INFORME ESPECIAL
El infierno de los colombianos en Polonia: los tratan como esclavos, hay videos y testimonios desgarradores. Huyeron del país ante la falta de oportunidades y la incertidumbre política
Huyendo de la crisis económica y la incertidumbre política en el país, miles de compatriotas decidieron ir tras la búsqueda del “sueño polaco”. Pero se han encontrado con una pesadilla. Las historias son desgarradoras. Por Vanessa Ruggiero, desde Polonia.
En medio de la crisis económica que azota a Colombia, y la incertidumbre política que se ha desatado con el Gobierno Petro, se viene presentando un masivo éxodo de colombianos que, ilusionados con una mejor vida al otro lado del océano, con jugosos salarios de hasta 9 millones de pesos y la certeza de sentirse seguros en las calles, se arriesgan a empezar la vida desde cero en Polonia, ese etéreo país que colinda con Alemania y Ucrania, sin imaginar lo que les espera. La ilusión del sueño polaco se está convirtiendo en un infierno sin salida. SEMANA conoció historias impactantes. Solo el año pasado, oficialmente, se registró la llegada de 3.395 colombianos a Polonia. Sin embargo, la cifra es mayor, teniendo en cuenta que muchos ingresan ilegalmente por tierra.
Pilar*, que trabajaba en un call center, no se animó a venir a Polonia por un anuncio de Facebook, ni por medio de una agencia o un youtuber.
Errante, su novio bogotano, había llegado cinco meses antes a Barcelona a trabajar en lo que saliera como indocumentado: en jardinería, construcción o de camarero. Ella lo siguió y llegó a finales de septiembre de 2023. No encontraron buenas ofertas para ella en España y por eso terminaron persuadidos por un amigo de infancia de Errante de venir a Polonia: “Él dijo que aquí había muchas oportunidades de trabajo, que era superfácil y que se ganaba muy bien”, dice Pilar.
Tomaron un bus en el que recorrieron Europa durante cerca de 48 horas, y una vez en Polonia contactaron a una agencia que les cerró las puertas, pues Errante ya había sobrepasado los 90 días de estancia legal. Decidieron ponerse de nuevo en contacto con el amigo de infancia y le preguntaron si había trabajo en Drewnex, un aserradero donde él estaba. “Y sí, para esas fechas (primeros días de noviembre) ya había, porque es cuando aumenta la producción de madera para las chimeneas”, dice Errante.
Pilar recuerda que, ilusionados, empezaron a trabajar. “Vimos esa oportunidad muy accesible porque lo que nosotros necesitábamos era trabajo, y teníamos (la) vivienda (incluida)”, dice Pilar. Aunque no recibieron inducción alguna en el momento de empezar a trabajar y la única dotación que les dieron fueron unas botas –descontadas de su sueldo– y unos guantes de tela, dice Errante, “muy delgados”, al principio “todo nos pareció muy bueno”, recuerda Pilar.
Con el correr del tiempo, sin embargo, empezaron a preocuparse. No les daban razón sobre sus permisos de trabajo. Primero les dijeron que estarían listos en cuestión de tres meses, y después que seis. Además, entre el primer y el segundo mes, Errante dice haber visto accidente tras accidente en el aserradero: “Gente que se cortaba, que se aplastaba los dedos”, explica.
Sus jornadas de trabajo eran de 11 a 12 horas de lunes a sábado, con dos breaks de cinco minutos y un descanso de 20. “Almorzaban” a las siete de la noche con arroz, papa y a veces pollo. Y antes de acostarse, a la medianoche o más tarde, apenas probaban un yogur y una bebida achocolatada. Sin necesidad de hacer dieta, adelgazaron entre el estrés, la falta de sueño y el correcorre llevando carretillas, cogiendo palos, cortando madera o levantando troncos y armando paletas.
El sueldo por producción, al menos para Pilar, no era el mejor: estaba por debajo del salario mínimo de Polonia. Y la relación con sus compañeros, de diferentes rincones del mundo, dejaba mucho que desear: “Aquí vale más un animal”, dice.
Por desgracia, el 29 de diciembre en la noche, Pilar sufrió un accidente. “Ese día yo estaba trabajando normal. Hacia las 10 u 11 (de la noche) –dice ella– la máquina en la cual yo estaba trabajando se corrió hacia atrás y me alcanzó a cortar un dedo de la mano (izquierda). La máquina estaba inestable, no estaba sujeta ni al piso ni a la pared”, recuerda con amargura.
En ese momento, Errante, que estaba concentrado haciendo su trabajo en otra zona del aserradero, escuchó a alguien gritándole “¡hey, hey!”, como de costumbre, y haciéndole señas. De modo que salió corriendo hacia la oficina. Cuando llegó, allí estaba Pilar con el dedo “básicamente colgando”, dice él. Un montacarguista –a falta de enfermero o alguien que supiera de primeros auxilios–, le estaba quitando con cuidado el guante a la joven, que, por el dolor, estaba en shock.
Hoy, Errante se lamenta porque siente que “hubo mucha negligencia. Si hubiera habido por lo menos una persona que supiera del tema” habrían puesto el dedo en hielo y tal vez no lo habría perdido. Drewnex, dice Errante, no contaba con un botiquín y ni siquiera llamó a una ambulancia, sino a un compañero con automóvil particular para que él la llevara desde donde estaban “a un hospital como a una hora de allí; desafortunadamente, el tiempo que pasó no permitió que se pudiera hacer nada con el dedo”.
Para completar, la empresa no quería responder por la incapacidad de Pilar, y quiso obligarla a firmar un documento en el que constaba que, dice Pilar, consternada, “yo me había cortado voluntariamente”. Por eso decidió interponer una denuncia contra el aserradero, que se tradujo en un apoyo monetario inicial mientras se recuperaba. Sin embargo, y seguramente como retaliación, Drewnex sacó a Errante del trabajo al mes del accidente. “Ellos querían que yo me quedara sola”, dice Pilar. Además, si bien le habían prometido cierta estabilidad después de la mutilación, la despidieron en marzo.
El día en que sacaron a Errante de Drewnex le permitieron pernoctar en el hotel con Pilar, pero al día siguiente le informaron que debía irse sin paga y llamaron a la policía. Pasó dos días en la estación comiendo muy poco, y ahí se dio cuenta de que, dice, la empresa no había gestionado sus documentos. Por no tener ninguna otra opción, las siguientes tres noches durmió incómodo y arropado apenas con una cobija térmica, con una temperatura exterior de 1 grado, sin calefacción alguna, en el asiento trasero de un carro adquirido con su primer sueldo en Polonia –habían hecho esa inversión para evitar los cobros de la empresa por llevarlos al supermercado, ir a hacer compras o las idas y venidas al trabajo en pleno invierno–.
Ni ella ni Errante firmaron ningún contrato con Drewnex al iniciar labores. Luego de la mutilación sí les presentaron unos documentos, aunque, piensa él, “no tenían ningún tipo de legalidad, porque no teníamos aún ningún permiso de trabajo”.
La Asociación Nómada, ONG que ayuda a inmigrantes y refugiados, interpuso una querella a nombre de Pilar en contra de Drewnex, con la que ella recibiría una indemnización de no más de 15 millones de pesos.
Heidy y su marido también trabajaron allí en 2022, y supieron de un accidente casi idéntico en el que la víctima, por suerte, no perdió un dedo. De hecho, la pareja salió de Drewnex precisamente para no terminar lesionados. “Esa empresa tiene una máquina bastante peligrosa que le pegó varias veces a mi esposo”, recuerda Heidy.
En la PIP (Inspección del Trabajo) solo ha sido reportado un accidente ocurrido en Drewnex. Este medio intentó ponerse en contacto con el aserradero, ubicado en Piecowice (Baja Silesia), pero no recibió respuesta.
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Para Geraldine, el ambiente de trabajo era tenso. En su primer día en la panadería, sus compañeras, una ucraniana y una polaca, intentaron pegarle. El primer mes estuvo, con un esfuerzo que le costó lágrimas, lavando y alzando pesados moldes de hierro para los panes, una labor realizada, sobre todo, por hombres. Además, se fracturó el dedo de una mano al chocarse con un carro de pan. Al hospital la acompañó un abogado de la agencia, entró con ella a la consulta, quería seguirla al baño y en presencia del médico “él habló todo por mí”; asimismo, le indicó que debía decir que era una amiga de él que estaba de vacaciones en Polonia para, cuenta Geraldine que dijo, “evitar preguntas y problemas”.
David y Carlos, su pareja, trabajaron en una empresa de pollos y de kebabs con un “esfuerzo sobrehumano” para saldar deudas y apoyar a su familia.
En la planta de pollos, a Carlos las manos se le hincharon tanto por el trabajo de entre 10 y 15 horas –transportando canastas de pollos– que ya no conseguía “abrir una botella de agua”. Y a él una compañera ucraniana, además de maltratarlo verbalmente –para los insultos sobran las traducciones–, le chuzó el brazo en un par de ocasiones para afanarlo. “Como era tan duro el trabajo, tan pesado, quedábamos demasiado agotados y al llegar a casa no teníamos ni fuerza para prepararnos algo de comer. Solo queríamos llegar a la cama a descansar”, recuerda David.
Por el cansancio y la falta de tiempo –les descontaban la media hora de descanso en la fábrica–, su dieta, de una o dos comidas al día, consistía en sánduches, arroz con huevo y salchichas. Ni siquiera les pagaron las horas trabajadas en esa agencia (una de las investigadas por la PIP).
El segundo empleo tampoco fue mejor. Sus labores consistían en cargar rollos de carne de hasta 70 kilos a diario. Aguantaron los gritos e insultos de los primeros días con el consuelo de que “el principio es duro, pero vendrán cosas mejores”. Sin embargo, no ocurrió así. A Carlos le exigían “cortar 1.150 kilos (de carne) al día”, dice David, quien, por su parte, tuvo un accidente con un carro eléctrico con el que se lastimó el pie en el que ya había sufrido una fractura. “Fui dos semanas a trabajar con el pie hinchado (y una buena dosis de ibuprofeno). No sé cómo lo hice”, recuerda. Tanto él como su pareja sufrieron dolores “terribles de cuerpo” por las extenuantes jornadas; a los cinco días de haber dejado de trabajar todavía tenían molestias en brazos y espalda.
Huir y encontrar la violencia
Carolina, mexicana, tuvo que trabajar 17 horas en su primer día en una empresa de pollos, sin parar, con una inducción muy general en polaco traducida al inglés. De forma que quienes no hablaban inglés –la mayoría– no tenían manera de entender las instrucciones. “Ahí me tocó estar en empaquetado. En realidad se escucha muy fácil, pero yo estaba parada en un lugar todo el día, (...) tenía que estar pesando, pasaba a la banda (el producto) y allá se empaquetaba (...); a lo mejor no es pesado unas seis horas, ocho, pero ya 12 te duele hasta lo que no sabías que te iba a doler”, recuerda Carolina.
A ella y a los colombianos que la “adoptaron” en Polonia como una coterránea, la agencia les había dicho que solo trabajarían ocho horas; el turno, no obstante, resultó siendo de 12. Y no había forma de trabajar menos, cuenta, porque los llevaban y los traían del alojamiento a la fábrica. Esperando solucionar este problema, el grupo compró “un carro para venir e ir (juntos), estar ocho horas y regresar”. Pero a la agencia no le gustó esto y les dijo que debían quedarse “12 horas mínimo”, relata ella; de otra forma debían irse de allí. Y ellos, ni cortos ni perezosos, así lo hicieron: se subieron al auto –que conducía Raúl, un colombiano que había pertenecido a la Fuerza Aérea en Colombia– en dirección al alojamiento y pronto notaron a otro vehículo siguiéndolos.
Una vez en el hospedaje, empezó una discusión afuera entre Raúl y el coordinador, un georgiano de estatura media que era la conexión entre la empresa y la agencia. Los empleados, cinco o seis latinos, exigían su pago por los días trabajados.
“Ahí empieza la pelea. En una de esas, que están en el toma y daca (el coordinador voltea una silla; Raúl empuja al otro), el tipo se acerca al carro, y veo que saca una pistola. Empieza a apuntarle a este chico (a Raúl), que estaba directamente con él, y empieza a amenazar” con insultos. El hombre “estuvo (...) un momento apuntándole, yo me hice con las mujeres, los muchachos se quedaron de (otro) lado, viendo a ver qué pasaba; (el coordinador) de inmediato guardó el arma, (...) amenazó”, y todos empezaron a gritar: “¡Policía!”.
Su contacto en la agencia les recomendó denunciar lo ocurrido. Sin embargo, la misma policía los disuadió de llevar la denuncia más lejos, porque, les dijeron, sería una pérdida de tiempo esperar a los peritos en armas, ya que el revólver era de juguete y no constituía un peligro. Respecto a dicha afirmación, Raúl se muestra escéptico; incluso si hubiera sido una pistola de balines, como parecía esa, podría haberle hecho daño.
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Una escena de agresión que también ha recorrido las redes fue la de Ramón, un hombre de ascendencia wayú que quiso exigir el pago de lo trabajado en una de las agencias investigadas por la Inspección del Trabajo. Laboró con ellos 18 días en una cosecha de fresas, y solo cuando amenazó al gerente de la agencia con denunciarlo si no le pagaba sus “202 horas” trabajadas, la agencia lo invitó a firmar un contrato. Ramón rechazó la propuesta y escupió el piso en señal de descontento. Entonces, el gerente le hizo una llave al cuello, lo arrastró por la oficina y pretendía “lanzarlo por la escalera”, cuenta el afectado.
Terminar en la calle
“Cuando llegué, todo era muy bonito como por cinco o seis días, después, ¡jum! Dios mío, eso era una cosa de locos, trabajábamos 12 horas, 13 horas sin comer nada, absolutamente sin comer, y yo decía ‘no, pero qué es esto, ni porque estuviéramos en el tiempo de esclavitud’”, recuerda Sneyder, tiktoker, sobre su paso por la fábrica de embutidos, donde le habían prometido un sueldo de 22 eslotis la hora –que resultó de 17, porque le descontaban el arriendo–. Y lo que esperaba ganarse (hasta 9 millones) nunca lo vio: alcanzó a devengar, por mucho, 4.600.000, casi lo mismo que en Colombia, pero trabajando a bajas temperaturas, domingos incluidos, y siendo tratado como “un animal”.
Entraba a trabajar a las seis de la mañana, pero la ruta pasaba por él a las tres. “Solo teníamos dos o tres descansos de 10, 12 minutos”, dice, pero a eso había que restarle los minutos que le tomaba ir corriendo hasta la cocina –quitarse el casco, el gorro, los guantes, los zapatos–, luego comer en seis minutos y volver a vestirse y correr para reanudar la jornada.
Sneyder empezó a exigir que le hicieran sus papeles para legalizarse antes de que se le acabaran los 90 días como turista, y lo tuvieron en vilo hasta el sexto mes. Finalmente, lo echaron de la planta con insultos y amenazas por exigir mejores condiciones laborales, aunque él no quería irse sin antes haber recibido el pago de los días trabajados durante ese mes, con el que se sostenía, pagaba el viaje y ayudaba a su familia.
“La tesorera me dijo: ‘Si tú no te vas, créeme que conocemos gente muy poderosa y te vamos a destruir’”, recuerda Sneyder. Pese a que no se amedrentó y le replicó que acudiría a la PIP, no tuvo otra opción más que salir de allí a la calle con sus maletas y sus ahorros, solo eslotis en monedas, en febrero, en invierno. Pasó varias noches en los baños de las estaciones de trenes con tres jeans, cuatro camisas, un saco y una chaqueta para soportar el frío, o a veces buscaba calor en las iglesias. “Empecé a caminar por Polonia porque no tenía a dónde llegar (...). Así anduve más de un mes, caminando, caminando, hasta que llegué a la guardia fronteriza y hablé con la PIP de la ciudad donde estaba, que no me recibió la denuncia”, recuerda Sneyder.
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Heidy y su pareja estuvieron a punto de quedarse en la calle recién llegados a Polonia. De profesión contadora y tecnólogo en logística, respectivamente, aterrizaron en Polonia gracias a una agencia colombiana. Ellos habían venido a trabajar en un invernadero de tomates, y el alojamiento, de entrada, no les dio ninguna confianza. “En una habitación acomodaban como de ocho a 10 personas, (había) un baño como para 10 o 15 cuartos; la cocina, igual”, cuenta Heidy. A ellos los habían instalado en una de esas habitaciones grandes para compartir con extraños –otro engaño común de las agencias es prometer una habitación privada para las parejas–.
Ese primer día, a las 10 de la noche, recuerda, “nos querían pedir pasaportes, querían que firmáramos documentos, unos comprobantes, unos pagarés en blanco, muchas cosas, y yo les dije que no, que no íbamos a firmar eso”. Entonces les pidieron que se fueran. Ellos se negaron, al día siguiente se contactaron con la fundación La Strada –que ejecuta la labor del Ministerio del Interior polaco del Centro Nacional de Intervención y Consulta para las Víctimas de la Trata de Personas–, que les sugirió poner una demanda por trata de personas y terminaron hospedándose una semana en casa de una colombiana a quien acababan de conocer.
Kamila, una polaca que da consejos en Facebook, no olvida situaciones en las que la contactaron para pedirle ayuda cuando la temperatura afuera marcaba los -20 grados centígrados: personas en “el parque, con dos bolsas de ropa, pedían ayuda”; sin embargo, no siempre se puede prestar apoyo, dice ella y agrega: “Hay personas que pueden ayudarte, pero a veces (están) en otra ciudad, muy lejos”, y en invierno, por ejemplo, “el refugio para las personas sin techo estaba lleno de polacos”.
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En Polonia, los arándanos y las fresas del desayuno, la leña de invierno en las chimeneas, las donas glaseadas de paquete, la carne del kebab, el pollo empaquetado y las salchichas han sido fruto del sudor y lágrimas de miles de colombianos (y otros muchos inmigrantes) que están llegando a ese país a ser explotados con la promesa de un mejor sueldo. Aterrizan con reclutadores, agencias –algunas sin registro– o por la recomendación de un amigo y, muchas veces, terminan en la calle. Pasan de un infierno a otro porque han confiado en terceros que juegan con su dinero y sus ilusiones. El afán e interés por venir es palpable en los diferentes grupos en Facebook de colombianos y latinoamericanos en Polonia, o en las publicaciones de tiktokers y youtubers. Según datos de la guardia fronteriza (Straz Graniczna, en polaco), el año pasado 3.395 colombianos ingresaron a Polonia; y les fue denegada la entrada a 114. Sin embargo, esta cifra está lejos de ofrecer el panorama completo: algunos vienen en avión, pero muchos otros arriban en bus por España, Francia, Inglaterra o Países Bajos y su llegada no aparece registrada.
Lo preocupante es que los colombianos están, cada vez más, entre las primeras nacionalidades que trabajan de manera ilegal, según las estadísticas de la Guardia. En la primera mitad de 2024, el número de colombianos trabajando de manera irregular se ha incrementado de tal forma –10.414 por ciento, con 736 casos (respecto a siete para el mismo periodo del año pasado)–, que ahora es el segundo país, después de Ucrania (un país en guerra), en tener la mayor cantidad de trabajadores ilegales en Polonia.
No es una sorpresa que el consulado polaco haya publicado un comunicado según el cual, a partir del 15 de agosto de este año, los colombianos solo podrán trabajar en Polonia con visa de trabajo. La decisión se toma, informa el Ministerio de Relaciones Exteriores polaco, debido a, entre otros factores, “las numerosas violaciones a las reglas de viaje sin visa” cometidas por los colombianos, así como “los casos de violaciones de los derechos laborales básicos”.
Aunque las agencias decían antes del cambio anunciado que era posible trabajar durante los 90 días de estancia legal en Polonia como turista, solo con un permiso de trabajo, quienes venían a trabajar sin visa quedaban a merced de circunstancias fuera de su control (no siempre acceder a seguridad social, por ejemplo, o arriesgarse a perder el empleo sin previo aviso).
La Fundación La Strada prestó asistencia a 115 colombianos (de un total de 295 personas) en 2023. La guardia fronteriza, por su parte, ha identificado, entre 2021 y 2024, a 88 colombianos como “víctimas potenciales” de trata. Y el Centro Operativo Anti-Trata (Coat), del Ministerio del Interior colombiano, reporta cuatro casos desde 2020.
Hasta ahora ha estado llegando sin visa “el 95 por ciento de las personas, porque las agencias dicen: ‘Tú puedes venir aquí como turista –porque es más fácil– y después te vamos a legalizar’, lo que es otro engaño”, dice el polaco Piotr Wagner, que asesora a la comunidad hispanohablante en La Strada.
Geraldine y su esposo, ejecutivos comerciales que ganaban unos 3 millones de pesos en Colombia, vinieron así. Viajaron a Madrid en mayo, turistearon en París y después tomaron un bus a Polonia. Una vez aquí, empezaron a trabajar por intermedio de una agencia en una pastelería, por recomendación de una “supuesta amiga”; lo hacían en turnos de 12 horas, con un mínimo de tiempo para ir al baño, dormir o, como se los había asegurado su amiga, viajar por Europa.
La agencia no les inició su proceso de residencia; de hecho, les quitó sus pasaportes con la excusa de empezarlo. Por eso, cerca de que se les vencieran los 90 días de estancia legal, decidieron contratar a un bufete de abogados. “Nos escapábamos al baño a enviar documentos y soportes de envío del dinero”, recuerda Geraldine. Pensaron que los abogados los legalizarían; sin embargo, en octubre ella y su pareja descubrieron –paseo en patrulla de la policía, interrogatorio y fotos de frente y de lado– que se encontraban de manera irregular en Polonia y debían ser deportados. El bufete no había enviado sus documentos a tiempo.
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Este año, los colombianos “son la población con mayor flujo entre los países hispanoamericanos” –otros latinos provienen de Venezuela, Argentina, México y Chile–, explica Freddy Abadía Rubio, consultor colombiano de la Asociación Nómada.
Si bien al principio los colombianos llegaban sobre todo de Bogotá, últimamente provienen de Valledupar, Riohacha, Cartagena, Tolima y Boyacá, dice. El creciente interés por Polonia se debe a que “como el país se ha venido quedando sin mano de obra por el conflicto de Ucrania, la latinoamericana sale más barata”.
Las ofertas de las redes para trabajar aquí (en cárnicos, recogiendo fresas o en producción de ventanas) pintan pajaritos en el aire sobre ese “sueño polaco” –o pesadilla–. El proceso parece facilísimo, con prometedores salarios y alojamiento y transporte “incluidos” –estos se deducen del sueldo–. Lo que tampoco se cuenta es qué tan largas serán las jornadas laborales (de hasta 17 horas, en el peor de los casos), si se debe permanecer durante largos periodos a la intemperie, a bajas temperaturas o de pie, si habrá multas por faltar al trabajo o por cualquier otra razón, ni que pueden descontar el tiempo que un trabajador pasa en el baño, y mucho menos qué hacer si se llega a tener un accidente.
Sobre las condiciones de la vivienda tampoco hay información fiable: se omite con cuántas personas se dormirá en una habitación, o que se puede llegar a compartir una cocina de solo dos fogones con casi 30 personas en hostales, por ejemplo.
Con frecuencia, cuenta Wagner, “hay bichos en los colchones, falta la calefacción, a veces también el agua caliente, y tuvimos un caso de personas que ni tenían agua corriente; no tenían electricidad ni calefacción y estuvieron cocinando durante el invierno afuera con una fogata”.
La abundante desinformación en los grupos de Facebook se debe, en parte, a que se censuran ciertas publicaciones. De hecho, uno de los grupos colombianos, con casi 90.000 miembros, es administrado por un ucraniano. “No quieren que los colombianos conozcan la ley para que no puedan defenderse”, explica Kamila, la polaca que ayuda a los latinos en Facebook.
Acertar a decir cuántos colombianos hay en Polonia es difícil. El consulado de Colombia en Varsovia registra 1.376. La seguridad social polaca arroja, según Abadía, que “3.565 personas contribuyeron en 2023”. Sin embargo, no todos los colombianos son contribuyentes. La estimación de Nómada, teniendo en cuenta esa cifra, así como los permisos de trabajo expedidos (casi 12.000 este año; más de 4.000 en 2023), sumados a la información del consulado, es que –especulativamente– al menos habría unos 4.000 colombianos. No se puede decir con certeza que haya 12.000, dado que las personas cambian de trabajo tres o cuatro veces, y por cada nuevo empleo se debe solicitar un nuevo permiso. Sara, una colombiana que lleva nueve meses en Polonia, por ejemplo, ha pasado por tres empleos. “Así se la pasa el colombiano aquí”, dice.
El negocio de las agencias
Gabriel, diseñador gráfico de Medellín, llegó a Polonia gracias a una vacante laboral para fabricar ventanas publicada en el Sena en 2022. Un reclutador bogotano de una reconocida agencia radicado en Varsovia le pidió “talla de zapatos, talla de ropa, fotocopia del pasaporte, fotocopia de cédula de ciudadanía, edad y datos personales” para empezar a tramitar un permiso de trabajo, que, pensaba él, le abriría las puertas de Polonia. Y les pintó el viaje de esta manera a él y a otros colombianos: “‘Quiero un grupo que decida pedir visa de trabajo en Bogotá ante la Embajada de Polonia, pero (esto) se demora más de tres o cuatro meses y es más caro’; le puso ese pero en el camino, la piedrita en el zapato, para que escogiéramos venir como turistas”, dice Gabriel.
La agencia no le cobró nada a Gabriel. Otras agencias sí cobran por venir y los precios son muy variados. En los últimos meses, y antes de que se exigiera visa para venir a trabajar, en redes se hacía mención de una que estaría pidiendo hasta 14 millones de pesos. Otras agencias –o a veces sus intermediarios– pedían entre 6 y 8 millones. Y las que menos, 500 o 400 eslotis (unos 500.000 o 400.000 pesos colombianos) por el permiso de trabajo.
Esos intermediarios son en realidad tramitadores, personas que “simplemente tiene(n) los contactos aquí en Polonia y consigue(n) a las personas (en Colombia) que pagan por el cupo (de trabajo para venir)”, cuenta Sara. Ella le pagó a una tramitadora 2.200.000 pesos solo por una carta de invitación y un precontrato que resultaron falsos. Y una vez en Polonia, Sara empezó también a traer a otros colombianos a cambio de dinero durante un periodo.
Abadía aconseja no pagar por el permiso de trabajo –ningún tramitador o persona natural tiene la capacidad de expedirlo–. En realidad, el permiso cuesta unos 100.000 pesos para el empleador. Si la persona en todo caso decide pagar, no es recomendable desembolsar más de 500.000 pesos. El mismo consulado de Colombia en Polonia ha hecho varias publicaciones en las que, explícitamente, recomienda no hacerlo.
Hay quienes, más arriesgados aún, y quizá por ahorrarse costos y tiempos de espera –el permiso de trabajo puede demorar hasta dos meses en salir, por ejemplo–, han decidido llegar a Polonia por su cuenta para buscar empleo “a la de Dios”, sin tener nada asegurado. Dice Abadía: “Más que ignorante, la gente es indiferente respecto al tipo de situaciones que aquí enfrentan”.
¿Qué puede pasar? Caer en redes de explotación laboral. Terminar durmiendo en la calle, sufrir jornadas exhaustivas de trabajo, pasar por periodos sin empleo, ser amenazado o recibir sueldos incompletos o muy bajos. En suma, ser víctima de esclavitud moderna. Allí la persona, lejos de estar encerrada en un cuarto bajo llave, no tiene los medios para salir porque desconoce el idioma polaco y se encuentra “atrapada” en remotos lugares sin acceso a transporte: la mayoría de ofertas de empleo para latinos están localizadas en pueblos que prácticamente nadie conoce. De modo que, desamparada al otro lado del mundo, bajo el peso de una deuda contraída y la inminente falta de dinero, la víctima no sabe qué hacer. Y si osa salir, vienen las amenazas, incluso con armas.
Wagner aclara que algunas de estas agencias tienen representantes “activamente reclutando a personas que están en una situación de pobreza y desempleo” en Colombia, México y Argentina. Y lo clave aquí es que los reclutados están en una situación muy vulnerable, dice.
Es imposible saber a qué tipo de empresa llegarán los colombianos que vienen con agencias –en ocasiones, la oferta laboral es una en Colombia, y una vez aquí, cambian los planes–.
La PIP, la Inspección Nacional del Trabajo polaca, reporta que desde 2021 ha recibido 28 denuncias contra las siguientes agencias: Order Solutions, New Life, Soluciones Internacionales, Galport/Appjobs y Rivbud. Sin embargo, la lista no es exhaustiva. No gozan de ninguna popularidad Carden Group, Giewont ni Colombia Global Work Agency. Y en una reciente encuesta virtual y anónima de La Strada, se mencionó también a Primus Group, Navis, Job Fix Rogelio, Harry Solutions, Smart Work, Global Work JK y MDK como agencias que abusan de sus empleados. Sobre EWL, si bien no hay denuncias de explotación, sus empleados se quejan sobre la falta de comunicación con los supervisores y la falta de claridad sobre los pagos.
Lo más desconcertante es, quizá, que algunos colombianos que se han visto engañados, empiezan a reclutar a otros compatriotas. O en algunas ocasiones, los tramitadores ni siquiera han pisado suelo polaco.
A Sneyder –tiktoker de Ricaurte (Cundinamarca) que trabaja en una fábrica de ensamblado de automóviles en Polonia– lo convenció de viajar una mujer que vivía en su municipio, porque, le dijo, aquí podría ganar de 7 a 9 millones.
Le pareció raro que únicamente le pidieran 6 millones y su pasaporte para viajar, nada más. No obstante, siguió adelante con el proceso con ella y con el reclutador colombiano de una agencia en Polonia (mencionada arriba). Luego, cuando preguntó si él mismo podía costearse los tiquetes por su cuenta, porque saldría más barato, le dijeron que no. Eso aumentó su desconfianza. Finalmente, ya en Europa, un contacto en migración de España le informó que el permiso que le había dado el reclutador colombiano no tenía ninguna validez.
Desde su cuenta de TikTok con 6.500 seguidores, @solosoysm, Sneyder da recomendaciones sobre la vida en Polonia. Otro tiktoker, quizá por la popularidad de la que Sneyder goza, lo invitó a reclutar. “Me dijo que pusiéramos una agencia trayendo colombianos y que les cobráramos de 7 a 8 millones (...). Y yo le dije: ‘¿Usted cree que es justo traer a una persona con mentiras y engaños a trabajar acá?’”, comenta Sneyder.
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Lastimosamente, viajar con visa de trabajo no exonera a los trabajadores de ser engañados. Abadía llegó a su primer trabajo en Polonia en plena pandemia gracias a un anuncio de Facebook, en 2021, esperando ganarse 600 euros al mes, con la visa y “permiso de trabajo, carta de recomendación y seguro por un año”, cuenta. Al grupo de colombianos con el que llegó (14 con él), por haber venido durante la pandemia, los tuvieron dos semanas encerrados en una casa en la mitad de la nada –a 30 minutos caminando de Sochaczew, pueblo ubicado a 70 kilómetros de Varsovia–, rodeados de nieve y más nieve, y a partir del décimo día nadie les respondía al teléfono. También les hicieron firmar un contrato en polaco y otro en inglés, sin tener la más mínima idea de a qué se estaban suscribiendo. “Sigue siendo lo mismo que hoy en día, que es, mírelo (el contrato), pase hojas, firme y sabrá Dios qué firman (...), hoy en día lo primero que le digo a la gente es que mire qué está firmando o tome fotos, porque en estos momentos tú puedes estar firmando la carta de renuncia”, recuerda Abadía.
Recién llegado, él estuvo en Stargard trabajando como bodeguero junto con sus compañeros a veces de 12 a 14 horas, o en jornadas menos frenéticas que no les querían remunerar. Desesperados y sin dinero, algunos decidieron contactar a la embajada para presentar la denuncia. Unos tuvieron éxito y recibieron asistencia del consulado o de La Strada, otros fueron reubicados por la agencia en una zona diferente de Polonia.
Tomar una decisión informada
Recuerde: antes de venir a Polonia a trabajar, expida su visa. Si viaja por medio de una agencia, consulte a la Embajada de Polonia, o con la fundación La Strada, si la documentación que le están enviando es válida.
El consulado colombiano recuerda que nadie “tiene derecho a retener ni a guardar tu pasaporte”. También es importante “dudar de ofertas de empleos temporales para trabajos de outsourcing/agricultura (recolección de verduras o frutas)/bodegaje, que indican que no necesitan de visado y que no requiere un conocimiento mínimo” de idiomas, dice el consulado.
El abuso de agencias y empresas se puede denunciar ante la Inspección Nacional del Trabajo (PIP) de manera escrita en formato físico o electrónico, u oralmente.
Geraldine, Carolina, Sneyder, Gabriel y Abadía, junto con otra docena de personas, forman parte del Sindicato de Trabajadores Latinoamericanos en Polonia, desde donde buscan crear redes de apoyo.
Algunos decidieron irse de Colombia porque estaban cansados de la “sensación de inseguridad y de estar tensos a toda hora”, dice Gabriel, o, como anota Heidy, simplemente porque aun siendo profesionales no devengan más de un sueldo mínimo.
El anhelo de todos quienes vemos con preocupación las condiciones en las que llegan a vivir algunos de estos colombianos es que ojalá hubiera un gana-gana para agencias y trabajadores, porque en este momento el modelo actual (“los traigo, los pongo a pasar penas, se me desgastan, que se vayan y les amargué la vida”, recuerda Abadía) tiene que cambiar.
*Algunos nombres fueron cambiados.
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