
Opinión
Con hilo y aguja
Nos enseñaron que debemos encajar en la ropa, no que la ropa está hecha para adaptarse a nosotros.
Nos educaron para creer que la felicidad se mide en centímetros, en tallas, en números que supuestamente abren la puerta secreta de la pertenencia.
Nos enseñaron que debemos encajar en la ropa, no que la ropa está hecha para adaptarse a nosotros; que si eres ocho, vales más que si eres doce; que si entras sin esfuerzo en un pantalón ajustado, entonces estás lista para enfrentar el mundo, como si el botón de la pretina fuera el garante de tu éxito social y emocional.
Yo me lo creí, lo viví, lo padecí. Pasé por esa adolescencia en la que la anorexia me tomó de los cabellos, literalmente me iba quedando calva, y me arrastró a un vacío del que salí, sí, pero con huellas que se quedaron tatuadas para siempre. Nadie quiere vivir eso, créanme.
Nadie quiere sentir que se va consumiendo para encajar en una ilusión que nunca se sacia, que siempre pide con voracidad: un kilo menos, una costilla más marcada, una silueta más frágil, un poco más de atención, algo de amor y cuidado.
Del otro lado, porque el mundo siempre se mueve en extremos. Entiendo que nadie quiere vivir la cárcel de la obesidad mórbida, ese peso del cuerpo que se convierte en cadena, que limita, que duele, que estigmatiza. Un cuerpo por cárcel y dos caminos sin elección consciente, ninguno deseable.
Yo estuve en una de esas prisiones y no hay metáfora amable que pueda suavizar lo que significa ver la vida desde la esquina de la desaparición. He trabajado arduamente en cada una de esas violentas heridas que me llevaron a ese lugar y, específicamente, en la necesidad de mi niña interior, de un hogar seguro y de un entorno que logre afectarme lo justo: un afuera que solo pueda llegar hasta donde mi paz lo permita. No ha sido fácil, pero sigo en el camino y eso valida todo lo aprendido.
A mis 52 años dejé de hablar de tallas ajenas y empecé a hablar de la mía, finalmente. De esa talla que no está en la etiqueta de ninguna tienda, porque la he ido cosiendo yo, a mi medida, con mis contradicciones, mis aciertos, mis golpes y mis ganas —por momentos ausentes— de estar viva.
Nunca he estado a la moda, siempre he sido una especie de anarquista del sentido lógico de la vida y mis banderas se han levantado enarbolando mi discurso, generalmente contradictorio, en un universo creativo que prefiere construir a declarar la guerra, pero que se niega a pertenecer a los escaparates en tendencia o a aquellos que se llenan de polvo y moho resentido.
Tengo claro que mi criterio es mío y que eso, en todas las batallas, incluso en las perdidas, es lo que me ha hecho valiosa, porque puedo ponerme lo que quiera, porque puedo salir en contravía de lo que dictan las normas y, aun así, mirarme al espejo y reconocerme.
Esa es la libertad que defiendo: la de no ser una más en la masa que camina sin preguntarse si ese vestido, ese molde, esa vida, le queda realmente bien.
De eso se trata, ¿no?, de dejar de ser moldeados como panes industriales para empezar a hacernos el pan artesanal de la existencia. Claro, no hablo solo de ropa, hablo de un todo: del trabajo, de las relaciones, de las decisiones que tomamos sobre dónde poner el cuerpo y la voz.
Gastamos años pensando que la pertenencia está afuera, que la dan los demás, que la recibimos como un diploma cada vez que alguien nos aprueba. Hasta que un día, casi siempre en la mediana edad, entendemos que lo único que importa es la pertenencia hacia adentro y que ahí no hay talla equivocada: la que es, es. La talla que te pertenece, la talla que cabe sin apretar, sin sofocar, sin cortar la respiración ni la alegría.
Yo he sido ocho, ahora soy doce, mañana quién sabe. ¿Me gusta? A veces sí, a veces entro en estos debates conmigo misma sobre la relatividad de la pasarela del mundo y mi salón de costura del alma. Tengo en el ADN el síndrome del animal gregario. El drama está en la mente, no en la tela.
Seguramente he logrado hacer mía la sensación de que lo realmente importante no es el número cosido en la etiqueta, sino cómo me muevo dentro de él, cómo me vivo dentro de mí, y acariciar esa emoción es claramente un sinónimo explícito de libertad.
No es que en el mundo dejen de existir las ‘tallas’, en la realidad y como metáfora, pero soy yo quien ya no se quiere dejar definir por ellas, porque en eso también fuimos educados, en tallas de comportamiento: la buena hija, la esposa ejemplar, la madre entregada, la profesional impecable, la mujer que nunca envejece; la que siempre sonríe aunque esté rota; la que aguanta, porque aguantar es la forma más alta de virtud; la que ayuda y salva a todos; la que se deja para el final; a la que le pueden dar migajas, porque así se comporta y es lo que se espera de una mujer estupenda. Y no, siendo realistas, todo eso es otro tipo de faja, una faja mental que nos corta la circulación del placer de vivir.
La talla verdadera es la que te deja bailar, la que no se descose en la primera carcajada ni se rompe cuando decides dar un portazo. La talla de verdad se hace con tus decisiones, incluso con las más incómodas: divorciarte, cambiar de trabajo, decir que no, decir que sí, quedarte sola, quedarte acompañada; pero siempre por elección propia, no por obedecer al patrón de alguien más y aquí.
Nadie, nadie, tiene derecho a decidir qué talla eres en el amor, cuántas veces amas, por qué amas; cómo vives, de qué manera vives, o cómo resuelves tus cosas. Ese hilo y esa aguja son tuyos, y con ellos no solo coses el vestido de tu vida: también remiendas heridas, algunas mal cerradas, otras que se abren de vez en cuando y que con el tiempo se convierten en cicatrices hermosas, porque son sinónimo de que elegiste coserte de nuevo, aunque el pespunte haya quedado torcido.
Yo aprendí que la vida no es lineal ni maniquea, que no hay un deber ser universal ni un manual de instrucciones que nos diga en qué talla debemos encajar. Lo que hay son bemoles, colores, texturas.
Hay días en los que uno se siente flotando en seda y otros en los que solo está dentro de una lona tosca. Hay momentos de brillos con lentejuelas y otros de opacidad estremecedora, como franela gastada, y todo eso está bien, porque es nuestro.
Lo triste es vivir tratando de usar siempre la misma tela, la misma talla, el mismo disfraz; hasta que un día descubres que ya no eres tú, que te convertiste en un maniquí perfecto y vacío.
Por eso hablo de coser nuestro propio vestido y ese vestido propio —si no fui precisa con todo lo anterior— no es solo ropa, es el símbolo de la vida que elegimos. Se cose con criterio, con humor negro, con respeto propio, con la descarada certeza de que el único tapete rojo que importa no está en Cannes, ni en Hollywood, sino en el pasillo de tu casa y en la calle que caminas todos los días.
Y no, este no es un discurso de falso conformismo. No es decir ‘acéptate cómo eres’ en el sentido blandito y naif de las frases motivacionales de Instagram. Es otra cosa. Es pararse con firmeza y decir: ‘Yo me elijo’. Es saber que la talla perfecta no existe, que siempre habrá alguien más flaco, más alto, más joven, más cualquier cosa. Pero nadie será tú y ese es tu verdadero lujo. La moda podrá cambiar cada temporada, pero el reconocimiento de tu propia valía, la capacidad de ser tú, es una línea de tiempo irremplazable.
Así que sí, a los 52 camino con mi propio vestido, cosido con hilos de dolor y de alegría, de colores diferentes, con puntadas de anorexia superada y de kilos ganados a pulso entre la herida del abandono, la ansiedad, mis singularidades, mi terquedad y el reconocimiento de mi propia existencia. Entre remiendos de fracasos y con bordados de risas, tengo claro que no le debo nada a ninguna talla, solo a la mía y con esa entro a donde yo quiera, no porque encaje en un molde, sino porque decidí dejar de ser molde y convertirme en una obra única.
Este es mi verdadero traje de gala, el que me pongo cada mañana para salir a la vida y así, con paciencia, todos los días encuentro la talla que me pertenece.
Pdta: ¿Existe ese personaje que delante de tu vida se pone a contar cuántas veces has amado? Parece que hay muchos, pero todos van vestidos con el traje del emperador. Cada quien a lo suyo.