Sofy Casas

Opinión

Del chavismo al petrismo: la legalización de la criminalidad como proyecto de poder

El episodio recordó lo ocurrido en Venezuela a inicios de los 2000, cuando Chávez impulsó un fallido proceso de paz con grupos violentos.

Sofy Casas
29 de junio de 2025

Los secretos del “tarimazo” de Gustavo Petro en Medellín, revelados por SEMANA, dejaron al descubierto una de las maniobras más escalofriantes del actual gobierno. El presidente compartió tarima con los jefes de las estructuras criminales más temidas del Valle de Aburrá. Alias Douglas, Carlos Pesebre, Tom y Vallejo —todos recluidos en la cárcel de Itagüí— fueron trasladados a un evento público bajo el disfraz de un Pacto por la Paz Urbana.

El episodio, lejos de ser un gesto de reconciliación, evocó de inmediato lo que ocurrió en Venezuela a comienzos de los años 2000, cuando Hugo Chávez lanzó un supuesto proceso de paz con grupos violentos de los barrios. Aquel experimento, que incluyó estructuras llamadas Círculos Bolivarianos, derivó en la creación de los temidos colectivos chavistas, grupos armados al servicio del régimen. Lo que se presentó como una estrategia de desarme se convirtió en una operación de rearme, legalización y despliegue paramilitar desde el Estado.

Petro sigue esa misma hoja de ruta. El espectáculo en Medellín fue cuidadosamente montado: luces, discursos divisorios, criminales disfrazados de conciliadores y un jefe de Estado que, en lugar de aplicar la justicia, los eleva como interlocutores legítimos. Y no fue un hecho aislado. SEMANA también reveló que el gobierno busca replicar el formato en Barranquilla, subiendo a tarima a alias Castor y Digno Palomino, figuras del crimen organizado en la región Caribe. El patrón es evidente: construir un sistema paralelo de legitimación del delito bajo el discurso de la paz.

La estrategia es peligrosa. Se ofrecen beneficios judiciales, estatus político y visibilidad pública a quienes deberían estar enfrentando condenas ejemplares. Como ocurrió en Venezuela, el objetivo no es reducir la violencia, sino instrumentalizarla en función del poder. Y lo que se pone en juego no es solo el control de los territorios: es la democracia.

El cambio en el Ministerio de Justicia confirmó esa dirección. La exministra Ángela María Buitrago se negó a respaldar este modelo. Rechazó los beneficios extralegales para estructuras criminales y prefirió renunciar antes que validar un proyecto que desnaturaliza la justicia. En su lugar, Petro nombró a Eduardo Montealegre, un operador político que no es más que un jurista fanático. Para muchos, es el Diosdado Cabello criollo. El hombre con el que Petro puede avanzar sin obstáculos hacia un sometimiento a la medida de los capos. El mismo que hoy, desde el Ministerio, actúa como sepulturero de la Constitución del 1991.

Así como los Círculos Bolivarianos fueron el germen de los colectivos armados en Venezuela, en Colombia está surgiendo una estructura similar: una red de control territorial y político, con respaldo estatal, que podría incidir en las elecciones del 2026. De concretarse, estaríamos frente a un pacto de poder sostenido por la criminalidad, blindado desde la institucionalidad. El llamado Pacto de La Picota tendría segunda parte.

Hoy las instituciones aún resisten, aunque con dificultad, los cambios abruptos que Petro intenta imponer. Su constituyente forzada, su intento de reelección encubierta y su ambición de rediseñar el sistema no tienen margen de tiempo. Pero sí le queda tiempo para lo esencial: quedarse en el poder. Y si no lo logra por las vías formales, le queda el camino que ya recorrió Chávez. Colectivos criollos que presionan en los territorios, intimidan en los barrios y, bajo la máscara de una falsa paz, buscan garantizar la continuidad del régimen. Como en Venezuela. Mismo libreto, mismo modus operandi.

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