
Opinión
¡A las urnas, presidente!
A ellas vamos exigiendo al Gobierno que respete los derechos de la oposición y preserve el orden público.
No puede aceptar Petro, en su concepción autoritaria del Estado, que el Congreso es de origen popular, que es la cúspide del poder Legislativo, que representa al pueblo, y que ha recibido, por la Constitución misma, el encargo de “hacer las leyes”. De allí que pueda aprobar las iniciativas del Gobierno, negarlas o modificarlas. Por ese motivo es una ignominia calificar a unos senadores, que han presentado un informe adverso a la reforma laboral, de traidores. ¿Traidores a quién? A nadie más que a usted, bajo el supuesto —inadmisible— de que la representación del pueblo es atributo monopólico suyo.
No existe nada que se pueda denominar como bloqueo institucional que justifique una consulta popular, a fin de que el pueblo dirima unas diferencias que son normales en la interrelación de los poderes públicos. A sabiendas de que es así, Benedetti estaba intentando destrabar la reforma laboral y la de salud. Para cumplir ese objetivo, ya está definida la recompensa para algunos parlamentarios colaboracionistas: el Ministerio de Comercio que, para estos propósitos, se mantiene vacante.
Sin embargo, el costo reputacional de avanzar por ese camino, que era el previsto antes de la ira del presidente, sería enorme. Por eso mi consejo es que avance en la dirección anunciada. Que no le haga más daño a los sectores de izquierda que repudian esas prácticas corruptas y que por eso lo han abandonado.
Me seduce también que, por primera vez en la historia de su mandato, ha propuesto utilizar un mecanismo de participación ciudadana que está previsto en la Constitución. Han quedado atrás —ojalá para siempre— conatos golpistas, tales como una constituyente refundacional. Sus limitaciones de capacidad para gobernar, la crítica situación fiscal, la acumulación de fracasos ya irreversibles —la paz total, por ejemplo—, son factores todos que apuntan a darle prioridad a los debates ideológicos, y al objetivo de conservar el poder —procurando ampliarlo— en el próximo cuatrenio.
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La normativa vigente dispone que, en circunstancias excepcionales, se justifica darle al pueblo la capacidad para ordenar que se legisle sobre una determinada materia. Si en sus insomnios recurrentes usted llegó a pensar que el pueblo decidiría en condición de soberano, es decir, sin atadura alguna, su desilusión será mayúscula. Voy a explicarle las reglas de este fascinante juego.
Goza usted, presidente, del poder de convocar una consulta popular con una importante limitación: requiere concepto previo y favorable del Senado, el cual debe emitirse dentro de un plazo perentorio. Solo si este guarda silencio podría convocar al pueblo con autonomía.
La ley que regula esta materia precisa que la consulta debe versar sobre “una decisión de trascendencia nacional”. Seguramente pretenderá usted que esa única temática sea algo tan amplio como la “política social”, recipiente en el que multitud de cosas caben. Sin embargo, una interpretación constitucional estricta lleva a una conclusión contraria; lo que podría ser objeto del veredicto popular es uno de los tópicos del conflicto actual: la reforma laboral o la reforma a la salud, no ambas. El argumento es claro: si se pudiera actuar con esa amplitud, se perdería el carácter excepcional de la figura, invadiendo el espacio propio del Congreso.
Definida esta cuestión, en necesaria interacción con el Senado, se procederá a definir las preguntas. Mientras que el Gobierno se inclinaría por plantear ambiciones superlativas, muchos senadores llamarán la atención sobre las dificultades para financiarlas. Recuerden, para medir su nivel de ambición, que Petro prometió en campaña que el Estado sería empleador de última instancia (de todos los que de él carecieran, así no fueran petristas). Este será otro de los temas que Petro, gústele o no, tendrá que negociar con el Senado.
Mientras estos álgidos asuntos se resuelven, cabe suponer que el Senado le pedirá a las autoridades electorales un presupuesto para realizar unas onerosas elecciones que no están previstas; y que a renglón seguido demandará al Gobierno presentar un plan para financiarlas. No sería extraño que el Gobierno pida la aprobación de impuestos nuevos; dirá que no pueden escatimarse recursos para la democracia popular. A esto añádanle que el dinero se requiere para este año; intentar aplazar la consulta para el 2026 crearía enormes perturbaciones a los comicios de Congreso y Presidencia.
Es evidente, entonces, la osadía de la apuesta presidencial. Si no logra concretarla, se fortalecería su discurso usual sobre el bloqueo al que lo someten los sectores retardatarios de la sociedad, aunque pagaría un costo enorme: un deterioro aún mayor de sus relaciones con el Congreso. Sería algo así como el final prematuro de su Gobierno. En este escenario no sorprendería que decida renunciar para irse a las calles a hacer proselitismo.
Supongamos ahora que la iniciativa presidencial vuela y que, en las urnas, todas o algunas de las preguntas superan el umbral de participación ciudadana, y que los votos a favor son la mayoría. En tal caso, la decisión popular es obligatoria. El Congreso tendría que instrumentar el mandato recibido mediante la expedición de una ley dentro de un determinado plazo. Si no lo hace la competencia pasa al presidente.
Finalmente, es preciso tener en cuenta que el proceso de la consulta, tanto su resultado final, están sometidos a control posterior de la Corte Constitucional (no previo, como algunos creen). Y que el Congreso, al expedir la ley ordenada por el pueblo, o, ante su conducta omisiva, el Gobierno debe actuar dentro de la Constitución y las leyes. Los jueces competentes podrán verificarlo.
Mucho preocupa la lealtad del presidente con las instituciones, un atributo que jamás ha sido su fuerte. Declarar que hoy, cuando se vota la reforma laboral en el Senado, es día cívico, configura un abuso enorme. Usando tácticas que inventaron los fascistas en el siglo XX, busca convertir a los funcionarios del Estado en fuerza de choque, a pesar de que ellos están obligados a realizar sus tareas con neutralidad. E interrumpe, sin justificación válida, la prestación de los servicios estatales. Nada importan los perjuicios que se causen a los ciudadanos. Vaya paradoja la que presenciamos: la privatización de la administración pública.
Briznas poéticas. Escrito lo anterior, leo a Maquiavelo. “El vulgo se deja seducir siempre por la apariencia y el éxito. Son muchas las personas que son manipuladas con facilidad por las apariencias, algo que, como no logren cambiar con el paso del tiempo, tarde o temprano terminará por perjudicarles”.