Aparte de Mercedes y el amor por las letras, a Gabo lo acompañaron durante gran parte de su vida dos cosas que le debe a un cubano: el bigote y el bolero.
El mito de García Márquez se construyó sobre la base de sus múltiples facetas. Como aldeano del Caribe fue tan universal que cantó desde rancheras en París, bailó con Pérez Prado en Bogotá, y hasta ofreció ese discurso inolvidable en el invierno de Estocolmo, en el 82.
Amó el periodismo tanto como a su vida, porque a él se la debía; y quería tanto al tabaco y las máquinas de escribir porque resultaron ser, junto a Mercedes, testigos silenciosos de su obra. El sonido de los acordeones “tenían la capacidad de arrugarle el sentimiento”, como decía su amigo Daniel Samper Pizano. El nobel era una mezcla de tantas cosas, que se convirtió en el más cosmopolita de los escritores.
A Gabo se le arrugó el sentimiento muchas veces en México, durante el tiempo en que escribió Cien años de soledad, tal vez por eso, sostuvo alguna vez que el libro no era más que un vallenato de 300 páginas. Sin embargo, si hay algo de lo que estuvo cargada su obra por esos días fue de bolero y de decisiones trascendentales, como dejarse su bigote para siempre.
Durante la década de los sesenta, años en los que García Márquez se dedicó a escribir la historia de los Buendía, una de las voces más poderosas y de mayor circulación en la radio latinoamericana era la de Bienvenido Granda, un cubano que creció en La Habana, manejó buses, y por cosas del destino resultó convertido en uno de los líderes del “decano de los conjuntos de Cuba”: la Sonora Matancera.
Bienvenido Granda no solo fue uno de los músicos que más discos -más de doscientos- grabó con la Sonora Matancera, sino que también se convirtió en un personaje icónico para Gabo.
Granda –al igual que el escritor costeño– supo lo que era vivir en la tierra que inspiró a Macondo, pues después de lograr más de doscientos discos grabados con la Sonora Matancera, partió hacia Barranquilla, la ciudad de su gran amigo Nelson Pinedo –el de la esquina del movimiento-. Después, vinieron muchas giras, homenajes y reconocimientos. La muerte encontró a Granda en 1983, en el mismo lugar en que Gabo lo descubrió: en México.
La máquina Smith-Corona, el préstamo de Carlos Fuentes, y los boleros de Bienvenido Granda fueron la gasolina con la que García Márquez recorrió los capítulos finales de Cien años de soledad. Lo que vino después fue historia, pero de la angustia de esos años solo quedó el bolero:
Al igual que cualquier admirador desprevenido, Gabo decidió hacer del bolero su compañero inseparable en los años posteriores. Fue tanta la admiración por el bolerista cubano que, según el periodista Hernán Peláez, el bigote del escritor se quedó para siempre en su rostro gracias a Bienvenido Granda, quien es recordado en Cuba y en toda América como “el bigote que canta”. Nunca un mostacho cantó de esa manera.
Gracias a esta relación –en apariencia puramente estética y que guardó la intimidad que solo logran los melómanos con sus artistas–hoy a Gabo es posible imaginarlo sin nobel, sin liki-liki, sin Mercedes, sin Fidel, sin muchas otras cosas, pero nunca, sin bigote.