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La historia de superación del alférez Robin Elías Quiñones González, quien se embarcó en el buque Gloria
La historia de superación del alférez Robin Elías Quiñones González, que se embarcó en el buque Gloria. Cómo llegó este tumaqueño a cumplir su sueño para entrar a la Escuela Naval de Cadetes Almirante Padilla, tras vender frutas, jugar baloncesto y trabajar en la construcción. Por Óscar Castaño.
Eran ocho infantes de marina los que le revelaron su futuro al presidente Iván Duque antes de subirse al helicóptero. Luego de unos días durante la primera Semana Santa de su mandato, en la casa fuerte presidencial, de Cartagena, el mandatario pidió despedirse de los infantes de marina y agradecerles por haber prestado el servicio militar. Les preguntó, además, cuáles eran sus sueños.
Baracaldo dijo que quería volverse abogado; Cabales, médico; Lucumí, periodista; y así, casi todos y sin dudarlo, proyectaron el desempeño de una profesión liberal. Solo uno manifestó su deseo de seguir vistiendo el uniforme blanco, un monumento de ónix nacido en Tumaco y de 2,05 metros de estatura. “Señor presidente, con la ayuda de Dios, vamos a ver si podemos desarrollar la carrera de oficial de la Armada”, afirmó Quiñones.
Duque les deseó lo mejor, se dio vuelta y caminó hacia el helicóptero con la decisión con la que debe actuar un presidente de un país como Colombia, rodeado de un sofisticado esquema de seguridad.
Pero frenó en seco para voltearse y ordenarle a Quiñones que se acercara de inmediato. Frente a frente, el presidente y el alférez hablaron sobre sus méritos, y le anunció que hablaría en la Armada para que tomaran en cuenta sus aspiraciones.
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El alférez Robin Elías Quiñones González se embarcó el pasado jueves en el buque Gloria, que zarpa este domingo de Cartagena hacia varios puertos del Caribe. Este tumaqueño, que cursa el último año de la Escuela Naval de Cadetes Almirante Padilla, es quizás el integrante de mayor estatura de las Fuerzas Armadas y uno de los más altos del país. Hasta antes de enrolarse en la Armada tenía las condiciones para actuar en la televisión, salir en comerciales, jugar basquetbol en la NBA o, por los designios de la violencia, usar las armas.
“El conflicto azota a Tumaco, pero hay que ver qué lo produce. Es una región en disputa. Gracias a Dios, al igual que la gran mayoría de jóvenes del Pacífico, nunca me metí en el narcotráfico. Ese negocio nunca será rentable porque se paga con la muerte”, reflexiona ahora Quiñones, que prefirió “servir a la patria” en la Armada y aprovechar los muchos espacios para la comunidad afro que se abren en el país desde un tiempo para acá.
“De Tumaco menciono a mi capitán Zúñiga y a mi teniente Ordóñez y a los gemelos Orobio, ambos suboficiales. Y menciono, por supuesto, al capitán Jairo Orobio Sánchez”, un chocoano de Juradó que llegó a la Escuela de Cadetes en 1994, ascendido a capitán del Gloria en diciembre de 2020.
El alférez Quiñones ingresó a la Escuela de Cadetes por estos días de julio hace tres años, luego de la orden del presidente y de superar una serie de obstáculos gracias a su voluntad de tren y un poco de su buena estrella.
Jugó algo de fútbol, vendió frutas delante de una escuela veredal, casi ingresa a la universidad, empezó a practicar basquetbol, integró la selección Nariño y los Piratas, de Bogotá. Regresó a su tierra y, cuando supuso que se ganaría la vida en la construcción, se inscribió en la fuerza naval de Colombia.
El corsario de Tumaco
Los Quiñones vivían en una casa de un solo cuarto, en la vereda Inguapi del Guadal, a unos 12 minutos en carro desde Tumaco. “Somos mi papá y mi mamá, y mis cuatro hermanos y yo. Dormíamos de a dos por cama, y la única que lo hacía sola era mi hermana”.
La mamá de Robin es madre comunitaria y “trabaja muy duro con niños”. El papá realiza diferentes oficios técnicos, más que nada en acueducto y alcantarillado. Los hijos ayudaban recogiendo plátanos y naranjas de una finca, los que se comían en casa o que se vendían al terminar la jornada escolar, delante de la escuela.A veces no ganaban dinero suficiente ni los papás ni los hijos, y se iban a la cama con “un vaso de aguapanela y un plátano cocido”, pues no había para más. “Si teníamos para el cuarto de azúcar, no pasaba lo mismo para el cuarto de sal”.
Por ahí a los 12 años adoptó el hábito de dormirse muy temprano, como a las siete de la noche, quién sabe si del cansancio o para driblar el hambre cuando el agua de panela ya tocaba su estómago.
“De la nada, al despertarme, empecé a medirme con la puerta del cuarto”. Vio progresivamente que le faltaba una cuarta para alcanzar el dintel, después unos dedos y un día su cabeza se golpeó con el techo. “¿A qué horas me crecí tanto? ¡Estoy creciendo!”, se admiró este Gulliver cuando ya alcanzaba los 1,80 y un profesor de la escuela le dijo que con el basquetbol podía derrotar el hambre.
A la vez que jugaba baloncesto y disputaba torneos, acudió a la oenegé Despertar, “fundada por doña Elsy Angulo” para formar jóvenes según sus aptitudes en diversos oficios. Estando en el final del bachillerato, su cuerpo extrahumano medía ya 2,5 de estatura, y quizás por el acto continuo de recoger frutos en la finca para subirlos a un cesto desarrolló la destreza de zigzaguear el balón entre los rivales hasta clavarlo en la canasta.
Era tan buen estudiante que obtuvo media beca para cursar Ingeniería Mecánica en la Universidad Nacional sede Pasto. Pero debía procurarse libros, alimentación, estadía y una lista de gastos que ni él ni sus padres podían sufragar.
Aunque se llenó de frustración por la universidad truncada, Robin mejoró su desempeño en la cancha deportiva, por lo que doña Elsy le consiguió la posibilidad de entrenarse con el club Piratas, de Bogotá, en el que se volvió titular en cuestión de meses.
Y, de repente, en Tumaco, tierra feraz de futbolistas, la gente cambió algo de su pasión por el fútbol y comenzó a seguir la liga profesional de baloncesto. En especial los partidos de los Piratas, cuyo poste central era Robin Quiñones, una roca de 17 años formada en lo profundo de una mina de carbón, que promediaba doce puntos y siete rebotes por encuentro.
El equipo perdió las finales, y el poste tumaqueño, su contrato por cuestiones económicas. Otra vez en su tierra se dedicó con sus hermanos a la construcción, hasta que decidió, junto con David, mayor que él, inscribirse en la oficina de la Armada en la Registraduría de Tumaco.
David y Robin partieron a Coveñas para iniciar su servicio militar en la fuerza armada durante tres meses, en los que cada uno tuvo una sola llamada para hablar con sus papás. Robin tenía, además, una bonita novia en Tumaco con la que terminaron de común acuerdo. “Si tú quieres estar en la Armada, y es tu deseo, sigue adelante”, le dijo ella.
Un día David hacía un ejercicio de campo de una semana en la que llegó el personal de la Armada para seleccionar a los cadetes que irían durante nueve meses a la casa fuerte presidencial, de Cartagena. David se quedó en Coveñas, tiempo después lo trasladaron a San José del Guaviare y hoy se encuentra en Tumaco.
“Me seleccionaron, me hicieron las pruebas de polígrafo y salí para allá cuando el doctor Iván Duque era nuestro presidente electo”. Cuatro años después, el alférez Quiñones zarpa para el Caribe, y a su regreso, en unos meses, quisiera que el presidente Duque estuviera presente el día de la graduación como subteniente de infantería de marina de la Armada.
Él le dio su palabra. Pero ya no lo acompañaría como presidente, sino “como un civil más”, al antiguo jugador de los Piratas convertido en marinero del Gloria.