Cauca

Revelan el perfil criminal de alias Cholinga, uno de los más despiadados y sanguinarios disidentes: “Dejó una estela de sangre inmensa”

Este hombre, dado de baja por el Ejército, era el encargado de planear los atentados terroristas, así como el reclutamiento de menores.

13 de junio de 2025, 10:13 p. m.
Wilmar Pazu Rivera o alias Cholinga fue el encargado de fortalecer a las disidencias de las Farc en el suroccidente colombiano, supuestamente ganándose a las comunidades del norte del Cauca con obras y hasta con conciertos de música popular.
Alias Cholinga, líder de las disidencias de las Farc. | Foto: Suministrada

Durante años, el nombre de Wilmar Pazú Rivera, conocido en el mundo criminal como alias Cholinga, fue sinónimo de terror, muerte y destrucción en los montes y ciudades del suroccidente colombiano.

Su ascenso desde combatiente raso hasta convertirse en el cerebro operativo del Bloque Central Comandante Isaías Pardo del Estado Mayor Central de las Farc (EMC), marcó una de las etapas más crueles del conflicto armado reciente.

Desde sus primeras incursiones en los corredores montañosos del Cauca, Cholinga mostró una sed de control absoluto. No bastaba con dominar el territorio; su objetivo era quebrar la moral de las comunidades y paralizar al Estado con miedo.

En cada acción desplegada había un patrón frío, calculado, quirúrgico. Su prontuario no está en discursos ni proclamas políticas, sino en los escombros de los CAI destruidos, en las calles ensangrentadas de Caloto y Jamundí, en los cadáveres marcados por disparos selectivos en El Tambo.

Cholinga no solo ejecutaba la guerra: la diseñaba. Implementó el uso de drones cargados con explosivos, transformando herramientas comerciales en armas de precisión letal. Introdujo tácticas urbanas que rebasaban la capacidad de reacción del Estado, como el uso simultáneo de carros bomba, motos bomba y francotiradores para generar caos en múltiples municipios en cuestión de horas.

El 10 de junio de 2025, coordinó 24 atentados armados en menos de 12 horas, con un saldo de ocho muertos y heridos que helaron a la opinión pública y pusieron en jaque al Ministerio de Defensa.

Su firma se volvió reconocible: explosiones sincronizadas, uso de menores en puntos de vigilancia y comandos que desaparecían en la niebla de la cordillera tras ejecutar ataques quirúrgicos. No era la brutalidad por impulso, era el terrorismo convertido en doctrina militar disidente.

Atentados en el Cali y Valle del Cauca dejan múltiples heridos.
Atentados en el Cali y Valle del Cauca dejan múltiples heridos. | Foto: El País / Colprensa

Pocas cosas muestran la crueldad de un criminal como su capacidad para corromper la inocencia. Cholinga diseñó una red sistemática de reclutamiento forzado de menores, especialmente en resguardos indígenas y comunidades afrodescendientes de Toribío, Jambaló, Tacueyó y El Tambo. A través de promesas falsas, coerción directa o simplemente amenazas a sus familias, logró que decenas de niños fueran transformados en informantes, campaneros y, luego, fusileros.

Quienes escaparon de sus filas hablan de entrenamientos inhumanos, castigos por llorar, mutilaciones públicas a desertores y el uso de menores como escudos humanos en ataques contra la policía. En su lógica, los niños no eran víctimas: eran piezas reemplazables en su maquinaria de guerra.

Cholinga no solo empuñaba fusiles: también manejaba el dinero. Estableció alianzas directas con el Clan del Golfo y redes del Cartel de Sinaloa, garantizando que cada kilo de cocaína producido en los montes de Cauca y Nariño llegara a Centroamérica sin interferencias. Administraba laboratorios clandestinos, rutas entre el Valle y la costa pacífica, y recibía pagos no solo en dinero, sino en armamento de última generación y explosivos industriales.

Bajo su mando, los municipios se convirtieron en prisiones invisibles. Quien no pagaba “impuesto revolucionario”, era castigado con fuego. Quien hablaba con el Ejército, desaparecía. Los alcaldes obedecían en silencio, los jueces salían escoltados, los líderes sociales huían o eran asesinados. Controlaba no solo la selva, también el miedo en las ciudades.

Alias Cholinga dejó una estela de sangre tan extensa como el territorio que controló. Su figura era temida incluso entre sus propios hombres. La traición, la duda o la debilidad eran castigadas con plomo. Su caída en junio de 2025 no fue solo una operación militar exitosa: fue la neutralización de una mente criminal que entendía el conflicto como una herramienta para aniquilar al adversario sin miramientos éticos, legales o humanos.

Pero su sombra aún se proyecta. Las rutas que diseñó, las alianzas que selló y la cultura de terror que instauró no desaparecen con su cuerpo. Siguen vivas en las estructuras que él entrenó, en los menores que aún portan sus tatuajes, en los pueblos que no olvidan sus órdenes.

Alias Cholinga fue más que un cabecilla armado. Fue el arquitecto de una violencia meticulosa, planificada y despiadada, capaz de combinar estrategia militar, control social, propaganda y terrorismo en una misma operación. Su historia debe recordarse no por glorificación alguna, sino para entender la naturaleza real de la amenaza que representan las disidencias armadas modernas: una amenaza que usa la comunidad como campo de batalla, el miedo como arma, y la tecnología como multiplicador de su violencia.