INFORME ESPECIAL
Carteles mexicanos, la ley del monte en Colombia
Estas transnacionales del crimen están en al menos diez departamentos. A la par que negocian con los eslabones más débiles del narcotráfico, patrocinan guerras entre los grandes grupos delincuenciales del país. SEMANA recorrió las regiones donde ejercen mayor influencia.
Mientras el país se enfoca en la pandemia, el narcotráfico sigue su ciclo en muchos territorios, movido por el agente extranjero que se adueñó del negocio. Los enviados de los carteles mexicanos tranquilamente cuadran pagos y transan con sus socios en los restaurantes o locales de los pueblos cocaleros. La gente apenas los reconoce por el acento. Ni siquiera se preocupan demasiado por su seguridad; con unos cuantos hombres les basta porque el dinero los protege. Así vienen y van entre este y su país. Desde hace años, y cada vez de forma más acentuada, el narcotráfico colombiano baila al ritmo mexicano.
Al menos diez alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo recogen los reportes en los que la comunidad y algunas autoridades han detectado presencia de los carteles mexicanos en los últimos dos años. Estos informes los ubican en seis departamentos, especialmente en Antioquia, en la región del Bajo Cauca, y en Medellín y su área metropolitana. También en Córdoba, La Guajira, Magdalena, Putumayo y San Andrés.
Información recogida por SEMANA en varias zonas del país, y de diversas fuentes, amplía esa presencia a Nariño, Cauca, Valle del Cauca y Norte de Santander. Es decir, al menos diez departamentos. Allá, naturalmente, están las principales zonas de cultivo de coca y producción de cocaína. Y las rutas del negocio.
El Gobierno mexicano dice que en su país hay 37 carteles. De ellos, al menos tres suenan en Colombia: el de Sinaloa, los Zetas y Jalisco Nueva Generación. Y no todos los aztecas que se presentan como miembros de determinado cartel realmente pertenecen a él. De alguna manera, esos nombres, en el mundo criminal, sirven sobre todo para infundir miedo y blindarse en los negocios.
Los mexicanos han cambiado las reglas del narcotráfico. En esencia, quebraron los eslabones del negocio. Antes, guerrillas, paramilitares y un puñado de grandes capos monopolizaban el comercio, que funcionaba, a grandes rasgos, así: un campesino producía la base de coca y se la vendía a un reoxidador. Este le compraba el producto a varios vecinos de su zona y homogeneizaba la base, le limpiaba impurezas y establecía una calidad estándar. Luego, la adquiría un narco mayor que la cristalizaba y, finalmente, la vendía a los carteles mexicanos.
Ahora, por medio de intermediarios locales que les trabajan directamente, los aztecas llegan al campesino productor de la base. Ellos mismos aseguran el proceso de cristalización en laboratorios independientes. Lo hacen para garantizar la calidad y la cantidad del producto. Incluso, hay indicios de que se llevan la base a Centroamérica y allá terminan el proceso a su gusto, con técnicos colombianos que contratan para que les monten sus propios laboratorios. Y le compran al crimen local la seguridad y el transporte final de la droga de Colombia a Centroamérica.
Pero eso no significa que las grandes estructuras criminales estén marginadas del negocio. La torta es tan grande, con el incremento de los cultivos y de la demanda, que alcanza para todos. El país pasó de 208.000 a 212.000 hectáreas sembradas con hoja de coca, y de 879 a 951 toneladas de cocaína producidas en el último año, según la Oficina de Política Nacional para el Control de Drogas de la Casa Blanca. Ambas son cifras récord. En Estados Unidos se calcula que hay más de 10 millones de consumidores de cocaína. Un registro que creció en un 10 por ciento en la última década. Y esto sin contar que, al contrario de la percepción popular, los mexicanos no solo controlan esa ruta, sino que también mandan droga a Europa.
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Y los aztecas, a la par que negocian con los pequeños, siguen transando con las grandes organizaciones como el ELN, las disidencias de las Farc, el Clan del Golfo, los Caparrapos, los Pelusos. En este punto, el dinero de los carteles impulsa varias de las guerras entre ilegales que producen asesinatos selectivos, desplazamientos, reclutamiento de menores y una larga lista de agresiones a las comunidades. En el Bajo Cauca antioqueño, por ejemplo, hay una disputa a muerte entre el Clan del Golfo y los Caparrapos, una disidencia de los primeros (ver artículo). Mientras que el Clan negocia con el cartel de Sinaloa, los Caparrapos tienen pactos con Jalisco Nueva Generación. Estos dos grupos, a su vez, sostienen su propia guerra en México.
Los emisarios de los carteles mantienen un bajo perfil para evadir a las autoridades colombianas.
En el área metropolitana de Medellín también las bandas de la Oficina de Envigado se han afiliado a uno u otro cartel. Lo dice una alerta de la Defensoría emitida en septiembre. “En Bello existen indicios de que en este territorio al igual que en municipios del norte y Bajo Cauca antioqueños, sur de Córdoba y Medellín estarían consolidándose dos bandos alrededor de dos carteles mexicanos que se disputan el control de la cadena de producción y comercialización internacional, a saber, los carteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación”.
Tumaco ha presenciado una guerra brutal en los últimos tres años, con una rápida rotación de capos como Guacho y David, ambos muertos, y ahora Contador, capturado recientemente (ver artículo). Esta lucha de poder se define no solo por la capacidad bélica de cada uno, sino por los contactos y la confianza que les tengan los mexicanos. Además, el dinero de los carteles ha financiado la pugna. En el Catatumbo, ese dinero también engrasa la guerra entre ELN, Pelusos y Rastrojos.
En estos casos, los mexicanos están enfocados en sacar el máximo provecho del negocio. Poco les importa con quién hay que negociar y quién mata a quién, mientras el reflector de las autoridades no los ilumine a ellos. Les dejan la guerra a los colombianos y tratan de mantener un bajo perfil. Contratan, buscan enlaces, negocian con unos y con otros. Sin duda, la bonanza del narcotráfico y los picos recientes de violencia tienen mucho que ver con su presencia y su impulso al negocio.
No solo los aztecas están allí. Recientemente, también los carteles brasileños y organizaciones de otros países centroamericanos han aparecido por esos lares. Pero los manitos siguen siendo los reyes. En las zonas cocaleras la gente los distingue cuando les escucha el acento, como de telenovela. Sus huellas están en el patio de extranjeros de las cárceles de Tumaco, donde hay decenas de presos de esa nacionalidad. Algunos de ellos han sido capturados en zonas de cultivos, cuando supervisaban el proceso. Las marcas de cada cartel también quedan expuestas en los sellos de la droga que las autoridades decomisan. Pero especialmente en las cicatrices que dejan en la gente que sufre la guerra del narcotráfico impulsada por su sucio dinero.