
Opinión
Colombia ante el abismo: la democracia no se negocia
No permitamos que, por indiferencia o complacencia, se pierda lo que tanto ha costado construir.
El intento de magnicidio contra el senador Miguel Uribe Turbay no puede entenderse como un hecho aislado. Es, en realidad, el síntoma alarmante de una nueva y peligrosa modalidad de violencia política, alimentada por la erosión institucional, el auge de estructuras criminales fortalecidas por la fallida política de paz total y una narrativa cada vez más incendiaria y promovida desde la jefatura del Estado. Esta amenaza pone en riesgo la democracia, pero Colombia no se rinde.
El panorama actual en materia de seguridad es aún más crítico: los grupos armados ilegales ya no actúan motivados por ideologías ni se identifican con estructuras tradicionales del narcotráfico, como en la época de Pablo Escobar. Hoy, delinquen como redes criminales multifacéticas —un verdadero monstruo de mil cabezas— que se adaptan, mutan y controlan vastos territorios clave para las economías ilícitas. La amenaza es más difusa, difícil de identificar y combatir, y todo parece responder a una estrategia deliberada de desestabilización, justo cuando el país se aproxima a las elecciones de 2026.
La retórica del presidente Petro ha llevado la polarización a niveles extremos. En vez de fungir como factor de cohesión nacional —como exige la dignidad del cargo—, insiste en dividir a los colombianos entre “el pueblo” y “sus enemigos”, invalidando toda discrepancia. Su discurso, calcado del modelo chavista y revestido con un uso distorsionado del legado bolivariano, excluye a la gran mayoría ciudadana y exacerba el riesgo en una nación marcada por cicatrices históricas, mafias enquistadas y economías ilícitas. En un país como Colombia, legitimar el antagonismo desde el poder no solo es irresponsable: es peligrosamente incendiario.
La institucionalidad atraviesa uno de sus momentos más frágiles. Esta semana, la misma bancada oficialista votó en contra de la reforma laboral, dejando al descubierto que el verdadero interés no era el contenido de la iniciativa, sino ahora los $ 800.000 millones destinados a financiar la consulta popular con fines abiertamente proselitistas. Al prever su naufragio por inviabilidad jurídica y política, el Gobierno cambia de vía, pero no de intención.
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Ahora, el presidente Gustavo Petro —con el respaldo de su nuevo ministro de Justicia— insiste en promover una asamblea nacional constituyente mediante la recolección de ocho millones de firmas. Este mecanismo, previsto en el artículo 376 de la Constitución, está expresamente diseñado para los entes territoriales. Lo más paradójico es que esta iniciativa contradice abiertamente su promesa solemne de no convocar una constituyente —compromiso que afirmó haber “jurado sobre mármol”— y replica con inquietante similitud la ruta que utilizó Hugo Chávez para desmantelar la democracia en Venezuela. Cabe preguntarse: cuando la Corte Constitucional —como es previsible— declare improcedente esta convocatoria, ¿acudirá entonces el presidente a decretar el Estado de Conmoción Interior con el fin de interferir en el proceso electoral de 2026? A estas alturas, nada debería sorprendernos.
Este viraje ha generado profunda incertidumbre sobre los verdaderos propósitos de la iniciativa, en medio de una coyuntura marcada por el deterioro económico, el avance impune de las organizaciones criminales y una desconfianza ciudadana en ascenso. Lejos de ofrecer soluciones, esta maniobra incrementa las tensiones del sistema democrático. A esto se suma el anuncio de suspender la regla fiscal, una decisión que pone en entredicho la sostenibilidad financiera del país.
Estas acciones, sumadas al hostigamiento constante contra el Congreso y las altas cortes, configuran un escenario sin precedentes de riesgo institucional. Paradójicamente, quien más ha denunciado un supuesto “golpe blando” parece estar ejecutando uno desde el Ejecutivo: debilitando la legalidad, socavando el equilibrio de poderes y apostando al caos como estrategia de poder.
Los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en su libro ¿Por qué mueren las democracias?, advierten que los regímenes autoritarios modernos no nacen de asonadas militares, sino del deterioro progresivo de las instituciones desde adentro. Son líderes electos quienes, una vez en el poder, estigmatizan a la oposición, justifican la violencia, manipulan las reglas del juego y recortan las libertades fundamentales. Por ello, además de normas sólidas, se requieren valores democráticos, contención y tolerancia mutua para la convivencia política.
Frente a este panorama, emergen interrogantes inevitables: ¿quién está detrás de esta renovada ola de violencia política? ¿Qué intereses se benefician del miedo y la zozobra en plena etapa preelectoral? ¿Está en riesgo nuestra democracia? ¿Nos dirigimos hacia el mismo precipicio por el que ya cayó Venezuela?
Lo que se vivió el 15 de junio en las calles de Colombia no admite dobles interpretaciones. La multitudinaria Marcha del Silencio —convocada sin colores partidistas, pero cargada de símbolos patrióticos, con miles de voces al unísono gritando “¡Fuerza, Miguel!”— fue una muestra inequívoca de que el pueblo al que el presidente Petro insiste en desconocer ya se ganó las calles. No fue una marcha de odio, sino de dignidad, no fue un acto de provocación, sino una defensa serena, pero firme de la democracia. Esa expresión cívica, multitudinaria y pacífica, envía un mensaje contundente a todos los que tienen en sus manos la responsabilidad de actuar: la ciudadanía está despierta, alerta, y espera decisiones valientes a favor de la Constitución, no de un Gobierno que busca romper el equilibrio de poderes.
Lo que muchos reclamaban está ocurriendo, y encierra la gran paradoja de esta época: el autoritarismo, lejos de intimidar, ha logrado lo impensable: unir a las fuerzas democráticas del país. Quien intentó dividir, se ha convertido en el mayor catalizador de una oposición más fuerte y cohesionada. Hoy, el principal obstáculo para la izquierda democrática no está fuera, sino dentro del propio Gobierno de Gustavo Petro.
Colombia ha resistido al narcoterrorismo, a guerras fratricidas, al populismo autoritario y a décadas de violencia. No permitamos que, por indiferencia o complacencia, se pierda lo que tanto ha costado construir. Nuestra democracia, aunque imperfecta, sigue viva.
Colombia no se rinde.