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Beethoven: los tiempos y orígenes del primer músico libre en su aniversario 250
Las celebraciones por el nacimiento del compositor se fueron al traste por cuenta de la pandemia, pero el 16 de diciembre marca el legado de un héroe y revolucionario de la historia musical.
Cuando Beethoven nació, el 16 de diciembre de 1770, el mundo era un hervidero: fue el año de los disturbios en las colonias inglesas y las matanzas de Boston que condujeron, seis años más tarde, a la independencia de los Estados Unidos. Tenía dos años cuando Rusia, Prusia y Austria se repartieron Polonia como si se tratara de una torta de cumpleaños. Seis cuando en Inglaterra se formó el primer sindicato obrero. A los 14 se enteró de que Francia había caído en la bancarrota; tenía 19 cuando estalló la Revolución francesa y 23 cuando la cabeza de Luis XVI rodó en la guillotina.
Eso serían apenas anécdotas de sus años de infancia y juventud. Pero, al contrario de los compositores del pasado, Ludwig van Beethoven se comprometió de manera decidida con las realidades de su tiempo hasta convertirse en representante de la generación de los grandes ideales universales y en el compositor cuya obra es una declaración de principios y una revolución en sí misma.
Sin exageración, el primer héroe, probablemente el único, de la historia de la música. Único con las condiciones, el temple y la valentía para ir más allá de la propia adversidad, primero en proclamarse a sí mismo como artista independiente y libre para crear según su propio albedrío. Tan así que llegó a escribir una música que, sabía perfectamente, sus contemporáneos aún no estaban preparados para asimilar. También exigió el respeto de sus contemporáneos y lo consiguió. No aceptó ser tratado como un sirviente y resultó muy hábil para negociar la publicación de sus obras, no con el primero, sino con el que ofreciera mejores condiciones. Tan revolucionario que la policía secreta de Viena no cesaba de vigilarlo.
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El niño infeliz
El origen de su familia era holandés, de ahí el van en lugar del von de los alemanes. Sus antepasados llegaron a Bonn, antiguo arzobispado de Colonia, a principios del siglo XVIII. Louis, su abuelo, llegó a ser un músico importante de la corte y tenía un negocio de vino; a su mujer, Maria Josepha, le gustaba tanto el vino que terminó alcoholizada y recluida en un convento; su hijo Johann, padre de Beethoven, heredó el gusto por la música del padre y el del vino de la madre: era mediocre musicalmente y borracho empedernido; se casó con Maria Magdalena Keverich, una viuda de carácter bondadoso.
Beethoven no nació en una familia como la de Mozart o la de los Bach, donde la música era la extensión natural de la vida, sino en un medio sórdido que determinó que para él la música era algo que exigía sangre, dolor y sacrificio.
Tenía talento, heredado del abuelo. Su padre, al darse cuenta, resolvió hacer de él un nuevo Mozart, pero el suyo no era el caso de un niño prodigio. Esto tuvo sin cuidado al padre, que se convirtió en su primer maestro: uno brutal y torpe. Desde ese momento, para el Beethoven de cuatro años la música se convirtió en un deber y no la realización de un deseo, al contrario de Mozart.
Todo empeoró cuando se encomendó su educación a un nuevo maestro, Tobias Pfeiffer, compañero de juergas de Johann. Padre y maestro, a altas horas de la noche, ebrios lo despertaban y obligaban a tocar durante horas: “Fue un milagro que aquellas lecciones, dadas por un par de borrachos, a altas horas de la noche, no acabaran con mi interés por la música”.
A los 11 años lo salvó Christian Gotlob Neefe, que lo guio con inteligencia, afecto y tuvo la inteligencia de intuir lo que otros no habían visto: “Merece que se le apoye, que se le dé la oportunidad de viajar. Será un segundo Mozart si persevera”.
El niño empieza a componer, es aceptado en la orquesta de la corte. A los 17 años se hace realidad un primer viaje, va a Viena, capital musical de la época, conoce a Mozart: “Oídle ¡Este muchacho dará de qué hablar!”.
Haydn, de paso por Bonn, le aceptó como su discípulo. Por eso se trasladó a Viena, ciudad a la que llegó con 22 años. Nunca regresó a Bonn. Los primeros tiempos en la capital del imperio no fueron fáciles; ya era individualista, voluntarioso, con ideas revolucionarias en la cabeza y resuelto a no seguir las reglas, ni de sus maestros, ni de la aristocracia y menos las impuestas por la tradición.
El mundo estaba cambiando a una velocidad vertiginosa y Beethoven era el único músico en Viena sintonizado con la realidad. Los vieneses lo intuyeron y parecían encantados. El pianista Beethoven era la novedad musical que se disputaban teatros y salones, porque tocaba con una fuerza hasta entonces desconocida. El compositor parecía respetar las reglas del clasicismo, pero en realidad se las ingeniaba para contravenirlas.
Esa era la superficie, pues la tragedia se agazapaba por debajo. Fue la música la encargada de dar el campanazo de alerta en una sonata para piano que luego los editores denominaron Patética. Desde el primer momento, la obra revela un sentimiento de dolor tormentosamente dramático que el compositor alterna con pasajes luminosos y esperanzadores: la sordera había empezado a manifestarse de una manera trágica.
La música acababa de dar un giro histórico, el compositor clásico había dado paso al romántico, capaz de plasmar en su música su propia realidad existencial. Nació el creador como artista de la subjetividad, el músico libre.
Lo demás es bien sabido. La enfermedad le llevó a la sordera absoluta. Su legado fundamental se resume en pocas palabras. Nueve sinfonías, la Quinta es la más popular de la historia y la Novena, la más importante; 32 sonatas, denominadas el Nuevo Testamento del piano, la llamada Claro de luna es popularísima; 16 cuartetos de cuerdas que son la cumbre de la música de cámara, cinco conciertos para piano, uno para el violín. Todo en Beethoven es importante.
‘Beethoven 250′
Por todo lo que entraña su obra, más allá de la música, la celebración de los 250 años de su nacimiento iba a ser el acontecimiento del año. Qué paradoja, la celebración del compositor de la gran fraternidad universal, de los grandes ideales de unión entre los seres humanos de los que habla la Oda a la alegría de la Novena Sinfonía, se fue al traste por cuenta de la pandemia.
Las inversiones del Estado alemán fueron millonarias. Si bien es cierto, en Bonn, su ciudad natal, se interpretaría la totalidad de su obra, en otras ciudades alemanas ocurriría lo propio. De hecho, la programación de las orquestas alemanas iba a gravitar a lo largo de todo 2020 en sus composiciones; la cumbre sería justamente este miércoles 16 de diciembre cuando unas orquestas tocarían la Novena y otras la monumental Missa solemnis. Desde luego, Austria, la patria adoptiva, no planeaba quedarse atrás.
Los 250 años de Beethoven habrían sido una celebración universal, como el mensaje de su música. Con poquísimas excepciones, todo ese esfuerzo se perdió. Aquí en Colombia, la Filarmónica de Bogotá programó el ciclo de las nueve sinfonías, que se interpretarían a lo largo del año. No alcanzó la orquesta a tocar siquiera la primera ante el gran público.
La única entidad que corrió con suerte fue la sala Luis Ángel Arango, del Banco de la República, que abrió temporada con los 16 cuartetos de cuerdas con el Cuarteto Casals y lograron llevar el ciclo a feliz término. Los demás, aquí, en Viena, en Berlín o en Cafarnaúm, se quedaron con los crespos hechos.
Pero no todo el mundo se rasga las vestiduras: Beethoven está donde está y de ahí no lo baja nadie.