Airbnb no se va del país. Eso debería quedar claro. En los círculos más cercanos a las deliberaciones que suscitó un borrador de decreto presentado por el Ministerio de Industria, Comercio y Turismo que buscaría endurecer las condiciones que deben cumplir quienes alquilan propiedades en aplicaciones turísticas como Airbnb y Booking, el consenso es que ni siquiera se ha contemplado esa posibilidad.
Sin embargo, eso no implica que en el texto, que estuvo abierto para comentarios hasta el miércoles 17 de diciembre, no haya cosas muy preocupantes.
Incluso quienes estamos de acuerdo en la pertinencia de regular —que no prohibir— un sector como el de las rentas cortas no entendemos cómo se plantea un cambio de condiciones de esta magnitud sin un periodo de gracia para su implementación. Si el decreto en estudio en su versión actual se firmara hoy, más del 90 % de los actuales propietarios en Airbnb verían ilegalizada su actividad de manera inmediata.
Pretender que de la noche a la mañana miles de anfitriones —muchos de ellos operando bajo la legalidad del Registro Nacional de Turismo (RNT)— cumplan con exigencias de uso de suelo y autorizaciones de propiedad horizontal que las propias alcaldías no están preparadas para tramitar es empujar al sector hacia un abismo de informalidad. Sin un periodo de transición coherente, el Estado corre el riesgo de convertir a ciudadanos cumplidores en infractores administrativos por simple incapacidad burocrática.
A esto se suma la torpeza de dar a conocer un texto sin análisis de impacto económico o jurídico y abrir este debate en plena temporada navideña, cuando miles de usuarios están por hacer o usar reservas en las plataformas afectadas. Es algo que amenaza con desestabilizar un ecosistema que hoy sostiene a miles de microemprendedores en todo el territorio nacional.
Las dimensiones económicas del sector de rentas cortas son demasiado amplias para ser tratadas con semejante ligereza. Lo socialmente relevante de esta actividad es su capilaridad, porque tiene la capacidad de inyectar recursos más allá de la comisión de la plataforma o la remuneración del propietario, e impactar al tendero, el dueño de restaurante local y el sector transporte. En un momento donde el país busca desesperadamente motores de reactivación, ponerle palos a la rueda de un sector que genera millones de dólares en ingresos directos e indirectos parece una contradicción con las metas de desarrollo del propio Gobierno.
Por supuesto que no se puede desconocer el argumento de la ‘cancha nivelada’, pero no es posible, ni equitativo, exigir a una familia que arrienda una habitación o un apartamento pequeño para completar sus ingresos mensuales, las mismas cargas operativas, de infraestructura y de zonificación que se le exigen a una cadena hotelera internacional. La regulación debe reconocer la naturaleza distinta de los actores.
Eso no quiere decir que no sea necesario vigilar una actividad que es susceptible a desmanes. Sería un error ignorar las externalidades negativas que el crecimiento descontrolado ha traído a ciudades como Medellín o Cartagena. La gentrificación, el desplazamiento de residentes tradicionales y los problemas de convivencia ciudadana son realidades que exigen una respuesta estatal firme y que, en asocio con otras problemáticas sociales, lo hemos visto, pueden agravar fenómenos que van del microtráfico al turismo sexual.
Pero justamente ahí es donde la propuesta yerra en su diagnóstico: los problemas de orden público, el turismo de excesos y la delincuencia se combaten con policía, con inteligencia y control territorial, no con trabas administrativas que solo afectan a quienes intentan hacer las cosas bien. Prohibir o restringir excesivamente la oferta formal no eliminará la demanda; simplemente la trasladará a mercados negros donde el Estado pierde toda capacidad de vigilancia, recaudo tributario y protección al consumidor.
La solución, por lo tanto, debe ser una regulación moderna, con un cronograma de implementación realista, que otorgue plazos razonables para que los municipios actualicen sus planes de ordenamiento y los edificios y conjuntos ajusten sus reglamentos internos. También se debe establecer una categorización de anfitriones que distinga entre el pequeño propietario —las cifras indican que algo así como ocho de cada 10 propietarios en Airbnb tiene listada una sola propiedad— y el profesional a gran escala, con propiedades adquiridas con el fin específico de rentar.
Finalmente, en lugar de burocratizar el proceso con documentos físicos y visitas presenciales, el Estado debería aprovechar la tecnología de las mismas plataformas para cruzar información en tiempo real, garantizar la seguridad y el cumplimiento tributario de manera eficiente. Todo esto, sobra decir, debería hacerse sin convertir en entes de vigilancia a las plataformas y sin olvidar un principio vital en cualquier Estado de derecho: las autoridades solo pueden hacer lo que la ley les permite y los ciudadanos solo pueden hacer lo que la ley no prohíbe.
No hace mucho escuchábamos a nuestros líderes diciendo que el turismo debe ser el “nuevo petróleo” de Colombia. Si el Gobierno desea que esta industria sea realmente el motor de la transformación nacional, debe evitar que el exceso de celo regulatorio termine por sofocar la iniciativa privada de los ciudadanos de a pie, justamente en momentos en que los ciudadanos de a pie necesitan un alivio.
La expedición del decreto, en su forma actual, debería suspenderse. Una norma que no puede ser cumplida por la mayoría no es una herramienta de orden, sino una receta para el caos. Es momento de que el diálogo prime sobre la imposición y que se construya una normativa que invite a la formalidad, proteja el tejido social y, sobre todo, respete la capacidad de emprendimiento.






