Desarrollar una ciudad? ¿Fortalecer la agricultura? ¿Construir una base? Nada. Esto siempre fue una tierra abandonada. Y la abandonó por completo en 2000. Los judíos que vivían aquí se fueron porque los palestinos los iban a matar”, dice Na’ama mientras prepara el desayuno, unos huevos revueltos y una generosa ensalada de tomate, pepino y queso, sobre la que esparce el aceite de oliva que produce en su granja. “No hay pan. Es Pésaj (la Pascua judía, en la que está prohibido comer pan)”.
Durante los primeros dos años que se asentaron en la zona, Omer y Na’ama vivieron en una carpa. Se levantaban antes de las cinco de la mañana y se acostaban tarde luego de trabajar la tierra con las manos, algunas herramientas y un tractor anaranjado, que hoy yace como si fuera un monumento en una rotonda en el interior de la granja, recordatorio de cómo nacieron todos los cultivos que rodean ahora esta tierra. Entre los dos se repartían en la noche turnos de vigilancia para ver si se acercaban los palestinos para atacarlos. Veintiún años después, aún se turnan en la madrugada los recorridos por la granja, pero esta vez con la ayuda de los mayores de sus siete hijos.

“Los primeros años aquí fueron difíciles, puesto que solo éramos nosotros dos en toda esta zona. No había nadie más, ningún otro judío. Los palestinos incursionaban aquí para asustarnos y robarnos, pero teníamos nuestras armas. Nunca pasó nada grave, salvo uno que otro robo de nuestras ovejas y destrucción de cultivos”, relata Na’ama, quien carga siempre una pistola en el cinto, una imagen natural que se ve a lo largo y ancho de Israel.
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Con el pasar del tiempo comenzó a construirse Einot Kedem, una granja agrícola y educativa que se ha convertido en un ejemplo nacional de la determinación, perseverancia y valentía para cuidar la tierra y volverla próspera. “Con el tractor, Omer aró decenas de hectáreas, construyó carreteras e inspiró a otras familias a seguir nuestro camino. Hoy en día hay otras seis granjas en esta zona del valle del Jordán, un punto estratégico para la protección de nuestro Estado. Somos el primer muro de contención frente a los palestinos al noreste de la ciudad de Jerusalén”.
Omer y Na’ama vienen siendo lo que las organizaciones de derechos humanos internacionales, e inclusive la izquierda radical israelí, denominan asentadores ilegales. Los tratan como una suerte de vigilantes paramilitares violentos y de extrema derecha que han expulsado a los palestinos de su tierra. Ahora está de moda llamarlos nazis.
“¿Cuál tierra? Cuando expulsaron a los judíos de este valle en 2000, arrasaron con todo, quemaron la tierra y la llenaron de desolación. El palestino no cuida nada, no quiere la tierra. Cuando llegamos en 2004, esta era una zona totalmente abandonada y destruida. No se oía ni el canto de un pájaro. Todo estaba seco, había basura y, si acaso, había cinco árboles”, dice Na’ama. “Esta tierra es nuestra, siempre ha sido nuestra, desde hace más de 3.000 años. ¿Qué hicieron los palestinos por esta tierra cuando estuvieron aquí? Acabarla”.

Einot Kedem es productora de mango, y cientos de olivos han crecido por todo el valle. Las ovejas pastan en los campos, y varias familias han seguido los pasos de Omer y Na’ama. Veinticuatro años después, el valle luce distinto. Memorias distantes las de la carpa y los primeros siete años sin electricidad.
“El Estado nunca nos ayudó, ni siquiera con presencia militar. Esto lo hemos construido nosotros y lo hemos defendido nosotros, con nuestros hijos y los jóvenes, con los que hemos desarrollado un programa educativo muy hermoso”, dice Na’ama con orgullo, mientras su esposo, un hombre de pocas palabras, escucha y asiente. “Esto no hubiera sido posible sin la ayuda de los muchachos”, agrega Omer.
La granja decidió trabajar con jóvenes judíos a los que la sociedad les daba la espalda, jóvenes que salían del Ejército y no sabían qué hacer con sus vidas, o jóvenes en búsqueda de una segunda oportunidad o perdidos en la vida. Einot Kedem les dio un propósito y una visión, les inculcó un sentido de pertenencia por la tierra, por su país, que quizás antes no tenían. “Esto también es de ellos”, dice Na’ama. “El sentido de comunidad es lo que ha permitido nuestra supervivencia durante miles de años. Por eso seguimos existiendo, y existimos para darle vida a la tierra, al planeta”.
La casa de Omer y Na’ama no es lujosa. Bajo su techo viven nueve personas. La rutina con la que arrancaron en 2004 sigue siendo la misma en la actualidad. A las cinco todos están despiertos y se van a trabajar la tierra, inclusive los hijos adolescentes de la pareja. Los más chicos van a una escuela que queda cerca de Yitav. “Trabajamos muy duro, pero somos felices viendo cómo prosperan los cultivos, cómo crece y crece el verde”, dice David, el tercer hijo de los Atidya, en inglés, idioma que aprendió viendo televisión, al igual que lo hizo su mamá.
Cuesta imaginar que esta es una familia de vigilantes paramilitares. “¿Pero qué paramilitares vamos a ser? Cuando unos palestinos nos robaron unas ovejas, la situación la resolvió Omer a puños, no con armas. No somos de extrema derecha como nos venden. Ni siquiera odiamos a los palestinos, pero que quede claro que estamos dispuestos a defender todo esto con nuestras vidas. Hay una realidad y esa es que ellos los enseñan a odiarnos, los educan para matarnos, el famoso ‘del río al mar’ (la frase que suelen usar y gritar los palestinos y sus defensores en alusión a borrar a Israel del mapa)”, indica Na’ama.

Einot Kedem está enquistado en la Franja de Cisjordania, en la zona C, que, aunque es territorio palestino, es controlado por Israel. Los palestinos pueden circular tranquilamente por la zona y lo suelen hacer en sus vehículos particulares, que se diferencian por tener matrícula de color blanco, contraria a la amarilla de los carros israelíes. En cambio, los israelíes tienen prohibido ingresar a la zona A. Unos enormes carteles amarillos advierten: “Prohibido el ingreso de ciudadanos israelíes”. Metros después aparecen unos carteles rojos enormes realizando advertencias en árabe. Es bastante intimidante.
Aunque el valle vive hoy en relativa tranquilidad, ocasionalmente se producen incidentes. Hace un par de meses, un árabe abrió fuego contra un carro de matrícula amarilla. “Irónicamente, hirió a un judío de extrema radical izquierda, de esos que dicen que nosotros somos unos paramilitares”, dice Na’ama.
“Nosotros no somos personas violentas, somos personas de paz, tratamos la tierra con amor. La tierra responde a la energía de sus habitantes. Miren el reverdecimiento de este lugar y miren cómo estaba con los palestinos, desolada. Es tan sencillo como esto: la forma como una cultura trata a una mujer es la forma como trata la tierra”, explica Na’ama mientras se sienta en una silla en la terraza trasera de su casa para fumarse un cigarrillo.
Hace unos años, Omer y Na’ama se acercaron a Abu Ismail, un beduino muy reconocido en la región, para trabajar con él e incorporar a los árabes al proceso de construir oportunidades para todos. “Un día se desapareció. No volvió a hablarnos. Tiempo después nos mandó a decir que, si lo veían con nosotros, lo mataban a él y a su familia”.
“Los palestinos no quieren nada con nosotros. Nos quieren muertos, pero esta es nuestra tierra”, concluye Na’ama antes de despedirse para ir al campo de mangos.