“En la actualidad, atravesamos un periodo algo confuso, en el que mucha gente ha prescindido de los antiguos criterios pero no ha llegado a adoptar otros nuevos. Esto les ocasiona bastantes problemas pues como en su subconsciente, en general, siguen creyendo los viejos criterios, los problemas cuando surgen provocan desesperación, remordimiento y cinismo”.
Aunque lo anterior podría aplicarse al momento en que vivimos, en realidad fue escrito hace mucho tiempo, en 1930, y puede encontrarse en las página de La conquista de la felicidad, del escritor y Premio Nobel Británico Bertrand Russell. Pese al paso del tiempo, sus reflexiones son, en esencia, tan vigentes como entonces y pareciera que más necesarias que nunca.
El año comenzó revuelto, sangriento y trágico. Puede que tanto como otras veces, quizá ni más ni menos que los anteriores pero tenemos la tendencia lógica a vivirlo así cuando la brutalidad, la sinrazón y la violencia golpean en el epicentro de occidente. Cuando el terrorismo demente, fanático y rabioso explota en el salón de nuestra casa en lugar de en el patio de atrás del mundo. Tan cerca que la sangre puede salpicarnos y dejar manchada la alfombra. Tan próximo, que la víctima pudiera haber sido cualquiera de nosotros.
Entre el horror y el estupor hemos visto atónitos el enfrentamiento entre los lápices y las metralletas. La creatividad (don siempre inestable, a veces capaz de hacer obras de arte y otras de producir piezas irrespetuosas y de dudoso gusto) confrontada a la barbarie y fusilada contra la blanca pared de un día cualquiera.
Se comprueba una vez más que la ceguera del radicalismo es tal que impide ver las más sencillas de las soluciones: ignorar lo que me desagrada, no comprar ni leer lo que no me gusta, responder a través de los mecanismos pacíficos que la sociedad me ofrece, desde el activismo reposado que dé seguimiento y alimente el eterno debate de los límites de la libertad de expresión o con la tolerancia pragmática del vive y deja vivir. Sin embargo, en su lugar la respuesta es odio, muerte, sangre y destrucción. A menudo, semilla y terreno donde germinan fácilmente nuevos fanatismos.
“El fanatismo es más viejo que el islam, que el cristianismo, que el judaísmo. Más viejo que cualquier Estado, gobierno o sistema político. Más viejo que cualquier ideología o credo del mundo. Desgraciadamente, es un componente siempre presente en la naturaleza humana, un gen del mal, por llamarlo de alguna manera (…) siempre brota al adoptar una actitud de superioridad moral que impide llegar a algún acuerdo (…) y cuya esencia reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar”
Las palabras las pronuncia el filósofo israelí, nacido en Jerusalén, Amos Oz y pertenecen a su libro Contra el fanatismo, conformado por tres artículos de reflexión cuerda y sosegada sobre el terrorismo que todo el mundo debería leer antes de ir (pero sobre todo al volver) de cualquier manifestación. Porque las masas a veces inspiran pero a veces destruyen. A veces emocionan y a veces aterran.
La perturbación que produce la proximidad inmediata de la violencia puede llegar a aturdir los sentidos y el sentimiento cuando es un hecho recurrente, cuando se experimenta sin cesar una y otra vez. Normalizándola hasta el punto de generar insensibilidad e indiferencia. Sin embargo, es también capaz de despertar sentimientos de solidaridad y compasión sin precedentes y reavivar los valores más profundos de la vida individual y del contrato social, especialmente, cuando es esporádica y marginal. Es entonces cuando las reacciones de sorpresa, tristeza, dolor, indignación y rabia se canalizan, general y masivamente, reafirmando los valores de la vida en comunidad, reclamando la tolerancia y el respeto y demostrando que son muchos más aquellos que condenan la violencia y defienden los lápices (incluso aunque no les guste lo que éstos dibujan) que los que asesinan a los dibujantes. Millones de personas lo han demostrado activamente en las calles francesas y en las de otros lugares del mundo, y muchos más desde sus hogares, sus sillones de perplejidad frente a la televisión y en las conversaciones familiares.
Pero como siempre, son muchos los retos que vienen a continuación. Son muchos los desafíos que deben afrontarse en cuanto se disipe un poco el dolor, la tristeza y la impotencia. Porque estas cosas hacen cambiar el mundo. Son puntos de inflexión en el pensamiento, en las políticas, en las creencias individuales y en los imaginarios colectivos.
El reto no es sólo impedir que estos hechos vuelvan a repetirse. Es también entender que la violencia merece el mismo rechazo masivo allá donde ocurra y que (entendiendo la lógica de mayor compasión por el que sufre más cerca y con quien uno se identifica y, por lo tanto le refleja) las víctimas del fanatismo no son diferentes en función del suelo en el que caigan muertas.
El reto es también mantener y reafirmar la tolerancia y el respeto a la diversidad de pensamiento, palabra y obra en el micro mundo de nuestras acciones cotidianas.
El reto está también en recordar a muchos dirigentes de instituciones públicas y privada que durante estos días han hecho grandilocuentes y expresivas manifestaciones en defensa de la libertad de expresión que, además de los ataques mortales que la fulminan, existen otras muchas maneras de cercenarla día a día. Sutilmente y sin violencia física pero a base de acciones y decisiones que la restringen o creando miedo y fomentando la autocensura en quienes pretenden ejercerla o reclamarla. Como dice Amos Oz en su libro: “por supuesto (el fanatismo) se manifiesta en diversos grados (…) y aunque pueda diferenciarse en su magnitud, no es diferente en la naturaleza de sus actos”
La tragedia francesa se ha comparado al 11 de septiembre estadounidense que también cambió la historia. El verdadero reto y donde los franceses pueden volver a dar una lección al mundo es que después de la tragedia, esta vez, el mundo cambie para bien.