
Opinión
Colombia bajo asedio
El intento de golpe de Estado es ya visible en el horizonte.
Denominarlo “El decretazo” fue un acierto; denota que carece de antecedentes la decisión tomada por el gobierno, al convocar directamente al pueblo a una consulta sobre la reforma laboral que en el Congreso discute. Si se deja de lado la voluminosa hojarasca que lo recubre, lo esencial consiste en que el Senado, al negar la solicitud gubernamental, habría cometido tantas tropelías que el presidente ha decidido negarle validez a la votación y procede él mismo a convocar a los ciudadanos para que voten.
La casi unanimidad de la comunidad jurídica rechaza una acción que carece de antecedentes. Se considera que el concepto positivo del Senado es indispensable para que proceda la convocatoria popular; y que el Senado adoptó una decisión que goza de presunción de legalidad, la cual solo cede ante un fallo de la autoridad judicial competente. Aquí aparece el golpe de audacia del gobierno: la invocación de la “excepción de inconstitucionalidad” prevista en la propia Constitución. Ella consiste en que las autoridades deben abstenerse de aplicar normas que, a su juicio, sean contrarias a la Constitución.
La Corte Constitucional, el Consejo de Estado, o ambos, pronto dejarán dos cosas claras: 1) si por el camino de la excepción de inconstitucionalidad el Gobierno puede convertirse en una suerte de policía del Congreso; 2) si cuando alguna autoridad aplica ese mecanismo, su decisión puede ser controvertida ante los jueces. Vaticino que resolverán negativamente la primera cuestión y de modo afirmativo la segunda.
Si el presidente gana este debate, podría suceder que, con ese mismo fundamento jurídico, se abstenga de sancionar leyes que considere inconstitucionales. Por ejemplo, la que el Congreso está a punto de aprobar en materia laboral, no obstante que las normas disponen que, en tales casos, las debe remitir a la Corte Constitucional para que ella decida. Sería también factible que acribille al Senado con nuevas solicitudes de consulta sobre lo que se le antoje, de tal modo que si las niega o calla pueda optar por “despacharse solo”. Ese sería el fin de la democracia liberal, fundada en la separación de poderes y en la dualidad de la representación popular, que sería sustituida por una democracia populista o plebiscitaria como las de Rusia, Nicaragua o Venezuela.
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La atrevida postura del gobierno es un bumerán. El Registrador del Estado Civil, al que el gobierno ha notificado que debe adoptar las medidas logísticas para la convocatoria del pueblo, puede responder con la misma moneda: desacatar la petición de Petro mientras la Justicia decide. Creo que eso hará.
El juego jurídico en el que estamos tiene otra dimensión interesante. Si bien las leyes tienen control por la Corte Constitucional, los distintos hitos del proceso de su formación pueden ser debatidos en el Consejo de Estado, que es lo que ocurre con la votación en el Senado que el gobierno repudia. ¿Por qué entonces el gobierno manda el “decretazo” a la Corte Constitucional?
Lo hace bajo el siguiente supuesto: que ella es la única autoridad competente para revisar las consultas populares, lo cual sucedería luego de que el proceso haya concluido en las urnas. Por consiguiente, el Consejo de Estado estaría inhibido para resolver sobre las demandas que ya han comenzado a presentarse contra el “decretazo”. Si el gobierno sale adelante con su teoría sería un “exitazo”.
Imaginemos, sin embargo, la opción contraria; que a Petro se le cae la estantería. ¿Qué haría en ese caso? Tendría cuatro alternativas: 1) Encajar el fracaso acompañándolo de una “alocución presidencial”, dos balconazos y tres movilizaciones callejeras; 2) Apostarle a la “consulta 2.0”, que está pendiente de votación en el Senado: la que añade a las preguntas sobre cuestiones laborales unas cuantas sobre la salud. 3) Salir a recoger firmas para una nueva consulta, esta vez de origen popular; 4) convocar a una asamblea constituyente nacida del pueblo mismo.
Esta última es contraria a la Constitución: ella establece que las asambleas constituyentes nacen en el Congreso, no en la calle. Y como el sistema jurídico veda ese camino, si el presidente lo elige, entraría -ahora si con claridad absoluta- en modo “golpe de Estado”. Si corona, sería “el refundador de la patria”, como Alberto Fujimori en el Perú en 1992. Si fracasa, como Pedro Castillo, en el 2022 y en ese mismo país, debería ser destituido por el Congreso y juzgado por la Corte Suprema.
Estas situaciones son nítidas; hay otras que son “golpes blandos”. En 1949, nuestro presidente Ospina Pérez cerró el Congreso, un golpe de Estado evidente, y no pasó nada. La constitución venezolana, aprobada por el pueblo en 1999, en teoría, sigue vigente. Hace poco AMLO destruyó la independencia del poder judicial con amplio respaldo parlamentario; ahora gobierna su candidata. “México es la dictadura perfecta”, dijo, con razón, Vargas Llosa.
Los golpes de Estado tienen dos elementos comunes: requieren respaldo militar y jurídico. Tengo confianza plena en que las Fuerzas Armadas no apoyarán la demolición o adulteración de las instituciones. En cuanto a ciertos abogados, su tarea consiste demostrar que lo que parece un golpe de Estado, en realidad es ¡una profundización de la democracia! Recuerdo a Dostoievski: “los abogados son conciencias de alquiler”.
El gobierno ya está trabajando en los argumentos para justificar el golpe. Dos trinos de Petro son elocuentes:
“El Estado de derecho es en el que los funcionarios cumplen normas, pero el Estado Social de Derecho es (sic) donde los funcionarios obedecen normas razonables que llevan a construir equidad y justicia social”. Esto significa que las normas expedidas por el Congreso o los jueces solo rigen si son “razonables”. ¿Quién definiría esa cuestión? Por supuesto, el presidente que es quien -como él lo cree- es el representante único del pueblo.
“Si se cae la consulta popular sea (sic) cae la base misma de la soberanía popular base (sic) de la Constitución de 1991”. Dicho de otra manera: si no prospera la consulta popular, la Constitución Política de Colombia debe ser sustituida por otra.
Ante la claridad de las amenazas, las fuerzas políticas, el Congreso, la Justicia y la sociedad civil deben reaccionar con energía. Ahora mismo, cuando todavía hay tiempo.
Briznas poéticas. Ramón Eder, poeta español, nos manda este aforismo: “A partir de cierta edad el tiempo es la prórroga que nos concede el destino para que todavía podamos hacer algo de provecho”.