PALACIO DE JUSTICIA
El drama de Gabriel Andrade, la víctima de la toma del Palacio, que le cantó la tabla a Petro: “La impunidad ha ascendido a la cúpula”
La historia de la familia Andrade es desgarradora. En el ataúd del magistrado Julio César Andrade estaba realmente el cuerpo de un funcionario de la cafetería. Y hoy se cree que el salió vivo del Palacio de Justicia.
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Gabriel Andrade, una de las víctimas que habló en la conmemoración de los 40 años de la toma del Palacio de Justicia, tiene una historia impresionante detrás. Por décadas, su familia honró los restos que el Estado les entregó tras los hechos del 6 y 7 de noviembre de 1985.
Hace 10 años, la Fiscalía exhumó cerca de 100 cadáveres y la pesadilla, el dolor y el vacío, de lo que había pasado en el holocausto, regresó con una fuerza inusitada. Su papá, el magistrado auxiliar Julio César Andrade, fue uno de ellos.
Gabriel Andrade, hijo del magistrado Julio César Andrade, víctima de la toma del Palacio de Justicia, lanzó una pulla a Petro en la conmemoración del holocausto: “Una afrenta que grita impunidad”. https://t.co/if1kX8q65f pic.twitter.com/g8fBtjVWzD
— Revista Semana (@RevistaSemana) November 7, 2025
La verdad, que ha sido esquiva en todo lo que tiene que ver con el Palacio de Justicia, también es dolorosa. Gabriel, que ya había visto a otras familias enterarse de que el cuerpo que habían enterrado no era el de su padre, se negó en un principio a comenzar ese proceso.
“Prefiero honrar a un muerto ajeno que empezar a buscar a un desaparecido.. No quiero estar en los zapatos de las dos señoras a quienes se les desapareció el muerto. La aparición de los desaparecidos y la desaparición de los muertos me han mortificado... Yo, francamente, no quiero saber si eso que me dieron es o no mi papá. Mi papá no está acá, y con eso me quedo”, le dijo en ese momento a SEMANA.

Hoy, es claro que la entrega de los cadáveres del Palacio de Justicia no se hizo bien a propósito, en un intento más por desaparecer las pruebas de lo que allí había sucedido. “Siempre me ha mortificado también la idea de que una persona de 1,70 metros me haya sido entregada de 70 centímetros, absolutamente calcinada. La dentadura de mi papá era muy distintiva, y tengo el recuerdo de que, de alguna manera, ese fue el parámetro de orientación en su momento para yo reconocerle –porque fui yo el que lo reconocí–”, agregó.

El escenario que temían los Andrade se materializó y, en efecto, las pruebas de ADN confirmaron que estaban honrando restos ajenos. “Por mis propios miedos, mis vacíos, y en contravía de lo que creía mi familia, pedí que lo exhumaran. Necesitaba saber si él era nuestro papá”, contó en ese momento Diana Andrade, la hermana de Gabriel, quien tenía 7 años cuando sucedió la toma. En el ataúd de su papá finalmente se confirmó que estaban los restos de Héctor Fabio Beltrán, un trabajador del restaurante del Palacio de Justicia, quien figuraba como desaparecido. Y el cuerpo del magistrado aún no aparece.
Andrade leyó unas palabras llenas de dolor que conmovieron a muchos. No mencionó a Gustavo Petro, pero era muy claro que gran parte de su mensaje era para él. Este fue su discurso:
“Hoy, asistimos a un acto cívico que trasciende la mera evocación para tornarse en exigencia moral. Hace cuarenta años la nación recibió, quizás, el golpe más letal que pueda infligirse al Estado de derecho: el sacrilegio perpetrado contra el Palacio de Justicia, el sanctasanctórum de la potestad jurisprudencial colombiana.
Allí, no existía burócratas judiciales, ni se impartía justicia con activismo ideológico o militancia de ningún tipo, solo se cumplía la promesa de probidad fundada en la Constitución y la ley, de manera incondicional.
Julio Cesar Andrade Andrade, con apenas treinta y seis años, desplegaba frenéticamente su potencial profesional, alcanzando la dignidad de magistrado auxiliar de la Corte Suprema de Justicia. Esta posición era la vanguardia misma de la jurisprudencia nacional: el espacio donde la letra de la ley se decanta en justicia viva. Al doctor Andrade le corría por sus venas la sangre nueva del aparato judicial, pero rotas y derramada por la codicia y cobardía de quienes escogieron la más inerme instituciones; papel y lápiz eran sus armas más avanzadas…

La vida de nuestros juristas fue brutalmente interceptada el 6 de noviembre de 1985, la nación presenció el asalto brutal y salvaje contra su orden constitucional, disfrazado burdamente de acto subversivo. La paz constitucional fue mortalmente herida por la despiadada empresa criminal del grupo terrorista M-19. En aquel recinto, se impuso el estrépito de la barbarie, ultraje a la majestad de la ley. El preámbulo de su acción fue la masacre inaugural: vidas de custodios y servidores modestos, tronchadas para allanar el camino hacia la cúspide de la justicia.

La acción terrorista del M-19, propia de su irracional negación de la institucionalidad, fue la génesis inexcusable de la tragedia incendiaria que consumió no solo el edificio, sino el futuro de sus ocupantes. El asalto fue el germen de la desaparición forzada.
Aquí reside la profunda herida: su vida no fue simplemente perdida en el fragor de la batalla. La fe de su familia fue brevemente sostenida por una imagen que se ha tornado más enigmática que consoladora: el registro audiovisual que muestra al doctor Andrade saliendo vivo de las entrañas ardientes del Palacio. Esta anagnórisis, lejos de aliviar, agrava el misterio y convierte su destino en un interrogante pétreo.
Su desaparición, por lo tanto, no fue un accidente, sino el desenlace silenciado que se siguió a la irrupción violenta y al subsecuente manejo de la crisis. El acto miserable y cobarde de la guerrilla del M-19 fue la condición sine qua non para que la vida del Magistrado Auxiliar se esfumara en el vacío de la impunidad. El jurista prometedor se convirtió en la encarnación de la Justicia asediada, asaltada y, virtualmente, eliminada de los registros de la existencia.

Y es precisamente en este hiato trágico donde la ironía histórica se torna insoportable. Mientras el cuerpo del Magistrado Auxiliar Andrade yace en el limbo de la incertidumbre, o quizá anegado en el olvido oficial, la paradoja nos golpea con la crudeza del destino: el mismo movimiento subversivo que ejecutó el asalto sangriento a la sede de la ley, ostenta hoy —en la persona de sus miembros desmovilizados y no juzgados por este crimen— la dirección máxima de la República.
El victimario, sin haber saldado su deuda con la justicia por las desapariciones forzadas que su acción generó, dirige los destinos de la nación. Una afrenta que grita: la impunidad ha ascendido a la cúpula, y el sacrificio de hombres justos como Julio César Andrade se ha convertido en el telón de fondo de una amnesia política forzosa.

No es venganza; exigimos que la verdad no se someta a las prerrogativas del poder actual. Exigimos que la memoria de los desaparecidos no sea una nota a pie de página en el ascenso del excombatiente. Su desaparición, Doctor Andrade, es el espectro acusador que recorrerá por siempre los salones del poder, demandando que la justicia trascienda la amnistía y el tiempo".




